BIOGRAFÍA DE LUDOVICO ARIOSTO.
Ludovico, o Luis, Juan Ariosto nació el 8 de septiembre de 1474 en Reggio,
ciudad del ducado de Ferrara. Sus padres fueron Nicolás Ariosto, noble ferrarés,
gobernador de la ciudadela de Reggio, y Daria Maleguzzi. Luis fue el mayor de
sus cuatro hermanos y cinco hermanas.
Apenas entrado en la adolescencia, dio público testimonio de su singular talento,
pronunciando en la apertura del curso universitario un discurso en latín,
compuesto por él, y notable por sus conceptos y por su florido estilo. Desde
entonces reveló su inclinación y habilidad en la poesía, escribiendo un drama
titulado la Fábula de Tisbe, que representó después, acompañado de sus
hermanos. Por obedecer a su padre empleó cinco años en el estudio de las leyes;
pero con tanta tibieza y desapego, que no correspondiendo el resultado á las
esperanzas concebidas, se decidió su padre a dejarle seguir la carrera a que le
llamaba su vocación. Estudió nueva y cuidadosamente la lengua latina bajo la
dirección de Gregorio de Spoleti, y se entregó con tal ardor al examen de los más
excelentes escritores de aquella lengua, especialmente de los poetas, que
descubrió y aprendió las bellezas menos observadas, y consiguió descifrar los
pasajes más oscuros, lo cual le dió gran renombre en la corte de Roma, bajo el
pontificado de León X.
Habiendo adquirido Ariosto en la escuela de Gregorio el caudal de
conocimientos necesario, intentó ajustar la comedia italiana a las reglas de la
griega y de la latina, componiendo en prosa la Cassaria y los Suppositi (los
supuestos o fingidos), que arregló más tarde en versos esdrújulos. La muerte de
su padre, ocurrida en febrero de 1500, le privó, en gran parte, de la comodidad y
del tiempo necesario para continuar los trabajos emprendidos en la poesía
italiana y en la latina, por haberse visto obligado a dedicarse á una tarea tan
penosa como nueva para él, cual era la del arreglo de sus asuntos domésticos,
aunque no de modo que renunciara totalmente á su ocupación predilecta, según
lo prueban las diferentes poesías que de aquel tiempo nos dejó impresas. No
tardó en conocer y apreciar su talento el cardenal Hipólito de Este, hijo de
Hércules I, el cual quiso que Ariosto formara parte de su alta servidumbre.
Observando aquel experto Príncipe que no consistía en la poesía solamente el
mérito de nuestro poeta, tuvo a gran dicha confiarle las comisiones más
delicadas, así suyas como de su hermano Alfonso, sucesor de su padre Hércules
en el ducado de Ferrara. Estas comisiones fueron varias; pero las dos más
importantes consistieron, la primera, en impetrar del pontífice Julio II, en
diciembre de 1509, los socorros necesarios en gente y dinero para rechazar una
agresión de los venecianos, y la segunda, en aplacar la cólera de éste.
Pontífice, sumamente irritado contra el duque Alfonso por su alianza con los
franceses.
En el tiempo en que Ariosto perteneció a la servidumbre del Cardenal de Este, se
le ocurrió, con objeto de atraerse el favor de su señor, componer un poema que
redundase en alabanza de dicho Cardenal y de su familia, y empezó á escribirlo
en tercetos; mas satisfaciéndole poco este metro, adoptó las octavas reales, como
más á propósito para su idea, emprendiendo en seguida el trabajo de completar la
obra bosquejada por el conde Boyardo en su Orlando enamorado. Después de
diez u once años de trabajo, muchas veces interrumpido, creyó que su poema
estaba en disposición de ser impreso y publicado, a fin de conocer la opinión
formada sobre él, no solo por sus amigos, sino también por la generalidad, y
tenerla presente para corregirlo más adelante. En efecto, en 1516 dio á luz su
Furioso, y una vez conocido el parecer de las personas ilustradas, y después de
muchas correcciones, adiciones y cambios, y de añadir seis cantos á los cuarenta
de la primera edición, volvió á publicarlo en Ferrara en 1532. No quedó tampoco
satisfecho de las correcciones hechas en esta segunda edición; porque
desanimado por el desvío con que después de quince años de leales y penosos
servicios le pagó su señor, y atormentado por los incesantes litigios que tuvo que
sostener y que iban mermando su patrimonio, o no hizo nada en su poema por
espacio de mucho tiempo, o a lo menos poco y con poco gusto; de modo que
hacia el fin de su vida se lamentaba de que su Furioso careciese de la debida
corrección, parte por causa de sus cuidados domésticos, y parte por culpa de sus
señores, que continuamente le distraían con viajes, embajadas y gobiernos.
Ariosto suponía con fundamento que su poema le haría acreedor del aprecio del
Cardenal, y supuso también con razón que este aprecio no se entibiaría por
alguna cosa de poca importancia; pero cualquiera que fuese el concepto que al
principio hubiese formado aquel príncipe de dicha obra, lo cierto es que no
habían transcurrido diez y ocho meses cuando el poeta se vio privado del fruto
de sus honrosas tareas. La única causa que para ello medió consistió en que,
cuando pasó el Cardenal a Hungría para permanecer en aquel país, como
permaneció dos años y algunos meses, Ariosto se excusó de acompañarle,
fundándose en la necesidad de atender a su quebrantada salud y al cuidado de su
familia. Desde aquel momento el Cardenal, si bien no le despidió de su
servidumbre, le privó por lo menos de su gracia, y dio manifiestas pruebas de su
animadversión hacia el poeta. Encontró, sin embargo, cierta compensación a esta
pérdida en el nombramiento dé gentil-hombre de su cámara, que le confirió el
duque Alfonso.
Desempeñó tranquilamente este nuevo servicio cerca de tres años, en que
disfrutó del sosiego necesario para sus estudios, aun cuando siempre que salía el
Duque fuera de la capital, se veía obligado a acompañarle; pero no fueron
tranquilos por lo que a sus asuntos domésticos hacia, los cuales le traían
sumamente angustiado á causa de lo reducido de su patrimonio y de su numerosa
familia. Poco después se añadió á esta estrechez la pérdida de cierta pensión que
bastaba a sus necesidades, que cobraba en Ferrara, y que fue suprimida por el
Duque.
Reducido á los mayores apuros, suplicó al Duque que le auxiliase en su
necesidad o que le diera licencia para dejar su servicio, a fin de buscar en otra
parte los medios de vivir de que carecía. Alfonso creyó satisfacer sus deseos,
nombrándole en febrero de 1522 gobernador de la Garfagnana, en ocasión en
que el gobierno de aquel país era peligroso a consecuencia de las distintas
facciones y partidas de bandoleros que merodeaban por él. En dicho cargo
continuaba en el año de 1523, cuando Clemente VII fue elegido papa, según
sabemos por la sátira sétima que escribió á Buenaventura Pistofilo, secretario del
Duque de Ferrara, en respuesta a la proposición de nombrarle ministro residente
cerca del Papa, que dicho secretario le había dirigido; manifestando que, aparte
de la obediencia que al Príncipe debía, prefería continuar tranquilo en su patria.
Siguió, pues, encargado del gobierno de la Garfagnana hasta terminar el plazo
fijado, que era de tres años, y después se trasladó á Ferrara, donde por complacer
al Duque, á quien agradaban en extremo las representaciones teatrales, se dedicó
á revisar y corregir las cuatro comedias que había escrito hacia ya muchos años,
y á empezar la Escolástica, que fue la quinta, y cuya obra dejó sin concluir.
El duque Alfonso no escaseó gasto alguno para hacer que se representaran
dichas comedias, e hizo que se levantase un teatro en un salón de su palacio
según los planos del mismo poeta, el cual se esmeró tanto en su construcción,
que por aquel tiempo no se conoció otro tan bello ni magnífico. En él se
representaron varias veces con extraordinario aplauso y en presencia de muchos
príncipes las cuatro comedias citadas, tomando parte en su ejecución los
personajes más notables de la corte, según era costumbre en aquellos tiempos; y
hasta el príncipe D. Francisco, uno de los hijos del Duque, no se desdeñó de
recitar el prólogo de la Lena, la primera vez que esta obra se puso en escena en
el año 1528.
Ariosto intentó componer un nuevo poema, ó más bien ampliar su Furioso,
añadiendo los cinco cantos que después de su muerte fueron impresos a
continuación del poema primitivo. Otras muchas cosas escribió, además de las
publicadas, para ejercitarse en la poesía o como meros ensayos; y se sabe
especialmente que, para adiestrarse en la invención de su Furioso, se dedicó á la
traducción de varios libros novelescos, así españoles como franceses. Por
complacer al Duque y quizá también por su propia conveniencia, se ocupó
asimismo en arreglar a la escena italiana muchas comedias de Plauto y de
Terencio, cuyos ensayos seria de desear que no se hubiesen perdido, por más que
el Poeta los tuviese en poco, aunque solo fuese porque, merced a ellos,
tendríamos una nueva y respetable interpretación de muchos pasajes oscuros y
difíciles de los clásicos latinos.
Los primeros ingenios de su tiempo apreciaron cual se merecían las valiosas
dotes de nuestro Poeta, el cual vivió con ellos en cordial amistad,
presentándonos un honroso recuerdo de esta en su poema. Pero más particular y
hasta cariñosamente fue amado, querido y admirado de los principales señores
de Europa, entre los cuales podemos citar, además de su señor natural, el Duque
de Ferrara, que le distinguió más que cuantos en este ducado tenían á gala
proteger las artes y la literatura, á Juan de Médicis, que fue después Papa con el
nombre de León X; a los cardenales Gonzaga, Farnesio, Salviatti, Bibiena y
Campeggi; al marqués del Vasto y todos los señores de la corte de Urbino; a
otros muchos príncipes y reyes que le ofrecieron un lugar honroso en sus cortes,
y para terminar de una vez, al emperador Carlos V, el cual, encontrándose en
Mantua en noviembre de 1532, quiso honrarle públicamente colocándole por su
propia mano una corona de laurel en la cabeza.
Poco más de un mes haría que había cumplido los 58 años, cuando apenas
terminada la impresión de su poema corregido y ampliado, empezó á sentir los
primeros síntomas de una enfermedad que le condujo en ocho meses al sepulcro.
Los principales médicos de Ferrara que le asistieron la juzgaron desde luego
incurable. La calificaron de una obstrucción en el cuello de la vejiga, y
queriéndola combatir con bebidas aperitivas, le estropearon el estómago:
acudiendo entonces á atajar esta nueva indisposición, tanto le estragaron, que al
fin resultó ético. Se supone que su mal había tenido principio en la noche que
precedió al último día del año 1532, no porque entonces empezara a sentirse de
él atacado, sino porque en aquella noche se agravó de manera, que desesperó ya
de recobrar la salud. Ocurrió la citada noche que, se prendió fuego en una tienda
situada en la galería del patio ducal frente a la Catedral, y corriéndose las llamas
á las tiendas contiguas, ardieron todas en tres días y con ellas los salones del
palacio que sobre ellas había, juntamente con el teatro que el Duque había hecho
construir pocos años antes en aquellos salones para la representación de las
comedias de Ariosto. Desde entonces la enfermedad hizo rápidos progresos, y
después de haberle extenuado completamente, le ocasionó la muerte el día 6 de
Junio de 1533. Cuatro hombres trasladaron su cadáver desde la casa mortuoria,
situada en la calle del Mirasol, hasta la iglesia vieja de S. Benito, alumbrado tan
solo por dos hachas, pero acompañado espontáneamente por los monjes y
enterrado en dicha iglesia tan sencillamente como había querido y prescrito.
Su hermano Gabriel deseó hacerle un sepulcro proporcionado a su cariño y al
mérito del Poeta, pero no le ayudaron los medios. Su hijo Virginio se propuso
trasladar sus restos a una capilla que había levantado en el huerto de la casa
paterna; mas los monjes se opusieron tenazmente á ello. Cuarenta años
permanecieron los huesos de Ariosto en tan humilde sepultura, aunque visitados
y honrados por muchos poetas, que le dedicaron composiciones latinas é
italianas. Agustín Mosti, noble ferrarés, discípulo de Ariosto, determinó erigirle
á sus expensas un sepulcro más decoroso, y lo construyó en efecto en la iglesia
nueva de dichos monjes, todo de mármoles finísimos, y adornado de figuras y
elegantes tallados, descollando en su parte superior la estatua del Poeta, de
mayor tamaño que el natural. En 1612, uno de de sus descendientes, llamado
como él Ludovico, le erigió otro sepulcro en la misma iglesia, mucho mejor por
la calidad de los mármoles y por su belleza arquitectónica, y se trasladaron de
nuevo á él sus cenizas, donde reposan hasta hoy día.
Mucho nos quedaría que decir aun si quisiéramos ocuparnos minuciosamente de
cuanto tiene relación con el poeta ferrarés. Nos limitaremos á manifestar, que en
sus poemas y especialmente en sus sátiras nos dejó una exposición clara e
ingenua de las dotes de su ánimo, conformes a la más rigurosa moral, y nos
aventuramos a decir que, si viviese en nuestros días, hubiera ofrecido un ejemplo
digno de imitar, y habría descollado sin duda alguna entre los hombres de fama
mejor sentada. Los escritores contemporáneos de Ariosto ponderan la afabilidad
de su trato, la delicadeza y lealtad de sus acciones, su diligencia en complacer a
cuantos hacían uso del favor que gozaba con el Duque, su modestia y su respeto
hacia todos, su justicia, su mansedumbre y su agrado. Ensalzaban asimismo su
moderación en el deseo de gracias y honores, y aseguraban, que dándose por
satisfecho con una modesta riqueza, aborrecía los bienes adquiridos por medio
de las bajezas ó las humillaciones. Amigo de la sobriedad, despreciaba los
exquisitos manjares de los banquetes solemnes. Le suponían experto y sagaz,
profundo conocedor de los cortesanos y del carácter de los hombres que había
tratado; de imaginación rápida, y agudo y hasta chistoso en sus palabras;
inclinado al estudio y á la contemplación; enemigo de la ociosidad, de las vanas
ceremonias, y sobre todo de las adulaciones palaciegas; amante en extremo de su
patria, fiel á sus príncipes, y constante en su amistad.
En muchos pasajes de sus poesías se manifiesta inclinado á los galanteos
amorosos; pero aun cuando hubiese sido tal como él mismo confiesa, créese que
se separó algún tanto de la verdad por capricho, y por dar belleza y amenidad á
sus poéticas fantasías como lo exigía el carácter y la libertad de su siglo. Parece
á muchos censurable que ciertos trozos de sus poesías no puedan leerse por
todos sin perjuicio de la honestidad; pero debe tenerse presente que en su tiempo
no sucedía lo mismo, como hoy no lo es entre ciertos isleños la desnudez que no
tolerarían los europeos.
Por último, aun cuando a nuestro Poeta no se le ocurrió hacer gala de un valor
que se avenía mal con su carácter pacífico, debemos hacer constar con el Pigna,
uno de los escritores contemporáneos, que tomó parte en un combate naval
contra las fuerzas del papa Julio, o más bien contra las de la República
veneciana, en el cual dio evidentes pruebas de bravura, resistiendo
valerosamente con otros caballeros, y logrando apoderarse de un bajel enemigo,
cargado de pertrechos y de toda clase de víveres de boca y guerra. Por lo demás,
basta la energía que demostró para limpiar el territorio de la Garfagnana de los
bandoleros y facciosos que lo infestaban, para dejar sentado que el valor no era
una de las cualidades que menos resaltaban en el inmortal autor de Orlando
furioso.
ORLANDO FURIOSO.
CANTO PRIMERO.
Huye Angélica sola, mientras Reinaldo procura alcanzar á su fiel caballo
que se le ha escapado.—Encendido este guerrero en ira y en amor, ataca al
orgulloso Ferragús.—Este pronuncia un nuevo juramento, más terminante
que el primero con respecto á apoderarse de un casco.—El Rey de Circasia
encuentra con alegría á su amada, y Reinaldo estorba la realización de sus
planes.
Canto la galantería, las damas, los caballeros, las armas, los amores y las
arriesgadas empresas del tiempo en que los moros atravesaron el mar de África e
hicieron grandes estragos en Francia, imitando el impetuoso y juvenil ardor de
su rey Agramante, el cual se jactaba de vengar la muerte de Trojan en la persona
de Carlos, emperador de romanos.
Con respecto á Orlando, referiré cosas que jamás se han dicho en prosa ni en
verso; manifestaré cómo se convirtió en un loco furioso aquel hombre tenido
siempre como modelo de cordura: ojalá que aquella por quien me falta poco para
verme en tal estado, segun lo que va amortiguando mi escaso ingenio, me
conceda el suficiente para llevar á cabo lo que prometo.
Y vos, ¡oh Hipólito!, generoso descendiente de Hércules, ornato y esplendor de
nuestro siglo, dignaos acoger complaciente este trabajo, única muestra de
agradecimiento que le es dable ofreceros á vuestro humilde súbdito. Con mis
palabras ó mis escritos puedo solamente pagaros lo que os debo: corto es su
valor, pero os aseguro que con ellos os doy todo cuanto me es posible daros.
Entre los esclarecidos héroes que me propongo celebrar en mis versos, oireis
recordar á aquel Rugiero, que fue el antiguo tronco de vuestra ilustre familia.
Escuchareis el relato de su preclaro valor y memorables hazañas, si os dignais
prestarme atencion, y si mis versos logran ocupar un lugar entre vuestros
elevados pensamientos.
Enamorado Orlando, largo tiempo hacía, de la bella Angélica, habia alcanzado
por causa de esta infinitos é inmortales laureles en la India, en la Media y en la
Tartaria. Con ella habia regresado al Occidente, y llegado al pié de los elevados
Pirineos, donde las huestes reunidas en Francia y Alemania, esperaban al rey
Cárlos para emprender la campaña contra los reyes Marsilio y Agramante, á
quienes se proponian hacer arrepentir de su loca arrogancia por haber traido del
África, el primero, cuantos hombres eran aptos para llevar las armas, y haber
aprestado el segundo todos sus soldados que á la sazon dominaban en España,
para destruir el hermoso reino de Francia.
Orlando se presentó oportunamente en aquel lugar; pero pronto se arrepintió de
su llegada, pues al poco tiempo le fué robada su dama: ¡tan sujeta está al error la
inteligencia humana! Aquella mujer por quien habia tenido que sostener tantos
combates desde las costas orientales á las occidentales, fuéle arrebatada cuando
se hallaba en su patria, entre sus amigos, y sin poder requerir la espada para
impedirlo. El prudente emperador, queriendo prevenir mayores males, fué quien
la hizo desaparecer; pues habiéndose originado poco antes una viva disension
entre el conde Orlando y su primo Reinaldo, llevados ambos de un apasionado y
ardiente amor hácia la extraordinaria belleza de Angélica, disgustóse Cárlos en
alto grado por tal querella, cuyo efecto inmediato era el de que se debilitase la
ayuda que pudieran prestarle ambos paladines; y se apoderó de la doncella,
entregándola al duque de Baviera, y prometiéndola como recompensa á aquel de
los dos que matara por su mano mayor número de infieles y más se distinguiera
en la batalla que se preparaba.
El éxito, sin embargo, fué contrario á sus deseos; pues habiendo sido derrotados
y puestos en fuga los cristianos, cayó el Duque prisionero juntamente con
muchos de los suyos, y quedó abandonada su tienda de campaña. Angélica,
previendo que la Fortuna se mostraria aquel dia adversa á los soldados de Cristo,
habia montado á caballo, poco antes de trabarse la batalla, y huyó cuando vió el
giro que esta tomaba.
Entró en un bosque, y en uno de sus estrechos senderos divisó á un caballero
que, á pié, cubierto con su coraza, puesto el casco, con la espada al cinto y
embrazado el escudo, corria por la floresta más ligero que el aldeano que medio
desnudo disputa el premio de la carrera. La tímida pastorcilla que tropieza con
una serpiente cruel no huye más veloz de lo que Angélica revolvió su corcel al
ver al guerrero que hácia ella se dirigia.
Este era el paladin gallardo, hijo de Amon, señor de Montauban, á quien por un
extraño suceso se le habia escapado su caballo Bayardo. En cuanto fijó sus
miradas en la jóven y pudo distinguir, aunque desde léjos, su bello y angelical
semblante, quedó preso en las redes del amor. La doncella volvió las riendas á su
palafren y lo lanzó á toda brida por la espesura de la selva, sin seguir un camino
determinado. Pálida, temblorosa, y sin ser dueña de sí misma, dejó al instinto del
caballo la eleccion del sendero, y despues de dar infinitas vueltas por la selva, en
todas direcciones, llegó al fin á la orilla de un rio.
Cubierto de sudor y lleno de polvo encontrábase en el mismo sitio Ferragús,
atormentado por la sed y el cansancio despues de la batalla: á pesar suyo, se veia
detenido allí; pues en la precipitacion por refrescar su ardorosa garganta, habia
dejado caer el yelmo en el agua, y hacia desesperados esfuerzos por recobrarlo.
La atemorizada doncella llegaba á escape y gritando con todas sus fuerzas: el
sarraceno, al oir sus voces, saltó á la orilla, contempló un momento á la jóven, y
á pesar de su palidez y turbacion, y de hacer mucho tiempo que no la habia visto,
conoció bien pronto que era la hermosa Angélica la que se aproximaba.
Enamorado sin duda de ella, como los dos primos, y lleno de galantería, le prestó
todo el auxilio que le fué posible, y sin cuidarse de que el yelmo no resguardaba
su cabeza, tiró de la espada, y corrió amenazador hacia Reinaldo, á quien no
intimidaba su feroz aspecto: ambos se habian encontrado ya muchas veces frente
á frente, y ambos conocian tambien el temple de sus armas. Trabóse entre ellos
un combate cruel, á pié y desnudos los aceros, descargándose recíprocamente tan
terribles golpes, que no ya las corazas ni las delgadas mallas, sino ni aun los más
fuertes yunques los resistirian. Pero, en tanto que los dos combatientes
procuraban herirse, el caballo de Angélica necesitó valerse de todo su instinto;
pues la jóven, aguijándole cuanto le era posible, lo lanzó á todo escape por el
bosque y por el campo.
Cansados los dos guerreros de procurar aunque en vano derribarse el uno al otro,
y de emplear todo su valor y destreza, que era igual en ambos, para alcanzar la
victoria, el Señor de Montauban, en cuyo corazon ardia de tal modo el fuego del
amor, que lo ocupaba por completo, se dirigió al sarraceno, diciéndole:
—Crees ofenderme á mí solo, y sin embargo ahora te estás tambien
perjudicando: si combatimos porque los rayos refulgentes de ese nuevo Sol te
han abrasado el pecho, ¿qué consigues con detenerme aquí? Aun cuando logres
someterme ó darme la muerte, no por eso será tuya aquella doncella; pues
mientras nosotros perdemos aquí el tiempo, ella huye precipitadamente. ¡Cuánto
mejor seria, si es que la amas, que la alcancemos en su camino, y procuremos
detenerla antes de que se aleje más! Cuando la tengamos en nuestro poder,
entonces el acero decidirá á quién ha de pertenecer: de lo contrario, y despues de
un prolongado combate, solo resultará perjuicio para entrambos.
Aceptó el infiel esta proposicion, y quedó aplazado el desafío. Establecióse por
el momento entre ellos una tregua inusitada, llegando á olvidar sus iras y
rencores hasta tal extremo, que el pagano, al apartarse de aquella fresca
corriente, no consintió que fuera á pié el buen hijo de Amon; y habiendo
conseguido despues de varias súplicas que montara á la grupa de su caballo, se
dirigieron en seguimiento de Angélica.
¡Oh extraordinaria bondad de los caballeros antiguos! Ambos eran rivales, de
diferentes creencias; aun se resentia todo su cuerpo del rigor de los golpes que
acababan de darse, y sin embargo, atravesaron juntos y sin mútua desconfianza
los tortuosos senderos de aquella selva oscura. El corcel, hostigado por las
aceradas puntas de cuatro acicates, llegó velozmente á un sitio donde se
bifurcaba el camino. Vacilantes, por ignorar el que habria seguido la doncella,
pues en las dos sendas se veian huellas recientes y parecidas, se entregaron al
acaso; Reinaldo siguió por una, y el sarraceno por la otra. Despues de haber dado
Ferragús muchas vueltas por el bosque, fué á parar al mismo sitio de donde
habia partido, y encontróse junto al rio en que habia perdido su casco.
Desesperando de alcanzar á la doncella, dedicóse á buscarlo, y con este objeto se
metió en el agua; pero estaba aquel tan enterrado en la arena, que necesitaba
emplear muchos esfuerzos antes de recobrarlo.
Valiéndose de una larga rama, despojada de hojas, que habia arrancado de un
álamo, empezó á sondear el rio y á reconocer su lecho minuciosamente.
Profundamente irritado estaba ya al considerar la inutilidad de sus esfuerzos y su
prolongada permanencia en aquel sitio, cuando vió que sacaba el cuerpo fuera
del rio, y hasta el pecho solamente, un caballero, de feroz aspecto, y armado
completamente, aunque con la cabeza descubierta, el cual sostenia en su diestra
mano el mismo casco que por tanto tiempo habia buscado Ferragús
infructuosamente.
Con ademan airado, le dirigió la palabra en estos términos:
—¡Infame, hombre sin fé! ¿por qué te pesa tanto dejar aquí este yelmo, que há
tiempo debiste haberme devuelto? Acuérdate, infiel, de cuando diste muerte al
hermano de Angélica: ese soy yo. Recuerda que me prometiste arrojar al rio mis
armas y mi casco. No te turbes, pues, porque la suerte haya cumplido mis
deseos, ya que tú no has querido cumplirlos; tu turbacion ha de causarla más
bien tu falta de fé y lealtad. Ya que tanto deseas poseer un casco bien templado,
procura adquirir otro, pero con honor: el paladin Orlando tiene uno; otro, y quizá
mejor, posee Reinaldo: el uno fué de Almonte; el otro de Mambrino. Conquista
cualquiera de ellos con tu valor: en cuanto á este, ya que has prometido
dejármelo, harás bien en renunciar á él.
Al aparecer repentinamente fuera del agua aquella sombra, cambióse el color del
semblante del sarraceno y se le erizaron los cabellos, expirando además las
palabras en sus labios. Pero cuando oyó la voz de Argalía (que así se llamaba) á
quien habia dado allí mismo la muerte, reconvenirle de semejante modo por su
deslealtad, se sintió abrasado por la ira al par que por el rubor. Permaneció
silencioso, sin ánimo ni tiempo para procurar excusarse, por lo mismo que
reconocia que era verdad cuanto le habia dicho; pero tanto pudo en él la
vergüenza, que juró por la vida de Lanfusa[1] no cubrir su cabeza con más casco
que con el que arrancó Orlando en Aspromonte al feroz Almonte, y observó
mejor este juramento que el anterior. Tan pesaroso se alejó de aquel sitio, que
durante muchos dias no pudo apartar aquella escena de su memoria, ni dedicarse
á otra cosa más que á buscar, aunque en vano, al paladin por todos los sitios
donde suponia encontrarlo.
No habia andado mucho Reinaldo al separarse del sarraceno, cuando vió á su
caballo saltar delante de él.—Detente, detente, Bayardo mio, exclama el
caballero, que me perjudica mucho encontrarme sin tí!—Pero el corcel, sordo á
tales voces, no solo no obedecia á su amo, sino que huia con mayor velocidad; y
Reinaldo, inflamado de corage, echó á correr en pos de él.
Pero volvamos á la fugitiva Angélica que, vagando por selvas espantosas y
sombrías, atravesando sitios deshabitados, yermos y salvajes, de tal temor estaba
poseida, que el más leve movimiento de las hojas ó de las ramas, cualquier
sombra que veia en el monte ó en el valle, le parecia que era Reinaldo que iba en
su seguimiento. Cual tierno gamo ó jóven cervatilla, que al ver á su madre, entre
la enramada del bosquecillo que le sirve de guarida, con los hijares desgarrados
por los dientes del feroz leopardo, huye de selva en selva ante la terrible fiera,
temblando de pavor y creyendo que todo, hasta el arbusto con que tropieza, es el
fiero animal que abre la boca para devorarla, así Angélica volaba despavorida
durante la noche y la mitad del siguiente dia, sin saber adonde dirigir sus pasos:
al fin encontróse en un embalsamado bosquecillo, blandamente oreado por el
fresco céfiro. Dos claros arroyuelos, murmurando en torno suyo, mantenian
tierna y siempre nueva la verdura de aquel agradable sitio, y halagaba
suavemente al oido el rumor del agua al correr lentamente entre las guijas.
Creyéndose allí en completa seguridad y muy léjos de Reinaldo, determinó
reponerse algun tanto del cansancio producido por su precipitada carrera y por
un calor abrasador. Apeóse entre las flores; y quitando la brida al palafren, le
dejó en libertad de pacer la fresca yerba en que abundaban las claras márgenes
de aquellos arroyuelos.
No léjos de aquel sitio divisó una espesura de floridos espinos y de encarnadas
rosas, que se reflejaban en el espejo de las movibles ondas y estaban preservados
de los rigores del Sol por la sombra de altas y pobladas encinas: bajo aquella
verde bóveda, que ofrecia un oculto al par que fresco retiro con sus ramas
espesas y entrelazadas, donde el Sol no entra, y donde tampoco podia penetrar la
mirada humana, habia un lecho de verde musgo que convidaba al reposo. La
hermosa jóven se dirigió á él, y se entregó confiada á un sueño reparador; pero
apenas lo habia conciliado, cuando le pareció oir las pisadas de un caballo:
levantóse silenciosa y vió á un caballero armado, que estaba junto al rio.
Ignorando si era amigo ó enemigo, su corazon palpitaba entre el temor y la
esperanza, y se decidió á esperar el fin de aquella aventura, conteniendo en lo
posible su respiracion para no ser descubierta.
El caballero se sentó á la orilla del rio, y apoyando su cabeza en una mano, cayó
en tan profunda meditacion, que parecia convertido en mármol. Más de una hora
permaneció inmóvil y entregado á sus pensamientos; despues con tono aflijido y
lastimero prorumpió en tan suaves quejas, que hubiera conmovido á las piedras ó
ablandado á las fieras. Surcaba sus mejillas el llanto entrecortado por los
suspiros, y su pecho parecia abrasado como un volcan.
—¡Oh pensamiento, que hielas y abrasas alternativamente mi corazon, decia, y
eres causa del dolor que continuamente le oprime! ¿qué debo hacer puesto que
he llegado tarde y otro se ha anticipado á coger el fruto? Apenas he conseguido
una palabra ó una mirada, mientras que otro ha alcanzado los más preciados
tesoros. Si para mí no hay ya frutos ni flores, ¿por qué he de atormentar
inútilmente mi corazon?... La doncella es como la rosa, que mientras descansa
sola y segura en un bello jardin sobre su espinoso tallo, no se le acerca ni el
pastor ni el ganado: el aura suave, el alba sonrosada, el agua, la tierra, todo la
favorece. Los amantes y las jóvenes enamoradas gustan de adornar con ella su
pecho ó su cabeza; pero en cuanto se la arranca del materno tallo y de su verde
tronco, pierde todo el favor, gracia y belleza que le concedieran el cielo y los
hombres. Del mismo modo la doncella, privada por un amante de esa flor que
debe tener en más que la hermosura de sus ojos y que su propia vida, pierde el
favor de los demás amantes. Sea pues despreciable á los ojos de los otros, por
más que la ame entrañablemente aquel á quien se entregó. ¡Ah fortuna cruel y
despiadada! Triunfan los demás, mientras yo muero de despecho. ¿Y podrá
suceder que deje de amarla? ¡Ah, prefiero morir antes que olvidarla!
Aquel guerrero que aumentaba con sus lágrimas el caudal del rio, era el
enamorado Sacripante, rey de Circasia. La causa de su amarga pena consistia en
el amor que profesaba á Angélica, de quien fué bien pronto reconocido. Llevado
de sus amorosos deseos habia pasado desde Oriente á Occidente; en la India
supo con gran dolor que la jóven habia seguido á Orlando hácia Europa; en
Francia tuvo noticia de que el Emperador se habia apoderado de ella y la habia
prometido en premio á aquel que más servicios prestara á la causa de las doradas
lises. Sacripante se presentó en el campo de batalla, tuvo ocasion de contemplar
la derrota de los cristianos, y despues procuró descubrir las huellas de Angélica,
cosa que aun no habia podido conseguir. Tal es la triste causa que en su amoroso
desvarío ocasiona su tristeza, obligándole á lamentarse y á prorumpir en quejas,
que serian capaces de detener al Sol en su carrera.
En tanto que el guerrero se entregaba á su quebranto y derramaba torrentes de
lágrimas, quiso su buena suerte que llegáran sus lamentos á oidos de Angélica, y
aquel instante inesperado fué para él más favorable que mil años de afanosa
espectativa. La hermosa estuvo atenta á las palabras, al llanto y á los
movimientos del que le consagraba ferviente amor; no era ciertamente aquella la
primera vez que escuchaba tales quejas, pero jamás pudieron conmover su duro
y helado corazon, como sucede al que desdeña á sus semejantes por no encontrar
á ninguno digno de él. Pero viéndose entonces sola y en medio de los bosques,
juzgó que Sacripante podia servirle de guia fiel; pues muy obstinado es el mortal
que, próximo á ahogarse, no demanda socorro. Dejando escapar aquella
oportunidad, le seria difícil encontrar mejor compañía, por lo mismo que en las
diferentes y constantes pruebas de amor que aquel rey le habia dado, tuvo
ocasion de conocer que era el más leal de sus adoradores. No desistió, sin
embargo, de oponerse siempre á sus deseos, ni se proponia inundar de júbilo su
corazon y reparar el daño que en él habia causado, concediéndole lo que todo
amante anhela; pero sí entretenerle con lijeras esperanzas mientras pudiera serle
útil, para volver despues á su frialdad y dureza habituales.
Saliendo, pues, fuera de aquella oculta espesura, se presentó de improviso tan
bella y radiante como Diana ó Citerea pudieran presentarse al salir de una selva
ó de una oscura cueva; y al mostrarse á Sacripante le dijo:
—La paz sea contigo. Dios proteja contigo nuestra fama, y no consienta que,
contra toda razon, formes tan equivocada opinion de mí.
Jamás madre alguna fijó con tanto gozo al par que estupor la vista en el hijo, que
habia llorado y tenido por muerto cuando supo que sus compañeros de armas
volvian sin él, como contempló el sarraceno la figura, los seductores
movimientos y el angélico semblante de aquella que se presentaba de improviso
ante sus ojos. Lleno de afecto dulce y amoroso se precipitó hácia su divina
señora, la cual le recibió en sus brazos, como tal vez no lo hubiera hecho en el
Cathay. En el corazon del guerrero renació la esperanza de volver á ver en breve
su palacio, mientras que ella contaba con el apoyo del Rey para regresar al hogar
paterno.
Angélica le refirió minuciosamente cuanto le habia acontecido, y cómo desde el
dia en que le envió á pedir auxilio en Oriente á Nabateo, rey de los Sericanos, la
habia preservado Orlando de la muerte, de la deshonra y de toda clase de
peligros; añadiendo que, gracias á él, habia podido conservar su virginidad, y
mantenerse tan pura como cuando salió del vientre materno.
Quizás era verdad lo que decia, pero con dificultad lo hubiera creido cualquier
hombre dueño de su razon. La de Sacripante, sumida en los más graves errores,
dió fácil crédito á las palabras de Angélica; pues el amor hace invisible lo que el
hombre vé, al paso que le hace ver lo invisible. La narracion de Angélica fué
creída; pues el que es desgraciado cree con facilidad lo que desea.
El rey de Circasia se decia en tanto á sí mismo:
—Si el caballero de Anglante dejó pasar desapercibida neciamente la ocasion
oportuna, en su perjuicio redundó: en cuanto á mí, no estoy dispuesto á imitarle;
pues si en este momento dejara de aprovecharme del bien que se me concede,
me arrepentiria eternamente. Arrancaré inmediatamente esa fresca y pura rosa,
que andando el tiempo pudiera marchitarse. Harto sé que por más que una jóven
se muestre ya desdeñosa, ya triste ó airada, le es siempre grata una violencia
semejante; así es que ni su negativa ni su fingido desdén serán bastantes á
impedir que yo realice mis deseos.
Dijo, y cuando se preparaba á llevar á cabo su determinacion, oyó en el bosque
vecino un gran rumor que le obligó á pesar suyo á abandonar su temeraria
empresa: calóse el yelmo, pues por costumbre antigua iba siempre
completamente armado; corrió hácia su caballo, lo enfrenó, se colocó en la silla
y empuñó la lanza.
En aquel momento vió llegar un caballero de gallardo al par que altanero
continente; blancas cual la nieve eran sus vestiduras y blanco tambien el penacho
que se agitaba en su casco. No pudiendo Sacripante soportar la inoportuna
aparicion de aquel guerrero, que de tal modo habia estorbado la realizacion de
sus deseos, le dirigió una mirada impertinente y provocativa; y apenas estuvo
cerca de él, le retó á singular batalla, esperando hacerle morder el polvo. El
desconocido, cuyo valor y denuedo no debian desmerecer en nada de los de su
contrario, despreció las orgullosas amenazas de este, clavó los acicates en los
hijares de su caballo y enristró á su vez la lanza: Sacripante revolvióse entonces
furioso, y ambos paladines empezaron á descargarse golpes, procurando herirse
en la cabeza. Dos leones ó dos toros irritados que se lanzan fuera de sí uno
contra otro, no es posible que se ataquen con tanta violencia como aquellos dos
guerreros. A los primeros golpes quedaron atravesados los escudos; el choque
fué tan terrible, que hizo retemblar desde la base hasta la cima de los pelados
cerros y de los verdes valles: únicamente el fino temple de sus petos pudo
resistirlo, resguardando los pechos de ambos campeones. Los caballos por su
parte no corrian, sino que saltaban á guisa de carneros; pero el del pagano, á
pesar de ser un corcel excelente, cayó en breve muerto, arrastrando en su caida á
su señor, á quien cogió debajo: el otro cayó tambien, pero se levantó al sentir en
sus hijares la aguda punta del acicate.
El campeon desconocido, viendo tendido á Sacripante bajo su caballo, se dió por
satisfecho y no se cuidó de renovar el combate, sino que aflojando la brida á su
corcel, se alejó á todo escape; y antes de que el pagano pudiera levantarse, se
hallaba casi á una milla de distancia.
Así como el labriego, á quien el fragor de un rayo ha dejado aturdido y tendido
en el suelo junto á sus bueyes muertos, se levanta y contempla despojado de
todas sus ramas el pino que solia ver desde léjos, del mismo modo se levantó
Sacripante teniendo á Angélica por testigo de su triste aventura: gemia y
suspiraba, no porque se le hubiera roto ó dislocado algun brazo ó pierna, sino por
la vergüenza que sentia y que nunca hasta entonces habia enrojecido tanto su
semblante y más aun al considerar que la jóven fué quien hubo de sacarle de
debajo del caballo.
Mudo hubiera quedado, segun creo, si ella no le hubiese devuelto la voz y la
palabra.
—Señor, exclamó Angélica, no os apesadumbre esa caida, cuya culpa no ha sido
vuestra, sino de vuestro caballo, que necesitaba reposo y alimento más bien que
un nuevo combate. Además, aquel guerrero no reportará gloria alguna de este
encuentro, pues con su rápida desaparicion claramente demuestra, á lo que
entiendo, que se ha dado por vencido.
En tanto que de esta manera procuraba consolar al Sarraceno, vieron llegar un
mensajero cansado y triste, que traia pendiente de sus hombros una trompa y una
bolsa, é iba montado en un mal rocin. Luego que llegó junto á Sacripante, le
preguntó si habia visto pasar por aquella selva á un caballero vestido de blanco y
con un penacho blanco tambien. Sacripante le respondió:
—Ese guerrero me ha puesto en el estado que puedes ver: ahora mismo acaba de
alejarse de aquí; mas como deseo saber quien me ha derribado del caballo,
espero que me digas su nombre.
El mensajero contestó:
—Voy á satisfacer tu deseo. Sabe que te lanzó fuera de la silla el esforzado valor
de una doncella gallarda, pero
La jóven hubo de sacarle de debajo del caballo.
(Canto I.)
más que gallarda, hermosa: no pretendo ocultarte su nombre, antes bien te diré
que la que en un momento te ha quitado todo el honor que hasta ahora has
podido adquirir en tus combates, se llama Bradamante.
Dichas estas palabras, se alejó el mensajero á rienda suelta, dejando tan abatido
al Sarraceno, que no supo qué decir ni qué hacer, abrasado como se hallaba por
el fuego de la vergüenza. Cuanto más pensaba en su derrota, y en que esta la
habia causado una mujer, más vivo era su dolor. Sin pronunciar una palabra
montó en el otro corcel, colocó á Angélica en la grupa y se alejó, difiriendo el
logro de sus planes para ocasion y sitio más tranquilos.
Aun no habian andado dos millas, cuando oyeron resonar en la selva que les
rodeaba un rumor tal, que no parecia sino que temblaba la floresta, apareciendo
poco despues un gran caballo adornado con ricos paramentos de oro. El hermoso
bruto saltaba riscos y matorrales, arrastrando en su veloz carrera cuanto se
oponia á su paso.
—Si el intrincado ramaje de este bosque y su poca claridad no engañan mi vista,
dijo la doncella, creo que es Bayardo ese corcel que con tanto estrépito se abre
camino al través de la arboleda: y en efecto, es Bayardo; lo reconozco. ¡Ah, cuán
oportunamente llega para utilizarnos de él y aliviar á nuestra cabalgadura del
doble peso que ahora soporta!
Desmontó el circasiano, y acercóse á Bayardo creyendo poder sujetarle; pero el
caballo, dando una vuelta rápida, despidió un par de coces, que de haber
alcanzado al caballero, lo hubiera pasado mal, pues las tiró con tal fuerza, que
habria hecho pedazos una montaña de bronce. En seguida, saltando como un
perro que vuelve á ver á su amo despues de algunos dias de ausencia, se acercó
manso y humilde á la doncella, recordando sin duda los cuidados que le habia
prodigado en Albraca, cuando Angélica amaba á Reinaldo. La jóven cojió las
riendas con la mano izquierda, y con la derecha acarició el cuello y el pecho del
soberbio animal, que dotado de un instinto maravilloso, se sometia á ella como
un corderillo. Sacripante aprovechó entonces este momento; saltó sobre
Bayardo, y oprimiéndole con fuerza los lomos, consiguió sujetarle: la doncella,
por su parte, dejó la grupa y se colocó en la silla de su aliviado caballo.
Mas al volver al acaso la vista atrás, divisó un guerrero á pié y cuyas armas
resonaban fuertemente: encendida en ira y despecho reconoció en él al hijo del
duque Amon; que la amaba y deseaba más que á su vida, al paso que ella le
odiaba y huia de él más que la paloma del halcon: en otro tiempo, sin embargo,
amó apasionadamente á Reinaldo, mientras que él la aborrecia más que á la
muerte; ahora hánse trocado los papeles. Tal cambio lo han causado dos fuentes
cuyas aguas producen diferentes efectos; ambas corren en las Ardenas,
inmediata la una á la otra; una llena el corazon de amorosos deseos; la otra los
extingue, y torna en hielo el primitivo ardor. Reinaldo bebió de una, y el amor le
abrasaba: Angélica de la otra; y le odiaba y huia de él.
Aquel licor saturado de misterioso veneno, que trueca en odio el cariño, hizo que
los ojos de la doncella perdieran su brillo y serenidad, y que con acongojado
semblante y temblorosa voz suplicase á Sacripante que huyera, sin dar lugar á
que se acercase más aquel guerrero.
—¿Tan miserable soy á vuestros ojos, exclamó el Sarraceno, y tan inútil me
creeis, que no pueda ampararos como debo? ¿Habeis dado ya al olvido las
batallas de Albraca, y aquella noche en que, solo y apenas armado, contuve por
salvaros á Agrican y todo su ejército?
Calló indecisa la jóven. Reinaldo en tanto íbase acercando, y prorumpió en
amenazas contra el Sarraceno luego que conoció su caballo, y sobre todo cuando
pudo distinguir el semblante angelical de la mujer que habia inflamado su
corazon.
Lo que sucedió entre los dos soberbios rivales servirá de materia para el canto
siguiente.
CANTO II.
Un ermitaño, valiéndose de fingidos mensajeros, hace que los dos rivales
suspendan el combate.—Reinaldo acude donde le llama el Amor, pero el
emperador Carlos le envia á Inglaterra.—Buscando la atrevida Bradamante
á su amado Rugiero, encuentra en su lugar al traidor Pinabel de Maguncia,
por quien casi perece sepultada.
¡Oh injustisimo amor! ¿Por qué te muestras tan avaro en hacer que simpaticen
nuestros deseos? ¿Por qué te complace ¡oh pérfido! la desunion de dos
corazones? ¿Por qué en vez de permitirnos ir por el vado fácil y tranquilo, nos
arrastras á los abismos más profundos? ¿Por qué, en fin, me separas de la que me
ama, mientras me obligas á amar á la que me aborrece?
Haces que Reinaldo adore la belleza de Angélica, cuando á la jóven le parece el
guerrero odioso y desagradable; al paso que cuando ella le amaba y él era
agradable á sus ojos, llevó hasta el último límite su despego hácia la doncella.
Reinaldo se aflige ahora y se desespera en vano; pues Angélica le odia de tal
modo, que preferiria la muerte á su amor.
Reinaldo dirigióse al Sarraceno con gran arrogancia, diciéndole:
—Ladron, baja de mi caballo, pues no puedo sufrir que me arrebaten lo que es
mio, ni al que á tanto se atreve, deja de costarle caro. Tambien intento
apoderarme de esa dama, pues vergüenza seria dejarla en tu poder: tan hermosa
doncella y caballo tan perfecto no son dignos de un ladron como tú.
—Mientes, replica el Sarraceno con igual arrogancia: el dictado de ladron se te
podria aplicar con más verdad que á mí, á juzgar por lo que de tí dice la fama.
Pronto se verá quien de ambos es más digno de la dama y del corcel; si bien, en
cuanto á ella, convengo contigo que no hay en el mundo nada que pueda
comparársele.
Y cual dos furiosos canes que, impulsados por el odio ó por la envidia, se
acercan uno á otro rechinando los dientes, con ojos centelleantes y más
encendidos que las brasas y erizado el pelo, hasta que llegan á morderse con
rabia, así el de Circasia y el de Claramonte se acometen furiosos, pasando de las
injurias á las estocadas. Hallándose á pié el uno y á caballo el otro, cualquiera
creeria que la ventaja estaba de parte del Sarraceno; pero no sucedió así, pues el
corcel que montaba se negaba por instinto natural á ir en contra de su amo
Reinaldo: así es que por más que Sacripante se valia del freno ó del acicate, no
conseguia dirigirlo á su voluntad. Ora retrocedia si queria hacerlo avanzar, y ora
avanzaba si deseaba detenerlo; ya bajando la cabeza despedia coces, ya por fin
se encabritaba receloso. Conociendo el Sarraceno que aquella no era la ocasion
más á propósito para domar su fiereza, se apeó de él con rapidez.
En cuanto el pagano se vió libre de la obstinada furia de Bayardo, trabóse entre
ambos caballeros un combate digno de su denuedo, y empezaron á chocar en
todas direcciones los aceros con tal fuerza y rapidez, que no podian
comparárseles los martillos con que se forjaban en la ennegrecida caverna de
Vulcano los rayos de Júpiter. Con sus diferentes acometidas, golpes y ataques
falsos demostraban claramente su maestría en el manejo de las armas; ora se les
veia erguidos, ora inclinados; ora cubriéndose, ora mostrándose á pecho
descubierto; adelantarse unas veces y retirarse otras; dar vueltas en torno del
lugar del combate y ocupar rápidamente uno de los combatientes el terreno
perdido por el otro.
Reinaldo descargó una terrible cuchillada sobre Sacripante; pero este la paró con
su escudo, que era de hueso, forrado de una excelente plancha de acero. A pesar
de su espesor, quedó partido; el ruido del golpe resonó por todos los ámbitos de
la selva; volaron hechos pedazos cual si cristales fueran el hueso y el acero, y el
Sarraceno quedó con el brazo impedido por la violencia del golpe.
Cuando vió la temerosa doncella el estrago causado por aquel golpe, palideció
de terror, como el reo que se aproxima al patibulo; y reflexionando que no debia
perder tiempo, si no queria caer en manos de aquel Reinaldo á quien tanto
aborrecia y que tanto la adoraba, volvió las riendas á su caballo y lo lanzó por un
estrecho y áspero sendero, no sin volver la cabeza repetidas veces pareciéndole
que Reinaldo la perseguia.
No se habia alejado gran trecho, cuando en un valle tropezó con un ermitaño de
venerable y piadoso aspecto, cuya barba blanca le llegaba á la cintura.
Extenuado por los años y los ayunos, venia caballero en un pausado jumento: al
contemplarle podia creerse que su conciencia era la más escrupulosa y estrecha
que tuviera ser humano. Sin embargo, cuando el ermitaño se fijó en el rostro
delicado de la doncella que se le acercaba, no pudo menos de conmoverse
caritativamente á pesar de su debilidad y extenuacion. La jóven le preguntó por
el camino que más directamente la condujese á un puerto de mar, pues deseaba
ausentarse de Francia para no volver á oir siquiera el nombre de Reinaldo. El
hermanito, que era nigromante, procuró reanimar á la abatida dama, ofreciéndole
apartarla de todo peligro; despues, metiendo la mano en sus alforjas, sacó de
ellas un libro, y apenas hubo acabado de leer la primera página, cuando un
espíritu, disfrazado en forma de criado, apareció poniéndose á sus órdenes.
Obligado por los conjuros del anciano, alejóse el espíritu, y se dirigió al sitio
donde se hallaban los dos campeones frente á frente; lanzóse en medio de ellos
audazmente y les dijo:
—¿Quereis decirme, por favor, qué ventaja reportará aquel de vosotros que salga
vivo de este combate, con haber muerto á su enemigo? ¿Qué mérito, qué
recompensa tendrán vuestros esfuerzos, una vez terminada la lucha, cuando el
conde Orlando, sin riesgo ni peligro alguno, y sin sacar rota una sola malla de su
cota, conduce hácia Paris á la doncella, causa de vuestra terrible pelea? A cosa
de una milla de aquí he encontrado á Orlando, que se dirigia á Paris con
Angélica, riéndose ambos de vosotros y motejándoos porque os mateis sin
resultado alguno. Mejor haríais en seguir sus huellas antes que se alejen más;
pues si Orlando logra llegar á Paris con ella, jamás volvereis á verla.
Al oir estas palabras, confusos y turbados quedaron ambos caballeros, y
echándose á sí mismos en cara su lijereza y poco seso por haber dado lugar á que
un rival más afortunado se burlara de ellos: el buen Reinaldo, acercándose á su
caballo, juró lleno de despecho y de furor, y entre abrasados suspiros, atravesar
el corazon de Orlando si llegaba á alcanzarle. Saltó sobre Bayardo, y lo hizo
partir á galope, sin cuidarse de su adversario, á quien abandonó desmontado en
medio del bosque, sin despedirse de él ni invitarle siquiera á que montara en la
grupa. El animoso caballo, hostigado por su señor, arrolló cuanto se opuso á su
paso, no siendo bastantes á detenerle en su carrera, ni las zanjas, ni los rios, ni
las zarzas, ni los peñascos.
No quiero, Señor, que os parezca extraña la facilidad con que Reinaldo se ha
apoderado ahora de su corcel, despues de haberlo perseguido en vano muchos
dias sin poder coger una sola rienda. Si aquel caballo, que estaba dotado de una
gran inteligencia, habia corrido tanto trecho huyendo de su amo, no fué por mero
capricho ó por resabio, sino por guiarle hácia donde se encontraba su dama.
Cuando Angélica se escapó de la tienda de campaña, aquel excelente corcel, que
á la sazon se hallaba suelto, por haberse apeado de él Reinaldo para combatir
con un guerrero no menos valeroso que él, siguió desde léjos sus huellas,
deseoso de contribuir á que la encontrara su dueño. Así fué que tras ella se metió
por aquel gran bosque sin permitir que Reinaldo lo montase, no fuera que le
hiciese tomar otro camino. Por dos veces y merced á él encontró Reinaldo á la
doncella, aunque sin éxito; la primera se interpuso Ferragús; la segunda el rey de
Circasia. Dando ahora crédito Bayardo á aquel demonio que comunicó á su
señor la falsa noticia del viaje emprendido por Angélica, permaneció tranquilo y
sumiso á su voluntad.
Reinaldo, ardiendo en ira y amor, le lanzó á toda brida hácia Paris, y tal volaba
su deseo, que no ya su caballo, sino hasta el viento le pareceria poco rápido.
Prestando entera fé á las palabras del mensajero del astuto nigromante, no daba
treguas de dia ni de noche á su desalentada carrera, en la esperanza de encontrar
al señor de Anglante; y tal era su precipitacion, que pronto divisó la ciudad
donde el rey Cárlos habia reunido los restos de su roto y dispersado ejército.
Esperando estaba el monarca que el rey de África le presentase una nueva
batalla, ó pusiera cerco á la ciudad; y ante semejante alternativa procura solícito
reunir bajo sus banderas lo más escogido de sus generales, y ordena que se
hagan abundantes provisiones de víveres, que se abran anchos fosos, que se
reparen los muros con objeto de prolongar la resistencia, y atiende por fin á todo
cuidadosamente, sin darse punto de reposo y sin diferir nada. Piensa enviar á
Inglaterra un mensajero, con objeto de solicitar refuerzos que le permitan formar
un nuevo campamento, pues desea salir otra vez á campaña y volver á probar la
suerte de la guerra. Poniendo por obra su determinacion, elige á Reinaldo para
que pase inmediatamente á Bretaña, á aquella region que despues se llamó
Inglaterra[2]. Este viaje desagrada al paladin, no porque sintiera odio hácia aquel
país, sino porque siendo la voluntad del Emperador que parta inmediatamente,
apenas le concede un dia de reposo: sin embargo, á pesar de que en su vida hizo
cosa alguna con menos voluntad que aquel viaje, por cuanto le impedia
continuar sus pesquisas en busca de su amada, obedeció las órdenes de Cárlos, y
emprendió la marcha con tal celeridad, que á las pocas horas llegó á Calais, en
cuyo puerto se embarcó el mismo dia de su llegada.
Contra el parecer y la voluntad dé todos los marinos, y escuchando solamente la
imperiosa voz de su corazon que le excitaba á dar pronto la vuelta, se hizo á la
mar en ocasion en que esta estaba furiosamente alborotada y amenazando una
fuerte borrasca. El viento, indignado por el desprecio que de él hacia el arrogante
guerrero, suscitó en torno del bajel la tempestad que se esperaba, levantando con
tal rabia montañas de espumosas olas, que llegaban hasta las gabias. Los
expertos marinos arrian precipitadamente las velas mayores, y se preparan á
virar poniendo la proa al puerto de donde en mal hora habian zarpado; mas el
viento, como si pareciera decir: «es preciso que yo castigue la libertad que os
habeis tomado,» sopla y ruge con más fuerza, amenazándoles con naufragar en
el caso de que intentaran seguir un derrotero distinto del que él les marcaba con
sus embates. Aumentando sin cesar en intensidad, ataca á la débil embarcacion
tan pronto por la popa como por la proa; mientras que los marineros
maniobrando acá y allá van corriendo la tempestad. Pero como para la obra que
he emprendido, necesito urdir varios hilos y diferentes telas, dejo á Reinaldo y á
su combatida nave, y vuelvo á ocuparme de su Bradamante.
Hablo de aquella ínclita doncella que derribó del caballo á Sacripante. Hija del
duque Amon y de Beatriz, y hermana de Reinaldo, su valor y audacia,
comparables á los de su hermano, no eran menos apreciables que los de este para
Cárlos y para toda la Francia. La amaba ardientemente un caballero que pasó
desde el África con el ejército de Agramante, el cual era hijo de Rugiero y de la
desgraciada hija de Agolante. La jóven, cuyos sentimientos é instintos no eran
los de una fiera, no se mostró con él desdeñosa; pero la caprichosa fortuna les
impidió tener más de una entrevista. Por esta razon iba Bradamante buscando á
su amante, llamado tambien Rugiero como su padre, y á pesar de emprender esta
excursion completamente sola, tan tranquila caminaba como si llevara en pos de
sí una fuerte escolta.
Despues que hubo obligado al rey de Circasia á herir con su cuerpo el rostro de
la antigua madre, la tierra, atravesó un bosque y un monte, hasta llegar á una
hermosa fuente, que serpenteaba por en medio de una pradera rodeada de árboles
seculares que le prestaban grata sombra: el dulce murmullo de las cristalinas
aguas convidaba á los viandantes á apagar en ellas su sed, y lo apacible del lugar,
resguardado además del calor del mediodia por una colina que se elevaba hácia
la izquierda, á disfrutar algunos momentos de reposo.
Al llegar Bradamante á aquel sitio, echó de ver que á la sombra de un
bosquecillo y en la márgen verde, blanca, sonrosada y amarilla del líquido cristal
estaba sentado un caballero, pensativo, mudo y solitario. No léjos de él, pendian
su escudo y su almete de una haya, á cuyo tronco estaba atado su caballo. En los
ojos del desconocido podian verse las huellas del llanto, y su inclinado
semblante parecia melancólico y dolorido.
Ese deseo, innato en el corazon humano, que nos impulsa á averiguar las
vicisitudes de los demás, hizo que la doncella preguntara á aquel caballero las
causas de su dolor. Conmovido él por la cortesía con que se le dirigiera
semejante pregunta, bastándole una sola mirada para apreciar el talante altivo de
la dama en quien supuso un gallardo guerrero,
Bradamante encuentra á Pinabel de Maguncia.
(Canto II.)
le confió la historia de sus cuitas, expresándose en estos términos:
—Iba yo al frente de unos cuantos ginetes y peones, conduciéndoles al campo
donde Cárlos esperaba á Marsilio para disputarle el paso de las montañas,
llevando además en mi compañía una hermosa jóven á quien amaba con
ardorosa pasion, cuando cerca de Rodona encontré á un caballero armado, ginete
en un caballo alado. No bien aquel ladron, que ignoro si es un ser mortal ó un
horrible aborto del Infierno, hubo contemplado mi hermosa é inolvidable dama,
se precipitó hácia nosotros como el halcon que se lanza sobre su presa, y en un
momento se apoderó de ella, cogiéndome tan desprevenido, que me apercibí de
su accion cuando ya mi dama volaba por el espacio lanzando penetrantes gritos.
No de otra suerte arrebata el rapaz milano al mísero polluelo del lado de su
madre, que en vano se lamenta despues de su imprevision, y le llama y le grita
en vano. En cuanto á mí, me fué imposible seguir por los aires al raptor:
hallábame encerrado entre montañas, al pié de una roca elevada, y con mi
caballo tan fatigado, que apenas podia caminar por aquel terreno escabroso y
lleno de fatigosas peñas. Habria preferido entonces que me hubieran arrancado el
corazon: así es que, pensando solamente en mi desgracia, abandoné sin jefe y sin
guia á mis soldados, y emprendí al través de aquellos riscos el camino que Amor
me designaba, y hácia donde me parecia que aquel bandido habia de llevar
consigo mi paz, mi consuelo y mi vida.
»Durante seis dias enteros anduve por simas y pendientes horrendas, donde no
habia vestigio alguno de camino ni sendero y donde jamás se habia impreso la
huella de planta humana, hasta que llegué á un valle inculto y salvaje, rodeado
de ásperas montañas y cavernas espantosas, y en medio del cual se alzaba una
escarpada roca sirviendo de base á un castillo de excelente construccion y
maravillosamente bello. Brillaba desde léjos cual fúlgida llama; sus murallas,
segun pude comprender al acercarme, no estaban hechas ni de mármol ni de
ladrillo; el conjunto en general me pareció admirable. Despues he sabido que los
demonios, obligados por ciertos conjuros y palabras mágicas, habian amurallado
aquel sitio de acero forjado en el fuego del Infierno y templado en las aguas de la
laguna Estigia: así es que cada torre centellea con el brillo del acero no
empañado por el moho ni por mancha alguna.
»En aquel castillo habita un feroz bandido, que recorre el país dia y noche,
apoderándose de cuanto le viene en mientes, sin que ningun obstáculo sea capaz
de detenerle, y sin que hagan mella en él las maldiciones ni los lamentos de sus
víctimas. Allí ha ido á parar la señora de mi corazon, á quien pierdo la esperanza
de recobrar. ¡Desventurado de mí! ¿Qué otra cosa puedo yo hacer más que
contemplar desde léjos el peñasco donde se encierra mi bien, semejante á la
raposa, que al oir los gritos de su hijuelo colocado en el alto nido del águila, da
vueltas en torno de él, sin saber qué partido tomar? Tan elevado es aquel
peñasco, tan fuerte el castillo, que únicamente las aves pueden llegar hasta él.
»Mientras permnanecia como petrificado en aquel sitio, ví llegar dos caballeros
guiados por un enano, que á mi deseo dieron esperanzas; pero bien pronto conocí
que uno y otras eran en vano. El uno de ellos era Gradaso, rey de Sericania; el
otro Rugiero, jóven fuerte, y muy apreciado en la corte de África.
—«Vienen, me dijo el enano, para dar pruebas de su valor contra el señor de
aquel castillo, que cabalgando en el cuadrúpedo alado, hace frecuentes
excursiones de una manera tan extraña, inusitada y nueva.
—«¡Ah señores! les dije, apiadaos de mi desventura, y si, como espero, salís
vencedores, os ruego que me devolvais mi dama.
»Y referíles cómo me fué arrebatada, atestiguando con mi llanto el dolor que me
afligia. Me prometieron firmemente su apoyo, y empezaron á bajar por la áspera
roca. Yo me preparé á contemplar desde léjos la pelea, rogando á Dios que
concediera la victoria á aquellos guerreros. Al pié del castillo habia una planicie
reducidísima. Así que ambos llegaron al pié de la elevada roca, se pusieron á
tratar de quien habia de ser el primero en combatir, pues cada uno de por sí lo
deseaba. Bien fuese por suerte, ó porque á Rugiero no le importase mucho,
Gradaso se encargó de desafiar á su adversario, y llevando su bocina á la boca,
sacó de ella sonidos tan fuertes que hicieron retemblar al peñasco y la fortaleza.
Ábrense de pronto las puertas, y aparece un caballero cubierto con su armadura y
montado en el caballo alado. Momentos despues empezó á elevarse, y como las
grullas viajeras, que primeramente corren veloces por el suelo y poco á poco van
separándose de él, hasta que esparcidas todas por el aire extienden velozmente
sus vuelos, del mismo modo el nigromante empezó á agitar las alas
remontándose á una altura donde no llegan las águilas. Cuando lo tuvo á bien,
revolvió su caballo que replegó las alas y se dirigió verticalmente hácia la tierra,
cual suele descender el halcon amaestrado para apoderarse del ánade ó de la
paloma. El ginete hiende los aires, enristrada la lanza, con horrible fracaso, y
antes de que Gradaso se aperciba de su descenso, se precipita sobre él y le hiere,
rompiendo el asta de su lanza; la fuerza del golpe hace doblar las piernas de su
hermoso alfana, el mejor y mas gallardo corcel de cuantos han llevado silla.
Gradaso quiere herir á su enemigo; sus golpes sin embargo solo hieren el aire,
pues el nigromante, sin cesar de agitar sus alas, se habia remontado de nuevo, y
repitiendo la diversion anterior, baja otra vez con igual celeridad y cae
impetuosamente sobre Rugiero, que mirando atentamente á su compañero, no
tuvo tiempo de defenderse. Rugiero esquiva como puede el golpe violento, que
hace que su caballo retroceda, y cuando quiso herir á su vez á su enemigo, ya le
vió confundido en las nubes.
»El ginete del caballo alado golpea á su antojo y alternativamente á Gradaso y á
Rugiero en la frente, en el pecho ó en la espalda, mientras que los dos paladines
daban sus botes siempre en vago; porque era tal la rapidez de aquel, que apenas
lo veian. Describiendo anchurosos círculos en el espacio, cuando amenazaba á
uno, heria al otro, llegando á turbarles la vista y ofuscarles en tales términos, que
ya no podian comprender por donde les acometia.
»Aquella lucha entre los dos guerreros, que peleaban desde la tierra, contra otro
que desde el cielo acometia, duró hasta la hora en que tendiendo la noche su
opaco velo priva de su color á los objetos. Tal como os lo refiero, así ha
sucedido, sin que me haya permitido añadir ni un solo detalle: lo ví, lo presencié;
y no tengo inconveniente en relatarlo á cualquiera, por más que suceso tan
maravilloso parezca increible.
»El aéreo ginete sostenia en el brazo un escudo cubierto con una hermosa tela de
seda. No sé cómo pudo tenerlo tapado tanto tiempo, pues por lo que se vió, tenia
la propiedad de dejar al que lo mira deslumbrado completamente, y de hacerle
caer como un cuerpo inanimado en poder del nigromante. Brilla el escudo como
rojo granate, despidiendo incomparables resplandores: á su vista ambos
caballeros cayeron deslumbrados y desfallecidos. Yo mismo, á pesar de la
distancia en que me encontraba, perdí el sentido, y cuando despues de
trascurrido un largo espacio pude recobrarlo, no ví ya á los guerreros ni al enano,
sino desierto el campo, y el monte y la planicie envueltos en la mas profunda
oscuridad.
»Calculé, por consiguiente, que el encantador se habia apoderado á un mismo
tiempo de los dos guerreros, y que valido de la eficacia de su escudo, les habia
arrebatado á ellos la libertad y á mí la esperanza. Así es que me despedí de aquel
sitio que encerraba mi felicidad. Juzgad por lo que os he referido si de las penas
que el amor pueda causar hay alguna comparable á la mia.»
Al concluir su narracion, volvió el caballero á abismarse en su profundo dolor.
Era el conde Pinabel, hijo de Anselmo de Altaripa, de la casa de Maguncia; que
siendo como todos los suyos desleal y descortés, no solo se igualó á ellos en sus
vicios nefandos y abominables, sino que los sobrepujó á todos.
La hermosa dama, que estuvo escuchando silenciosa la narracion del caballero, y
en cuyo semblante se pintaban los distintos sentimientos que esta le excitaba,
apenas oyó nombrar á Rugiero demostró la mayor alegría; mas quedó turbada en
cuanto supo que su amante estaba en peligro, é hizo que Pinabel le repitiera
diferentes veces aquella parte de su relato. Cuando ya no le quedó duda alguna,
le dijo:
—Caballero, espera; pienso que nuestro encuentro podrá ser para tí tan grato,
como venturoso este dia. Trasladémonos pronto á aquel castillo que nos oculta
tan rico tesoro: no temas, pues casi puedo asegurarte que no nos fatigaremos en
vano, si me presta su auxilio la fortuna.
El caballero respondió:
—¿Quieres que atraviese de nuevo las montañas y te sirva de guia? A mí poco
me importa perder el tiempo, cuando he perdido todo cuanto amaba; pero tú no
vacilas en caminar por riscos y peñascos para encerrarte voluntariamente en una
oscura prision: sea en buen hora. No podrás quejarte de mí, puesto que de
antemano te advierto la suerte que te espera, á pesar de lo cual te empeñas en
seguir adelante.
Así dice; y volviendo las riendas á su caballo, emprende la marcha guiando á
aquella animosa dama, que por amor de Rugiero se expone á que el Mago la
aprisione ó le dé muerte. Pocos pasos habian dado, cuando les alcanza el
mensajero que dijo á Sacripante el nombre de la que lo habia derribado.
—«¡Deteneos, deteneos!» les grita con todas sus fuerzas: y cuando á ellos se
reune, participa á Bradamante que Montpellier y Narbona con toda la costa de
Aguas-muertas habian alzado el estandarte de Castilla; y que Marsella, no
viendo dentro de sus muros á la que debia guardarla, está alarmada, y le envia un
mensajero recomendándole mucho que le pida ayuda y consejos. El Emperador
habia confiado la defensa de aquella ciudad y la de una considerable extension
de territorio situado entre el Ródano y el Var á la hija del duque Amon, en la que
tenia cifrada su esperanza; pues acostumbraba á mirar asombrado su heróico
valor cuando la veia cubierta con su arnés.
Aquel mensajero, repito, acudia desde Marsella en demanda de socorro. La
jóven se quedó al pronto indecisa, dudando si debia acudir á tal llamamiento: por
una parte, el deber y el honor la impelen á retroceder; por otra, el fuego del amor
la incita á seguir adelante; por último, decídese á realizar su empresa y á sacar á
Rugiero del castillo encantado, dispuesta á quedar prisionera á su lado si su valor
no es bastante á libertarlo. Excusóse, sin embargo, de tal modo, que el mensajero
se retiró contento y satisfecho.
En seguida continuó su viaje acompañada de Pinabel, que no parecia muy
tranquilo; pues al descubrir que su compañera pertenecia á aquella familia á
quien pública y secretamente aborrece la suya, prevé todo género de disgustos si
llega á ser reconocido. Tan preocupado estaba con su inveterado odio, con sus
dudas y su temor, que inadvertidamente apartóse del camino, y se encontró en
una selva oscura, en medio de la cual se alzaba un monte, cuya pelada cima
terminaba en una piedra dura.
Viendo el de Maguncia que la hija del duque de Dordoña no se apartaba un
momento de su lado, quiso aprovecharse de la espesura del bosque para huir, y á
este efecto le dijo:
—Antes que extienda la noche su denso velo, conviene buscar un albergue, y si
no estoy equivocado, me parece que tras ese monte se levanta en un valle un
magnífico castillo. Espérame aquí, mientras reconozco el terreno desde esa roca.
Así diciendo, encamina su caballo hacia la cumbre del solitario monte, mirando
de paso si descubre algun sendero por donde encapar. Pero en medio de aquel
peñasco encontró una caverna que tenia más de treinta brazas de profundidad. La
peña estaba cortada á pico en sentido vertical, y en el fondo se veia una
anchurosa puerta, que daba á otra cueva más extensa, de la que salia un
resplandor semejante al de una antorcha que ardiera en la horadada montaña.
Mientras el traidor la estaba contemplando silencioso, Bradamante que le seguia
desde léjos, presumiendo que intentaba alejarse de ella, se unió á él junto á la
caverna. Al ver el infame Pinabel malogrado su primitivo proyecto, buscó en su
imaginacion un nuevo medio para alejarla de sí ó para hacerla morir. Encontrólo,
é incitándola á que se aproximara á la peligrosa abertura, le dijo que habia visto
en el fondo una doncella de semblante placentero, en cuyo aspecto y vestiduras
se echaba de ver su elevada alcurnia; pero que en su turbacion y tristeza
demostraba claramente lo desagradable que le era aquel encierro: añadió que,
cuando se preparaba á bajar á la sima para protejer á la desconocida doncella,
vió salir del interior un hombre, que la habia obligado á retirarse enfurecido.
Bradamante, incauta al par que animosa, dió crédito á las palabras de Pinabel; y
deseando acudir en auxilio de la jóven, empezó á buscar el medio de bajar á la
cueva. Volviendo á todos lados la vista, divisó en la frondosa copa de un olmo
una rama larga, que se apresuró á cortar con su espada, inclinándola despues
hácia la caverna. Encargó á Pinabel que sostuviera la rama por el extremo recien
cortado, y cogiéndose despues del otro extremo quedó suspendida de él en el
interior de la cueva. Sonrióse falazmente Pinabel, y le preguntó cómo pensaba
saltar; en seguida abrió las manos, dejó ir la rama y exclamó:
—¡Ojalá cayesen contigo todos los de tu raza para exterminarla así de una vez!
Sin embargo, la suerte de la infeliz jóven no fué la que Pinabel se prometia;
porque tocando en el fondo antes que la doncella la rama sólida y fuerte, por más
que se partió, la sostuvo tanto, que merced á ella se libró de la muerte.
Bradamante quedó únicamente aturdida, como seguiré diciendo en el canto
siguiente.
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