LANDAUER, GUSTAVE (1947), BUENOS AIRES, AMERICALEE, SHAKESPEARE, [OTELO: 247-286)
CAPTURADO Y COMENTADO por AYLIN MOJICA CRUZ 2025A
LA TRAGEDIA de Otelo, moro de Venecia, fue publicada en una edición in-quarto, en el año 1622, después de la muerte de Shakespeare, pero antes de la edición completa. La nota preliminar, de autor desconocido, nos dice tan sólo que la pieza había sido representada en varias ocasiones, por los Actores de Su Majestad, en los teatros Globe y Blackfriar; ni en ella ni en otra fuente se dice cuando se estrenó. Malon, testigo fidedigno, tenía en manos los documentos en que se leen las fechas de fiestas y funciones teatrales en la corte. Estos papeles ya no existen, pero no hay motivo para dudar de su autenticidad, porque los datos sacados de ellos no están en contradicción con otros hechos históricamente confirmados. Según ellos, el Otelo habría sido representado en Whitehall, en el año 1604, y nada hay que sugiera suponer que haya sido escrito después de ese año, o mucho antes de él.
La fuente de Shakespeare es una narración de Giraldi Cinthio, en la colección Heatommiti, impresa primero en 1565 en Sicilia, luego reimpresa en Venecia. Existe una versión francesa de ella, de 1584; no hay vestigio de otra al inglés. El único nombre mencionado en el cuento es Desdémona; en lo demás se habla del moro que, como la novela misma, lleva el nombre de Moro de Venecia, del alférez y del capitán.
No se encuentra en aquella narración la primera parte del argumento
shakesperiano, el secuestro. Desdémona es lisa y llanamente la esposa del moro
con quien, es cierto, se casó contra la voluntad de sus padres y alguna vez,
casados ya los dos, el moro tiene que emprender un viaje a Chipre, a donde la
mujer lo acompaña. El alférez se enamora de Desdémona y cree que ella, a su
vez, ama al capitán. Sin que mediase intriga alguna -puesto que la novela no
conoce ni a Rodrigo ni a Brabantio-, el capitán es despedido por el moro por
haber herido a un soldado. La esposa se esfuerza por reconciliarlos; y el
alférez se aprovecha de la situación para suscitar la desconfianza del moro y
luego, con ayuda de su hijita, demostrar la infidelidad de Desdémona, mediante
la prueba del pañuelo. El alférez se encargará de dar muerte al capitán en
determinado momento, cuando éste salga de casa de una mujer de la vida. Luego
el moro y el alférez proceden a ahogar a Desdémona, con una bolsa llena de
arena; logrado esto, procuran que se derrumbe el techo de la habitación, de
modo que no se les descubre como asesinos. Más tarde, no importa cuándo, se
enemistan los dos por motivos no del todo ajenos a la nostalgia con que el moro
se acuerda de la desaparecida. El alférez denuncia al moro sin descubrirse a sí
mismo; arrestan, y sólo torturan al moro que, constante, no confiesa. Así es como lo condenan a destierro vitalicio;
pero los parientes de Desdémona lo asesinan. Más tarde aún, y a causa de otro
asunto distinto, se le apresa al alférez, que muere en el tormento. Sólo
entonces su esposa revela todo lo sucedido. “Así vengó Dios la inocencia de
Desdémona”.
Lo señalado por este cuento es, pues, que dos cómplices perpetran un
asesinato, con tanta habilidad que nadie piensa en un asesinato sino en un
accidente; sin embargo, ambos encuentran el merecido castigo; uno porque se han
enemistado; el otro por continuar cometiendo crímenes. Es, pues, un argumento
típicamente de novela corta, en que casi nada importan los caracteres de los
personajes y muy poco sus relaciones mutuas, mientras lo que interesa es la
serie de sus aventuras. Por astutos que sean los hombres malos, Dios, el dios
novelístico de los sucesos extraños, es más astuto que ellos…
Shakespeare escorzó este argumento con rigurosidad tal que no se
permitió intercalar episodio alguno que no sea imprescindible para la
motivación general; desarrolla los sucesos trágicos y la catástrofe sin rodeos
con base en la índole trágica fundamental y sin dejar intervenir en el curso de
la acción dramática nuevos elementos o acaecimientos. Muy libremente dispuso el
argumento tradicional, y cada vez que la narración reanuda su relato con un
“Más luego aconteció que” o “Quiso la casualidad que…”, él no hace ver sino lo
que, ineludiblemente, resulta de los caracteres y la posición mutua de los
personajes. Con todo, ha extraído -como lo hace siempre- muchos rasgos y
matices para su drama, hasta de aquellas partes de la narración que despreció.
En el cuento, la hijita ayuda a realizar el truco del pañuelo. Shakespeare
rechaza la intervención de la niña, y pasa la ayuda a la mujer de Yago, que
tiene que intervenir de todos modos; en el drama como en la narración, es ella
la persona que, finalmente, lo descubre todo, aunque por otro síndrome de
motivos. Lo mismo procede con la mujer pública del cuento, aunque la muerte
violenta de Casio en el drama tiene que efectuarse de modo muy distinto. La
dama le viene muy bien, al igual que Emilia, por razones extrínsecas e
intrínsecas; pues si Emilia es un pendant de Desdémona, un fondo de trivialidad
del que la noble mujer se destaca más -abstracción hecha de que Emilia es
necesaria para la intriga del pañuelo y la revelación final-, la mujer de la
vida es útil aún en la intriga del pañuelo tan cuidadosamente motivada y sirve,
además para aumentar en nosotros la convicción de que la relación de Casio con
Desdémona no es de modo alguno culpable. Hasta aquella deforme bolsa de arena
del cuento vuelve, en cierto sentido, a aparecer en el drama, como colcha de
Desdémona; y aun los parientes de Desdémona, que en el cuento llevan a cabo la
vendetta, han entrado en la trama de la pieza teatral de Shakespeare. No le
servía la complicidad de Otelo y Yago le dé consejos al respecto, y es de Yago
la idea de ahogar a la mujer con la colcha. Shakespeare eliminó del todo el
rasgo novelesco de hacer denegar su crimen a Otelo, como en todo limpió a este
personaje de manchas innobles. Del tormento que Otelo soporta con tanta
constancia en la narración, resta, quizá, el detalle de que Yago, apresado, no
se deja arrancar ni una palabra; cierto que el tío de Desdémona opina que la
tortura abrirá la boca de Yago, pero queda en suspenso si la predicción se
cumple o no.
Entre todas las tragedias, y más: entre todos los dramas de Shakespeare,
Otelo es la obra más sencilla: no es más que una sola acción dramática directa,
un solo haz de motivos, sin ramificación alguna. Y sin embargo, el que tengamos
que decir “un haz de motivos”, y no un solo motivo, basta para revelar la
riqueza y amplitud de la otra tan sencilla en sí; pues de ningún modo surgen
todos los sucesos de los celos de Otelo o del odio del intrigante Yago o, menos
aún, del deseo amoroso de Rodrigo, o del secuestro de Desdémona o del despido
de Casio; pero todos estos sucesos, relacionados odos y cada uno con el
carácter peculiar de un solo hombre que no se ocupa sino de su propio asunto,
se juntan en un indisoluble nexo en torno a Desdémona.
Este drama -que, a juzgar por los acontecimientos dramáticos externos
es, sin duda, una pieza de intrigas y una tragedia burguesa, no obstante, el
fondo bélico y político que no es, en ningún momento, otra cosa que fondo-, con
su acción directa y uniforme, hasta se aproxima a cumplir con la regla de la
unidad de tiempo y de lugar. Pues si tomamos por preludio el primer acto que se
desarrolla en Venecia, todo lo que sigue, sucede paso por paso, seguidamente,
en Chipre.
El examen de la estructuración de nuestro drama nos conducirá pronto a
observar una determinada propiedad en él y a convencernos de que quien no la
tenga en cuenta, no puede interpretar debidamente esta tragedia ni el
significado que encierra.
Lo primero de que nos enteramos, es que Yago odia a Otelo; comenzamos,
pues, por conocer el carácter de Yago. Luego presenciamos el secuestro de
Desdémona, por el moro; vemos cómo su padre acoge la noticia; escuchamos su
acusación de que debe haber en juego fuerzas mágicas; sabemos del casamiento
clandestino. Y ya se introduce otro motivo nuevo: Otelo es llamado a luchar
contra los turcos, en defensa de las islas de Chipre. Lo acompañamos al senado
y oímos explicar allí la naturaleza de su amor a Desdémona. Tienen que
embarcarse y partir, con prisa, antes de poder formalizar el enlace. Otelo
confía a Desdémona al barco de Yago, detalle que nos hace ver claramente que
los recién casados no pueden haber empezado su vida conyugal antes de llegar a
Chipre. Al final del primer acto nos enteramos todavía de la artimaña con que
Yago se propone obtener el puesto de Casio y, si ello fuera posible, satisfacer
su deseo de acercarse a Desdémona. Desde ahora nos encontramos en Chipre; al
iniciarse el segundo acto, tras momentos de espera, la llegada de Casio,
primero; luego la de Yago y Desdémona, y finalmente la de Otelo en tres barcos
distintos. Menciono que Verdi, en su ópera, ha sabido componer, totalmente de
acuerdo con el espíritu de Shakespeare, una nueva escena en que simboliza con
medios musicales la tempestuosa naturaleza y vehemente celeridad con que viajan
las tres naves, una tras otra; una escena como las que en otros dramas
pasionales poseemos escritas por el mismo Shakespeare. Las escenas con que
Shakespeare prepara la llegada de Otelo no están del todo a la altura del resto
de un poema. Otelo desembarca: y sólo ahora llegamos a conocer todo su ardiente
y profundo amor; la veneración de Desdémona por Casio, es también la nuestra.
El plan de Yago se amplía, se robustece. Luego, sólo ahora, la noche de bodas,
estorbada por un crimen perpetrado por Casio en estado de ebriedad. Casio es
destituido; Yago le encomienda se dirija en seguida a Desdémona para que
intervenga; mañana mismo le hablará… Con ello y con los preparativos de Yago
para aprovecharse de esta conversación, finaliza el acto segundo, de modo que,
al comenzar el tercero, es decir a la mañana siguiente, vemos a Casio presentar
su ruego a Desdémona. Yago sabe despertar la sospecha de Otelo. E inmediatamente
después sigue la larga conversación entre Otelo y Yago, en continuo aumento de
tensión. Se intercala la breve escena entre Desdémona y Emilia, se prepara el
engaño con el pañuelo; luego se reanuda la conversación entre Otelo y Yago y
llega a un punto culminante en que oímos el juramento de venganza: el moro
pronuncia ya la condena a muerte sobre
Desdémona y Casio. ¿Qué escena! ¿Qué mañana después de la noche de bodas! y en
seguida lo que parecía punto culminante es superado ya: Otelo y Desdémona
chocan; él habla del pañuelo que falta; ella, del perdón para Casio… Estalla la
ira; sale Otelo, de prisa; vuelve Casio; Desdémona se empecina en ayudarle… Y
al final del acto, Casio ya encuentra el pañuelo en su propia pieza. Así es
como pasa este día, y con el acto cuarto amanece el siguiente. Por la
conversación entre Desdémona y Casio y la prueba del pañuelo, Otelo llega a
descartar toda duda posible: Desdémona es culpable, en el sentido más vil de la
palabra. Viene el emisario veneciano, y en su presencia, el moro maltrata a su
esposa, corporal y psíquicamente. La toma por mujer ligera, a Emilia por
zurcidora de voluntades, y, jugando con escarnio, a sí mismo por el galán, por
intruso en su propio matrimonio. Se dispone al asesinato. Desdémona, se acuesta
temprano, atenta a la orden de Otelo. y encontré, como final de este día: el
ataque a Casio; el asesinato de Rodrigo; el asesinato de Desdémona. Emilia
demuestra al moro la inocencia de Desdémona. Desenmascaran a Yago, quien da
muerte a su mujer; lo apresan; apresan a Otelo quien, desesperado, se suicida.
Es esta la trama. Con tenerla bien presente nos protegemos de las tan
usuales interpretaciones equivocadas no sólo de los distintos sucesos, sino
hasta de los caracteres entre quienes se realizan, Inmediatamente después del
casamiento secreto, pues -otro acto formal que Shakespeare, aquí como en otros
dramas, hace cumplir rápido y sin que lo presenciemos-, el senado da orden para
que se embarque Otelo. Hasta ese instante Desdémona vivía, niña, en la casa
paterna. Resta una hora de tiempo para los preparativos de la expedición y la
despedida de Otelo de su virginal esposa. Desdémona le sigue en otro barco, con
Yago. El poeta insiste en que nos demos cuenta cabal de estos hechos en grado
tal que deberían ser bastante claros para toda persona normal; no lo es para
los comentadores de oficio. Es un rasgo esencial en Otelo que, desde mucho
tiempo atrás, viene poniendo freno a su sensualidad; es un rasgo esencial en la
relación del moro con la joven veneciana el de que se trate ante todo de una
alianza de las almas… Cuando Desdémona riega al senado que le permita acompañar
a su marido, éste se apresura por declarar que está conforme, por tener ella
misma este deseo, no por algún prurito juvenil a que, explica, él es muy ajeno.
Y para acallar desde ya toda sospecha, e imposibilitar toda seducción de ser
estorbado por Cupido en su empresa bélica tan trascendental, confía a su mujer
al cuidado del alférez Yago, hombre casado y de probada confianza.
Come,
Desdemona, I have but an hour
Of
love, of worldly matter and direction,
To spend with
thee.
Claro está que tal hora of love, of wordly matter an direction no les
deja tiempo para que su amor culmine; no está dentro del carácter de Otelo
entregarse al goce, abrupta y sensualmente; otras cosas serán necesarias para
desencadenar el huracán que está acechando en él, y para tomar primitivo
salvajismo el orgullo, consiente y sosegado, de hombre tan urbano. En el acto
segundo, después de llegar y volver a saludarse ambos, se proclama solemnemente
ante el pueblo chipriota que el general celebrará sus bodas simultáneamente con
la fiesta de regocijo público por el hundimiento de la flota turca. Otelo dice
a Desdémona:
come,
my dear love,
The
purchase made, the fruits are to ensue;
The
profit´s yet to come´tween me and you…
Inmediatamente después oímos decir a Yago, en tono cínico, sin rodeos,
sin alusión a flores ni frutos:
He hath not yet made wanton the night with her; and she
is a sport for Jove.
Y vuelve a exclamar: Well, happiness to their sheets! Así, con este humor festivo, de embriaguez
sensual, seduce Yago a Casio a beber.
En el cuento, ni una palabra de todo ello. Como todo en este drama de
estupenda estructura, está también motivado por razones externas e internas el
que Otelo celebre su noche de bodas no antes de llegar a Chipre. Pero ¿por qué
quiere el poeta que sea así? Hubiese encontrado la motivación contundente para
el caso contrario si hubiese querido, claro está; en la vida rige absoluta
necesidad; en la poesía, en cambio, vale la credibilidad convincente para el
sentimiento, la probabilidad. ¿Por qué,
pues? o mejor: ¿para qué? Para que la noche de bodas y las dudas del marido y
el asesinato de la esposa formen una ininterrumpida serie de acontecimientos.
En efecto, el primer acto es una especie de preludio, que trae, después
de la exposición muy sucinta, el principio de los sucesos cuyo significado se
nos aclara sólo en su transcurso posterior. Luego, durante días y noches, las
olas embravecidas separan a la joven novia del probado y constante general al
que dio su alma. Y ahora cuando vuelven a verse, en vísperas de su vida
matrimonial, golpe tras golpe: celebran sus bodas; y mientras los esposos se
unen en la más sublime fiesta de amor, el pueblo, oficiales y soldados se
entregan al regocijo… Casio, se emborracha por culpa de Yago: y de ahí surge
todo lo demás del cuento con el plano esbozado ya por Yago en Venecia, todo: al
promediar el día siguiente, Otelo está dispuesto a asesinar a su mujer. Pasa
otro día más: las pruebas están reunidas; son abrumadoras; el círculo se
cierra; en la misma noche, cuarenta y ocho horas después de la noche de bodas,
asesina Otelo a su joven esposa.
Tengámoslo todo presente, tengamos en cuenta que el poeta mismo no se
cansa de decírnoslo, sin dejar lugar a duda, clara y expresamente, no una sino
varias veces, con afán de mostrar e inculcarnos todo, y tratemos de comprender
luego cómo es posible que nada menos que Friedrich Theodor Vischer, después de
ocuparse en este drama, detenidamente y no sin profundidad, después de examinar
prolijamente verso por verso de la traducción, pudo escribir que en Otelo vemos
representado “al amor constituido y consagrado como lazo legal, el amor
matrimonial seguro, tranquilo y acrisolado”, añadiendo esta frase: “Verdad es
que un matrimonio data de fecha reciente, pero el poeta lo trata como una unión
cordial confirmada profunda e íntimamente a lo largo de los años”.
Comenzaré por decir: de tal palo tal astilla; si el autor hace hincapié
en las comparaciones… Pues no cabe duda que nos dice tal alegato referente al
matrimonio de Otelo, porque dice también que en -Romeo y Julieta presenciamos
“el ardiente despertar de un primer amor entre jóvenes novios”. Pero ¿vaya una
manera de hacer contrastes y transiciones al estilo de mi profesor de colegio!
-Kuntze se llamaba; éramos alumnos del Gymnasium de Karlsruhe- quien en una
tarde algo bochornosa peroraba ante nosotros: “Lessing murió en 1781,
relativamente temprano; ¡pero sus actividades literarias no terminaron tan
pronto puesto que nos resta tratar de su drama Natán el Sabio!... Muy bien,
pero el auto de Vischer es un poco más serio, y leer sus comentarios referentes
a las distintas escenas, es como leer materiales para un estudio sobre la
psicología de la declaración de testigos, para ese terco no ver nada de lo que
no le venga a propósito. Pasa por alto la declaración de Otelo ante el senado
en el sentido de que el amor no le estorbará en sus tareas. Cubre con silencio
las palabras con que Otelo se despide de Desdémona. Al hablar de la
proclamación con que el heraldo anuncia las bodas de Otelo al pueblo chipriota,
Vischer encuentra tiempo para intercalar el chiste, ja, ja, de que las
festividades deben terminar a las once, hora de cierre obligatorio, pero no
encuentra tiempo para decir palabra
sobre el significado de estas bodas. Ni una sílaba, ni acerca de las
palabras de Otelo a Desdémona, alusivas al “fruto no gozado aún”, ni acerca de
las manifestaciones que Yago hace a Casio con miras al placer de Otelo en su
noche de bodas. Cuando Otelo interviene en aquella agitada escena nocturna,
Vischer se olvida de decirnos, de dónde viene el moro. Y esto, aunque viene
examinando casi servilmente toda la serie de escenas y mutis, ¡punto por punto!
Puede que una de las causas de esta ceguera frente a lo esencial y de su modo
de ver en general, sea la mojigatería propia de Vischer. Para nosotros hay,
así, otro motivo más para mandar al demonio todo servilismo que se atreva a
criticar a Shakespeare, genio de la libertad.
Con todo, sería imposible que un conocedor como lo fue Vischer se
hubiera metido en ese callejón sin salida, si no hubiese un dejo de verdad en
lo que él sostiene en forma tan enrevesada, no por cierto en el plano de los
sucesos externos, sino en la escala de las vivencias anímicas. Pues sí, en las
partes de la acción dramática promovidas por Otelo y también por Yago, se vive
todo lo que sucede, con intensidad tan indeciblemente concentrada, con un
temperamento ligero por sureño y casi africano que, como en ensueños, los
minutos se tornan años. Sería, efectivamente, la norma lo que Vischer atribuye
a nuestro drama: en la vida normal, sí,
pasarían años hasta que un marido enamorado se tornase indiferente y pasara de
la indiferencia al oído y al asco. Pero nuestra tragedia no nos presenta un
caso normal cualquiera, sino una catástrofe, que, cual géiser rompe la costra
terráquea: representa el derrumbe de una ilusión en el mismo instante en que
ésta osa volverse real. En la ilusión que Otelo se hace respecto a su
matrimonio con Desdémona, había, eso sí, lo que Vischer sostiene
equivocadamente con miras a su matrimonio nunca realizado. su ideal fue, en
efecto, “un amor matrimonial seguro, sosegado, acrisolado”; y en el noviazgo de
aquellos dos reinaba, como Otelo lo deseaba, absoluta confianza, como de alma a
alma. Así debería ser; así se lo figuraba Otelo, el hombre ya no joven, hombre
de experiencia y de autodominio. Y todo fue así, aparentemente, antes de
materializarse en este mundo feo, antes de celebrarse las bodas. Las ilusiones
de Otelo no se restringen a soñar con su futuro matrimonio con aquella joven,
hija de patricios venecianos; sino que se extienden a toda su existencia, y su
modo de ser. Él se había educado, haciendo de sí un noble digno y comedido,
hasta que Yago vino a arrancar con sus garras la costra y hacer salir de los
adentros todo el volcán allí encerrado: a ese Otelo reprimido, el moro
descendiente de antepasados moros, el salvaje que, por aludir a una frase de
Mirabeau, que volveremos a citar más tarde, al igual que en este africano, está
oculto en todo representante de la libertad, debido a su índole natural.
Es verdad, pues, que el amor que une a Otelo y Desdémona tiene, ya en
Venecia, cierta tesitura de noviazgo como también de matrimonio de probada
estabilidad, así como Otelo se considera hombre probado, hasta que le llegue la
suprema prueba. Y aún más podemos decir: la relación entre ambos tiene, además,
cierto matiz de relación de padre a hija; pues él es un hombre hecho; y ella no
tendrá, seguramente, más años que Julieta. Pero como toda civilización no es
más que un color externo, un barniz, o, digamos, una morada en que uno, como si
viviese en sí mismo, se hospeda por años y años, seguro y próspero, hasta que
llegue la hora decisiva en que verá al ser que es lo más íntimo, separado como
por un profundo abismo, del ser que había adoptado, así la confianza,
éticamente bella, pacífica y serena, que caracteriza el amor entre Otelo y
Desdémona, no reside en la unión de dos almas unidas por la nostalgia, sí, pero
no por una íntima compenetración. Otelo soñó con su matrimonio, soñó con
Desdémona; pero no la conoce. No que su amor no la vea como ella es, en el alma
y en cada impulso; Otelo capta el ser de Desdémona íntegramente con el amor de
su alma. Lo capta, sí; pero es incapaz de retenerlo porque no se apercibe de lo
que percibe. Durante la crisis, su intelecto no cree más de lo que su
sentimiento sabe respecto a ella.
Un motivo muy importante de la acción dramática -motivo, además,
inventado por Shakespeare- se destaca, pues, ya en un primer examen del orden
de las escenas: inmediatamente, en la mañana misma después de la noche de bodas, estallan los celos de
Otelo y aumentan rápido hasta hacerlo rabiar. La embriaguez de Casio y el acto
violento consiguiente hicieron que Otelo se levantase del lecho; destituye a
Casio; éste, transcurrida la noche, presenta su súplica a Desdémona. El poeta
ubicó, pues, la catástrofe en un lugar muy cercano al comienzo del drama donde
nos hizo ver el rapto de Desdémona; no hay tiempo para que los dos lleguen a
conocerse en el amor conyugal, en la vida común hasta en asuntos cotidianos, ni
a aprender ese mutuo respeto que es producto de la convivencia y del que es muy
distinto el escaso conocimiento mutuo de novios enamorados…
Secuestro… travesía… tempestad… noche nupcial… embriaguez… ira: estos
elementos sucesivos y constituyentes de la acción inicial, hablan
elocuentemente del vertiginoso ritmo que pulsa en este drama, ritmo que resulta
de los caracteres cuya fuerza activa y pasiva lo pone en marcha todo: de Yago y
de Otelo. Ese Yago tiene en su carácter algo rápido, asaltante, directo,
punzante que se traduce en el odio y la lógica propios de él, por ser fruto de
su juventud sana, robusta, recia, osada y emprendedora. Es imagen de la
celeridad que él más que nadie imparte a los sucesos, aquella travesía; él, con
Desdémona, partió mucho más tarde que su general, y cruzó el mar con viento tan
favorable que, con rapidez de saeta, desembarcó aún antes que Otelo. Y así como
para él Venecia es punto de partida, Chipre la meta, y nada más, unidos ambos
por una línea recta, así fijó ya en Venecia, su meta y su plan que de inmediato
se torna acción en la que los demás no son sino títeres en manos de ese
ingenioso jugador. El mejor, el más acabado entre sus títeres, maravillosamente
adecuado al carácter de aquel titiritero, es, no obstante, su índole muy
peculiar, es Otelo. Así como el demonio de Yago es el más rápido de cuantos hay
en el infierno, es rápida la ira de Otelo, que irrumpe de imprevisto, cual
fuente que salta de la tierra y arroja rocas enteras…
Lo que venimos diciendo, podría ser formulado así: con arte descomunal y
superior, Shakespeare estructuró los caracteres y las situaciones de modo tal
que la catástrofe en este drama surge, casi con la ineludibilidad lógica de un
silogismo, de las premisas dadas, extrínsecas e intrínsecas. Muy fina y
convincente de una observación del joven Herder quien, respecto al arte de
Shakespeare, apunta esta consideración general: “Cual un ángel de la creación,
algún invisible emisario celestial de la previsión divina ponderó las pasiones
de los humanos y agrupó sus caracteres, poniendo a cada uno en su lugar dentro
de la creación, para luego brindarles, en el transcurso de los tiempos,
múltiples ocasiones y acasos por que actúen, para rodearlos de una serie de
circunstancias que los determinen, y así orienta sus condiciones y acciones de
acuerdo con su eterno designio: tal Shakespeare, imitador de la naturaleza…”
Herder procede entonces a aplicar este concepto a Otelo y al que es el motor de
este drama, con resultados que confirman nuestra opinión aludida antes, de que
ese Yago es un hombre endemoniado cuyo arte de destruir es afín al arte de
crear; un rebelde que tiene no poco parecido con un gran consumador; un genio
del proyecto en que se hallan unidos un gran intelecto y una gran naturalidad.
La divisa de Bakunin; “El placer de destruir es un placer creador” podría ser
el lema de Yago si se quiere aplicar, por un momento, la expresión de una
emoción general e idealista de Bakunin, a un egoísmo cotidiano y realista. Yago
es un destructor cuya fuerza muscular no es menos grande que su fuerza
intelectual. Parece que el parecido más grande, la afinidad más estrecha en lo
formal de su índole, exista entre ese Yago y el artista dramático, su creador,
Shakespeare mismo. Herder, con tono de genio vigoroso, al estilo de su época,
lo confirma. al exclamar: “¿Qué mundo! y qué engranaje de ruedas para formar un
solo mecanismo! ¡Qué Yago! y ¡qué a él, precisamente a él, ha de asociarse un
Otelo, un Casio, un Rodrigo, una Desdémona! Y ¡cómo sabe valerse de todo, de
todo cuanto le caiga en manos, para lograr su fin! ¡Qué sería de este mundo, si
tuviese muchos Yagos como él, y en tal conjunto de caracteres y circunstancias!
En efecto, es extraño ver cómo Yago, con virtuosidad de genio, repite en su
mundo lo que Shakespeare hizo al crear ese mundo y a Yago para que lo ponga en
movimiento: ambos trabajan con suma economía arreglándoselas magistralmente con
un reducido número de condiciones dadas, y tanto Yago como el autor de Otelo descuellan
porque saben calcular, combinar, resolver su problema en forma interesante y
elegante como apenas si lo logró algún autor de un drama de intrigas, y porque,
al mismo tiempo, tienen esa exuberante plenitud de fuerza, una riqueza, una
vitalidad: la del Renacimiento.
Lo que resulta cuando caracteres como el del hombre Otelo y el de la
mujer Desdémona caen en manos de un Yago, nunca será algo cómodo y grato; y,
efectivamente, no falten quienes censuran el resultado, la catástrofe, el
asesinato De Desdémona, como horrible, martirizante, y no satisfactorio. Y para
poder admitir, que, sin embargo, se sienten satisfechos, tales críticos
preguntan, angustiados y ansiosísimos, por la culpabilidad, sobre todo por la
culpa de Desdémona. Yo no puedo adherirme a ese procedimiento esquemático a lo
Aristóteles (quien naturalmente no tiene la culpa de ello). Tales normas fallan
En el caso de Shakespeare. El orden del universo, la “frágil institución del
mundo” -como Kleit dice hermosísimamente-, la índole de los hombres, su
condición recíproca, el suceso, la manera propia de ver el mundo del poeta y la
disposición de su alma: estos son los elementos constituyentes de la poesía; y
con ellos, no faltará ni el temor ni la compasión ni la purificación, no
faltará ni aplastamiento ni resurrección, ni desintegración, ni ígnea
refundición del alma para que se torne lúcida, armoniosa y concorde consigo
misma.
El proceder arbitrario de Desdémona, su fuga de la casa paterna es lo
que Gervinus llama su grave culpa. Vischer duma tres deslices: la fuga de la
casa de los padres; exceso, muy femenino, de actividad en sus ruegos en pro de
Casio; y, en cierto modo, su mentira oficiosa porque no dice que perdió el
pañuelo, sino que lo extravío… Hasta Otto Ludwig busca y encuentra en Desdémona
una culpabilidad “inconsciente, negativa, un… omitir toda precaución; culpa
fundamentada en su carácter”. A mí no se me ocurre siquiera querer defender a
la mujer joven contra semejantes reproches, suaves o enérgicos. Ella es un
individuo muy peculiar, que, por consiguiente, tiene sus rasgos y faltas
peculiares, inherentes a su amabilidad peculiar. Sólo que los señores críticos
no se interesan por analizar el carácter de Desdémona, sino por suavizar el
horroroso desenlace, por reconciliarnos con el trágico final, por rabiar el drama, encasillarlo en una
especie literaria de ley, y por poder declararlo drama clásico… Siendo así, hay
que decir que esa clase de intérpretes hacen las veces, digamos, de verdugos;
parangonar a Yago con Shakespeare y con Dios me parece fecundo; ellos, en
cambio, lo extreman hasta llegar a la identificación: según ellos, no fue Yago
quien llevó la muerte a Desdémona y Otelo y por ello fue atormentado y
probablemente ajusticiado horrorosamente; no, es el poeta quien los asesinó y
ellos no permiten que lo haya hecho sin tener especial licencia por parte de la
estética. Por ello es tan grande su esfuerzo por sumar desliz con desliz,
porque, de acuerdo con las normas aritméticas de esa estética o arte de
calcular, el motivo para investigar el asesinato debe estar en Yago, el para
asesinar, en Otelo, y el para ser asesinada, en Desdémona. Estos señores jueces
tan severos parecen olvidar una cosa: que el buen Dios nos manda a la tumba a
todos, sin excepción alguna, raras veces previo permiso por parte de ellos, y
sin preguntar mucho si somos o no trágicamente culpables; olvidan asimismo que
el poeta se ve y verá obligado a recurrir a las muertes violentas y los
asesinatos, mientras nosotros sigamos haciendo tanto bombo por la simple
existencia de un individuo. Si las hormigas tuviesen tragedias, la muerte de
una hormiga extraviada en una azucarera humana no sería, probablemente, tema
para una tragedia, pero sí, quizá, la ruina de todo un hormiguero en una
supuesta guerra de hormigas…
Ese cajón del que los críticos sacan su culpabilidad con guillotina
automática acoplada quede abierto -así lo propongo- sólo para aquellos poetas
que han leído la “Dramaturgia de Hamburgo” y le hayan prestado juramento de la
lealtad, como por ejemplo Schiller, quien inventa un amorío de Juana de Arco y
Lionel con el expreso propósito de atribuirle una culpa. No hay desprecio
demasiado fuerte para hablar debidamente de tales lucubraciones, y máxime
cuando se piensa en que sirven, en nuestros colegios, como modelos recomendados
a toda futura generación, y cuando se agrega que el mismo Schiller permite que
su Tell, que no es más que protagonista de una pieza teatral festiva, después
de haber asesinado desde una emboscada -lo que, por cierto, no es un crimen esencialmente
menor que enamorarse, como Juana, de un inglés tan brillante, garboso y
moralista como lo es Lionel- que Tell, digo, siga viviendo y pueda mecer sobre
sus rodillas a sus hijos y los hijos de sus hijos…
Son distintos, más apreciables, más genuinos, y… más reveladores los
motivos que hacen hurgar en el alma de Desdémona, a un hombre de la capacidad
de Strindberg, quien lo hizo, él también con la intención de descubrir su
culpa. Si los estéticos obrasen como Strindberg, por pasión, por anormalidad,
olvidándose de sí mismos hasta humillarse y envilecerse en su búsqueda de la
pureza, en su lucha contra el mundo, no les negaríamos ni mucho menos nuestra
simpatía y estima. Strindberg tiene en su alma algo de los celos no de Otelo,
sino de Yago, y tiene esa visión de lo sucio típica de los que desconfían: a él
le importa lo humano; que se equivoque, ¿por qué no? Pero si Otto Ludwig en un
análisis, dedicado preponderantemente a lo artesano de la dramaturgia, pregunta
con sangre fría: “¿Por qué no tiene, sin embargo, su horrible muerte (la de
Desdémona) nada horripilante?”, no podemos, a tan horripilante pregunta de
maestro de escuela y criticón, contestar otra cosa que: “¡Caray, que, si tiene
algo y mucho de horripilante, espantosamente horripilante! ¡De atenerse uno en
la vida común a vuestra justicia poética, sería más lícito ahogar bajo el
colchón a esos preguntones que a la pobre Desdémona!” En este horroroso mundo,
en nuestro mundo, el mundo de los impulsos humanos y las instituciones humanas,
el mundo de la desarmonía entre el sentir y el pensar, entre alma e intelecto,
en nuestro mundo, digo, en que Otelo sueña con amar una ideal criatura de niña,
y mata a una impura convicta que se había hecho pasar por pura, y luego, frente
al cadáver, frente a su víctima, se entera de que en realidad, en la más viva
realidad, la que él mató fue su esposa, y que la impura no existía sino por el
espejismo de su furia…, en este mundo, que está en eterna evolución, naciendo y
deshaciéndose, en cuerpos en desintegración continua, mientras que en nuestro
espíritu vive la perfección, acabada y tranquila y divina; en nuestro mundo,
pues, nada se dice contra una poesía con decir que trae algo horroroso. Es
horroroso que se asesine a Agamenón quien asesinó a Ifigenia, y horroroso la
muerte de Clitemnestra, asesina de Agamenón -y no obstante, la “Orestiada” no
deja de ser la obra más elevada, la más sublime de cuantas hay en la literatura
dramática. Y es sumamente horrendo el enredo con que las Potencias atrapan a
Edipo. La tragedia no está hecha para nuestra diversión, pero tampoco para la
satisfacción moral- a no ser que uno haya alcanzado un grado tal de lo ético,
de la paz, que todo ese real horror de la conducta de los humanos entre sí, de
la herencia mundial y de la evolución mundial en contra de los humanos ya no le
hace mella. Ya nos hallamos en la escala que conduce a tal altura, logremos
contemplar, con ataraxia, imperturbables, cuán indisoluble es el encadenamiento
de todo en el mundo, cuán indesenmarañable es el entretenimiento de impulsos
abismales en el alma de unos y de los contrarios en otros y de ambos con las
situaciones dadas, y cuán implacable es la necesidad inherente a la naturaleza.
Un hombre que así haya llegado a ser imperturbable, observará, quizá, como
Spinoza en el pequeño mito de las anécdotas, tranquilamente como la araña
atrapa en su red a una mosca; aquél experimentará, quizá, un “placer
desinteresado” al observar cómo el desbarajuste de negligencias administrativas
que contribuyó a que el techo de la iglesia no fuera reparado con tiempo, y la
tormenta que la naturaleza hizo cernerse en algún lugar del nordeste del Asia,
y el niño enviado por su madre para que compre leche, se combinan en forma tal
que la teja caída del techo destroza al niño mientras que el jarro de leche
resulta ileso… Y tendrá la misma satisfacción al ver que Otelo y Desdémona y
Yago perecen el uno por el otro, y es capaz de figurarse una tragedia -que no
por su vigor, pero si por su clase superaría aún a la de Shakespeare- en que
Otelo y Desdémona viven y por vivir perecen, mientras que a Yago lo nombran
Dogo de Venencia… La justicia poética en Shakespeare no es demasiado escasa,
sino por lo contrario, demasiado grande, especialmente en algunos
insignificantes finales, porque Shakespeare tiene, en mayor grado que nadie
antes o después de él, clara visión de la auténtica justicia objetiva y natural
que reside en conocer la íntima realidad de las contradicciones intrínsecas de
nuestro mundo, producidas por la casualidad.
Ahora bien: Con suma destreza y vitalidad el poeta nos introduce sin
rodeos en el argumento general de este drama lo mismo que en las distintas
escenas; pasa, pues, un lapso lleno de tensión dramática hasta que estamos al
tanto de los sucesos. Véase este comienzo: dos hombres discuten, excitados, por
algún acto cometido por otro y que les disgusta; pero lo que hizo, no lo
sabemos ni lo sabremos por algún tiempo. Y ¿quién es? Un oficial; se trata del
cargo de un teniente -es decir, del de vicecomandante, de teniente general-; el
que habla está desilusionado, está enfurecido: nombraron a un extranjero, un
florentino; éste es descripto como debilucho, hombre de libros, estudioso sin
experiencia, hombre calculador; el que habla, Yago, se describe a sí mismo como
soldado avezado, de fuerza brutal. En Trolio y Cressida vimos señalado -en un
pasaje decisivo y serio- el contraste de los dos tipos de militares, el que
aquí sirve tan sólo para una caracterización ocasional. Nos enteramos… no,
todavía no nos enteramos del nombre del general, pero sí de algunos de sus
apodos y nombres alusivos: su ‘moridad’ -el moro- -el belfo- -el chivo negro-
-el caballo árabe- y otras veces más: el moro; nos damos cuenta de que
-independientemente del odio denigrante del que habla- debe ser muy popular ese
hombre de color que es almirante de la república de Venecia. Sólo en la tercera
escena, después de tratar con él no poco tiempo, oímos su nombre, cuando el
dogo lo saluda como ‘Otelo’.
¿Qué hay en esa ‘moridad’, pues? ¿Qué es Otelo: moro o negro?
Evidentemente, Shakespeare se lo ha figurado como moro tal cual lo dice la
palabra; Mauritania, el noroeste africano habitado por árabes, es su patria.
Pero en cuanto a su aspecto externo, resultó un ser imaginario, producto de un
error de etnología: es un árabe con algunas cualidades propias de los negros,
como lo revelan ya sus apodos de “belfo” y “labiudo”. No debemos, naturalmente,
ver en esa mezcolanza de rasgos, una prueba de la supuesta ignorancia de
Shakespeare en asunto de geografía; más bien es verdad que comparte ese error
con todos sus coetáneos. En un libro de referencias de la época, se dice
expresamente: “Moro, un oriundo de Mauritania, noro negro o negro”. Sin
embargo, no se recomienda darle al moro en el escenario un maquillaje
exageradamente oscuro ni destacar demasiado su fisonomía de negro. Hay que
encarar tales problemas con el mismo criterio que los de la decoración
escénica: que en las tablas no estamos en la naturaleza, donde se encuentran
siempre mil cosas ocasionales amén de las que tienen que ver con lo que sucede.
Para el dormitorio de Desdémona no se necesita una mesa de luz con los útiles
de costumbre, claro está; y lo mismo no se debe insistir en la negrura del
moro, más allá de la intención del autor, pues cuando el poeta no insista en un
pormenor que quiere despierte nuestra atención, el escenario no tiene por qué
mostrárnoslo constantemente. Si el regisseur no sabe dar con la medida justa,
si no sabe distribuir hábilmente los pequeños rasgos alusivos, siempre será
mejor pecar por poco que por demasiado; no importa que los rasgos raciales
aparezcan más claramente en la tendenciosa calumnia de Yago y en el prejuicio
de otros que en la realidad de las candilejas.
A través de todo el drama y en múltiples rasgos aislados, Otelo se nos
presenta como hombre orgulloso, hidalgo que en aquel país civilizado que es su
patria, no es menos que un príncipe. Es un hombre dotado de fina cultura del
espíritu y del corazón. Goza de gran renombre y de mucha simpatía entre los
venecianos; sabe hacerse respetar, y cierta imperiosidad es segunda naturaleza
en él. Brabancio, uno de los más nobles entre los senadores, lo vio con mucho
agrado en su casa, y sólo, cuando se trata de un asunto íntimo, se despiertan
los prejuicios raciales. Más acentuadamente los expresa Emilia, esposa de Yago,
nacida en tre el pueblo inculto; nunca se refieren a la raza del moro los
nobles venecianos que necesitan de sus servicios, ni tampoco Desdémona ni Casio
que, en cuanto a nobleza del alma y pureza, están a la altura de Otelo.
Claro está, pues, que Oteo no es un negro en el sentido común de la
palabra, ni mucho menos un nigger americano, aunque no han faltado virtuosos
carentes de mesura y gusto, que lo hayan representado como tal. Shakespeare no
lo vio así; el le hace hablar el lenguaje rico, fluido y abundante en imágenes,
reservado para las grandes figuras del poeta. Hacer -y lo han hecho en algunos
escenarios- que hable algún chapurreo porque el veneciano no es su lengua
patria, revela una majadería comprensible a lo sumo en algún teatro de
aficionados de barrio. Para el poeta no existen las dificultades idiomáticas
entre gentes de distinta nacionalidad, a no ser que quiere valerse de ellas
para lograr algún efecto peculiar. En Otelo no debemos notar ni el mínimo
acento, tan poco como por ejemplo admitiríamos que Antonio hable un inglés o
castellano con acento latino, Cleopatra, en cambio, con modulación egipcia… Y
cuando Otelo dice ante el senado:
Rude
am I in my speech,
And
little bless’d with the soft phrase of peace;
For
since these arms of mine had seven years’ pith,
Till
now some nine moons wasted, they have us’d
Their
dearest action in the tented field;
And
little of this great world can I speak,
More than
pertains to feats of broils and battle…
Caracterizan sus palabras al guerrero, al oficial, no a un bárbaro; y
además, hay que tomar en cuenta que habla así por diplomacia de hombre de mundo
que sabe manejar a aquellos ante los que se halla como acusado.
Una característica queda, sin embargo, que se explica por su origen en
la zona meridional, patria de él y su familia: su sangre ardiente, sus
arrebatos de ira. No obstante, ha menester ver claramente que Shakespeare no
trae siquiera este rasgo con miras etnológicas, sino como cualidad propia de
aquel individuo Otelo. El que sea como es, resulta de su irrepetible
peculiaridad de individuo humano; el que podamos explicárnosla por su origen
africano, es resultado de su existencia social, entre otros hombres. Otelo
soporta su condición de exótico como una maldición, echada sobre él por los
demás, así como Ricardo III toma por maldición su desfiguración corporal. No es
su figura de gnomo ni su deformación lo que crea el natural y carácter propios
de Ricardo; sino lo que lo aísla, haciendo de él un rebelde y usurpador, es el
cómo lo considera la gente y él como él cree que deben considerarlo: son pues
condiciones sociales, no físicas que lo determinan. Es parecido el caso de
Otelo: lo típicamente africano reside en la individualidad de este hombre
apasionado y orgulloso, esparcido final e indivisiblemente activo entre otros
factores, como lo es lo provenzal en Mirabeau, lo romano en Coriolano, lo
escocés en Macduff. Más como Macduff no es un noble caballero porque es
escocés, tampoco Otelo se abandona, en el momento crítico, a esa enceguecedora
rabia porque es africano. Sin embargo, es un factor muy importante en su vida
el que todo podría interpretarse tan equivocadamente, que en cualquier instante
el hombre medio o algún malicioso podría argumentar que todo se explica por ser
Otelo de reza negra…
Cuando nos propongamos enumerar los rasgos fundamentales de su carácter,
nos sucederá lo mismo que frente a cualquiera de los personajes de Shakespeare:
parece que esté compuesto de elementos contradictorios. En verdad, no existe,
ni en Shakespeare ni el a vida, ningún carácter puro en sí y de por sí que
pueda ser expresado en absoluto, en fórmula abstracta, tomándolo de
representante típico de una especie.
Los que existen, son hombres determinados, en determinada condición
histórica y determinado ambiente. Así parece que, al describir a Otelo con los
términos de nuestro lenguaje conceptual, siempre contrastados y por ello
demasiado simplificadores, que deberíamos llamarlo especialmente fino al par
que en especial confiado y especialmente desconfiado. De todo ello resulta tan
sólo que no se llega muy lejos pegando tales etiquetas en un ser viviente. Pues
sólo cuando dejemos a un lado toda esa manía escolar de clasificación según
cualidades y contemplemos a ese hombre en su condición biográfica, todo se
aclara sin que quede lugar a dudas. Es verdad que el dramaturgo no nos ofrece
tal ininterrumpida biografía y que no vemos sino unos cuadros aislados
pertenecientes ya a la situación catastrófica; pero el arte de Shakespeare está
en que por medio de tales cuadros se nos revelen también la vida exterior,
todos los antecedentes y el modo más íntimo de ser de los personajes.
El moro es un guerrero, un héroe del mar, un hombre que ha corrido
mundo. Ha estado en el cautiverio y hasta en esclavitud. Es varonil, imperioso,
sabe mandar, es libre e independiente:
But tha
I love the gentle Desdemona,
I
would not my unhoused free condition
Put into
circumscription and confine
For
the sea’s worth…
Pero ahora él, hombre libre, termina por decidirse, no obstante, su
edad, matrimonio que antes le parecía empresa bastante arriesgada y como una
especie de cautiverio o esclavitud que él conoce en distintas formas y por
propia experiencia. Parece que muy contadas veces la vida le brindó lo que
encontró en esta niña; una simpatía pura y desinteresada, en un ser libre y, a
su vez, independiente. Al igual que él, ella reúne en sí, aparentemente, muchas
contradicciones: es la completamente libre y altiva al par que la complemente
confiada y abnegada. Ella no se le dio tan pronto: muchas veces han estado
juntos; él contaba de sus hazañas y sufrimientos en lejanos países y mares;
ella contaba de sus hazañas y sufrimientos en lejanos países y mares; ella
escuchaba; luego Casio debió hablar a ella del amor del moro y defenderlo
cuando ella le criticaba; pues solía hacerlo, porque, evidentemente, no le
resultó fácil acostumbrarse a él; veía rasgos enigmáticos que le inspiraban
miedo… Pero ahora él, que sabe mandar como un hombre y llorar como un tierno
niño, es todo de ella, y ella toda de él… ¿Cómo sucedió?
She
lov’d me for the dangers I had pass’d;
And I
lov’d her that she did pity them.
Por naturaleza, Otelo es el hombre más confiado, más ingenuo, más
infantil del mundo. Tiene pundonor y supone honor en los demás; es honesto y
supone honestidad en los demás. Así lo caracteriza Yago:
The
Moor is of a free and open nature,
That
thinks men honest that but seem to be so;
And will as
tenderly be led by the nose,
As
asses are…
Otelo mismo sabe muy bien que el tener confianza es natural en él; aun
hacia el final del drama, realizada ya la horrenda acción por desconfianza, él
mismo se llama “no propenso a ser celoso”.
Idéntica es la impresión que causa a Desdémona:
And,
but my noble Moor
Is
true of mind, and made of no such baseness
As
jealous creatures are.
No nos sorprende que un hombre de esta índole ya ha sido objeto de no
pocos engaños; como hombre culto y que entiende de reglas generales, ha sacado
enseñanzas de su experiencia. Cuando Yago -como es propio de él- titubea ante
cierta pregunta decisiva de Otelo, titubea intencionalmente, éste opina:
For such
things in a false disloyal knave
Are
tricks of custom; but in a man that’s just,
They’re
close deletions, working from the heart,
That passion
cannot rule.
Muy bien, conoce la regla, pero es inerme ante ficción sistemática, con
astucias e íntegras, pues es sincero y franco y por ende, crédulo, ¿Pues quién
hay que no juzgue a los demás según como es él mismo? Yago lo hace también: no
creen en una auténtica nobleza del alma; y siempre que no puede menos que
reconocer sus manifestaciones, la identifica -las palabras recién citadas nos
lo dicen- lisa y llanamente con la estupidez. No entiende por qué el
inteligente no debe buscar su ventaja con todos los medios a su disposición, el
superior hacia abajo, porque manda, y el subalterno con astucia, para arriba.
Otelo, a su vez, no comprende por qué lo que tiene aspecto de verdad y suena
cual verdad, no lo es, no es como fuera si se tratase de él, como fuera si él
lo dijese. Sabe, si, que hay villanos y que tienen sus trucos; a lo mejor hasta
conoció gente cuya malicia e hipocresía se les veía en la cara, se oía en la
voz. Pero ese Yago, a juzgar por su conducta, es un muchacho vivaz, natural,
honesto, si bien un poco brutal y tosco, pero de ninguna manera redomado o
siquiera práctico en asuntos algo más refinados -siempre que su papel no sea
desempeñado por un mal actor-; y porque Otelo ve en él tan sólo el soldado
fuerte, leal y valiente pero de intelecto subalterno, no ha querido servirse de
él para el puesto de teniente general. Yago es para él un majadero tosco;
Casio, el fino, docto, que sabe hacer proyectos, el florentino del país de
Maquiavelo, es el hombre indicado para tal puesto… Tratándose de Casio, no duda
Otelo -hombre noble y primitivo al que tan fina cultura es ajena- de que es
capaz de poner en práctica métodos que él mismo no podría emplear ni en la vida
pública ni privada: ardides, engaños y alevosía…
Así como confía en los hombres, Otelo confía en sí: es orgulloso y
esperanzado. Sin embargo, es éste el punto desde donde él no sigue siendo lo
que es por naturaleza; es éste el punto vulnerable, desde donde todo toma su
comienzo… El que este hombre cándido tenga que dudar de la pureza, que tenga
que creerla capaz de la más sucia traición, que él tan confiado sea dilacerado
por la desconfianza hasta que no puede menos que decidirse a asesinar a la
inocente, que llegue así a un horrendo crimen, a la apostasía de sí mismo: todo
ello puede ser logrado por Yago tan sólo porque el moro en un determinado punto
desconfía de sí mismo y, partiendo de él, desconfía de otros: en el amor.
Es la suerte común de los humanos el nunca estar seguros del prójimo. Yo
soy yo; no me tengo ni me sé desde dentro sino yo soy yo: “ser” no es
susceptible de tener complemento directo; ‘yo soy yo’, pero no: ‘yo me soy”; y
ahora: ‘yo soy tu’: ¿Quién puede decirlo? En el amor sexual, esta suerte humana
común es anulada al par que elevada a potencia superior: en la unión corporal,
la simultaneidad y comunión del placer, en que la pareja se pierde por deseo,
en la figuración sublimada o no, de un nuevo ser en el que la dualidad se torna
unidad, en la unión de las almas, cumbre del amor: en ellas, sí, hay por
instantes una auténtica unión. Pero el ser humano, el individuo integrante de
la pareja, entonces deja de ser él; el intelecto no comprende nada, nada de la
sensualidad y menos aún de la imaginación y del misticismo con que se rodea el
sentimiento; el intelecto se halla ante el oscuro y enigmático impulso de
generación como ante algo extraño que se adueña del ser a que pertenece. El
intelecto es idéntico como el desamor, el no amor; no puede amar, como tampoco
puede comprender el amor. El intelecto vuelve y vuelve a decirle al oído a todo
hombre: no es ésta de quien se trata; se trata de ti; es tu deseo, es el placer
que tú experimentas por esa antinomia de deseo y satisfacción; esta mujer no es
sino el receptáculo, el medio de tu placer, y tal eres tú para ella; no sois un
solo ser; ella te es ajena; ¿quién es?
Así es, por regla; y en el caso particular de Otelo, el confiado, se
agregan aún circunstancias especiales. La más sutil entre ellas ha sido
claramente señalada por Shakespeare mismo, a cuyos personajes yo de ningún modo
quisiera atribuir rasgos que no es imposible que tengan, pero de los que nada
sabía el que los creó. Otelo ya no es joven, es un hombre probado que todo lo
encontró en la vida menos a una mujer hacia la que su alma haya sentido tanta
veneración que sintió la absoluta necesidad de hacerla su esposa. No le habrán
faltado fugaces aventuras amorosas; se las habrá permitido hasta con mujeres de
la talla de Emilia. Está acostumbrado a reprimir en sí la barbarie, el furor,
la pasión dentro de su profesión de militar, precisamente por saber que en lo
más hondo de su ser duermen no pocos impulsos salvajes. Y lo mismo, desde que
encontró íntima felicidad en Desdémona, la ama sin sensualidad, en ese estado
anímico de un hermosísimo y encantado noviazgo en que uno sabe que existen,
dentro, en algún rincón, fuertes deseos, mientras “por arriba” todo es
serenidad y bienaventuranza. Este sentimiento fundamental es aún reforzado
porque Desdémona lo ama como hija al padre, y él a ella, como padre a hija.
Pero en ella vive, como en Julieta, una muy tierna sensualidad, cual capullo
que tiene el casi porfiado deseo de abrirse. Maravillosa relación entre dos
amores que se complementan por los opuestos, siempre que no intervenga el
intelecto, crítico y despiadado, para preguntar, censurar, analizar. No es mi
propósito añadir nada, nada quiero saber de lo que sucedía en el alma de Otelo
en aquel instante nocturno cuando el alboroto callejero lo obligó a levantarse.
Pero como hay tantos que interpretan este asunto muy equivocadamente, diré
algo. Sabemos cuán grande es la caída que experimentan almas sensibles y castas
en la noche de bodas, aun cuando no la interrumpa un beodo como Casio.
Imaginémonos, pues, a nuestra pareja en ese momento -unas pocas horas antes de
que Otelo mirara, para nosotros por primera vez, a Desdémona con miradas
extrañas y desilusionadas-, esta pareja desigual que debió unirse
clandestinamente porque el célebre y tan popular general tiene, para el amor,
la tacha de ser moro. He aquí el segundo, el más importante motivo que se añade
a la extrañeza común entre los hombres y más entre los amantes, y que consiste
en que Otelo sabe, por mil experiencias con los hombres, que lo necesitan, lo
saludan con deferencia, pero que al fin y al cabo es siempre… el moro. ¿No fue
ésta su experiencia siempre renovada? ¿Acaso no creyó el padre de Desdémona -él
mismo qué, hospitalario y respetuoso, tantas veces lo había invitado en su
casa- que era imposible amarlo, a no ser por obra de despreciable magia? Así es
como desde un principio se agita en él una duda latente, la sospecha de que
Desdémona pudiera llegar a engañarlo con otro….
Pero: ¡inmediatamente después de volver a verse los dos, después de
haberla saludado él tan fervorosa, tan tiernamente! Tamaña caída, tamaña
apostasía de sí, tan espantoso desconocimiento de la mujer tan pura y fina no
sería, ni con mucho imaginable en un Otelo si no fuese sorprendido por la
alevosa intriga de Yago. Otelo es incapaz de concebir un arte de simulación tan
genial y una manera de pensar tan abyecta. Además, no concibe en su ingenuidad
el menor motivo por qué Yago podría malquererle o hacerle mal. Ese joven -que
tiene veintiocho años- ha obtenido un cargo muy respetable, posee la particular
confianza de su general, no por cierto en asuntos militares delicados, pero en
todo lo marcial y personal; vive, además, en un matrimonio que parece concordar
con su robusta modestia. Nadie tiene en mal concepto a Yago; ni tampoco muestra
él mismo su maldad; una que otra acción brutal suya se explica de sobra por el
ambiente militar y porque es hombre de músculos, no de espíritu. Tal la idea
que Otelo se ha formado de Yago.
Nosotros lo vemos de otra manera; sabemos cuán genial hipócrita es ese
hombre; estamos presentes cuando él habla consigo y de sí, sin reservas ni
pudor. Muchos han preguntado si es posible que exista tanta claridad respecto a
sí mismo en un hombre malévolo como lo es Yago, tanto conocimiento de sí y
tanto reconocimiento de sí propio y han dicho que es un progreso de los
dramaturgos modernos el que presenten las acciones malas como resultantes, sin
que los individuos sean malévolos ni aun se consideren o declaren como tales.
Por lo pronto, es muy problemático si en esta diferencia entre la época del
Renacimiento y la nuestra no hay algo más que sólo un progreso del arte
dramática y de la interpretación psicológica; y si esta nueva manera de ver no
está más bien relacionada con una evolución de los hombres y de las condiciones
generales. ¿Quién sabe si en tiempos idos, el pensar vil y alevosamente no era
requisito previo para cometer actos malos y novios? ¿Quizá esté el progreso en
que en nuestra época escaseen los hombres activos y abunden los impulsados, que
hoy en día los hombres dejen que un depravado ambiente y condiciones
perniciosas obren sobre y a través de ellos, sin llegar a la reflexión de lo
que están haciendo, de la culpa en que incurren? A lo mejor, nuestra manera de
distribuir la culpa en infinitamente muchas partículas de masa, y toda la vida
en masa, el pensar en masa, y la falta de individualidad de nuestra era, no es
una nueva técnica de los poetas, sino, lisa y llanamente: nuestra técnica…
Sea como sea, los actuales atribuimos al grupo, a la tradición, al
conjunto, a la sociedad, al medio ambiente lo que tiempos anteriores tomaban
por debido al carácter individual. Y cuando un poeta se dispone a representar
condiciones de nuestra época, como lo hace por ejemplo Hebbel en Maria y
Magdalena, la auto vivisección de los personajes que ya no actúan con libre
albedrío, sino como productos del medio ambiente, nos suma bastante rara, por
genial que sea el lenguaje poético, porque notamos una contradicción que hace
inseguros y productos de la abstracción tales personajes, así se tratase de una
Judith o de un Gyges, puesto que su autor ya no se atiene con firmeza a una y
la misma concepción psicológica.
Dejando a un lado a este gran poeta perteneciente a una época de
transición, diremos ahora, respecto al modo como nuestra época ve a
Shakespeare, que los actuales solemos emplear la moderna concepción
materialista y económica de la historia y de la sociedad, demasiado
mecánicamente; que con demasiada ligereza tomamos al individuo por el mero
producto de las condiciones dadas. No hablo sólo del arte, hablo de nuestra
vida. Hablo, al hablar de Shakespeare, de nuestra vida, y de la particular
importancia de Shakespeare para nosotros; de ello hablo, y por ello. Hay
efectivamente y sin lugar a duda, hombres que no son sino productos; los hay en
masa; nuestra era técnica fábrica directamente tales masas; al nacer, salen de
la fábrica y van a la fábrica hasta que mueren. Pero había siempre y hay y
habrá hombres productivos. El gran drama no tiene que vérselas con los hombres
adocenados, sino con el hombre descomunal, porque es representativo, no el
hombre moldeado y hecho, sino el que hace y moldea; y representativo no de las
condiciones reinantes en la superficie de una sociedad que se agita en formas
de vida pasajeras y sujetas a la moda, sino representativo no de las
condiciones reinantes en la superficie de una sociedad que se agita en lo que
es lo esencial para la especie, lo que es la entelequia del mundo. Hay, claro
está, también almas, digamos: entrecanas, con mucho intelecto y poca
naturalidad, como la de Antonio en el “Tasso”; son interesantes, pero no son
imponentes ni divertidos, y moran, algo salientes en aquella capa de la que
descuellan los auténticos portadores de lo dramático.
Supongamos que un poeta de nuestros tiempos dramatizase la vida de…
digamos: Suchomlinoff, ministro de guerra zarista (para no buscar un ejemplo en
nuestras inmediaciones), y lo pintase negro en negro como a un malévolo
consciente de su alevosía, sostengo -abstracción hecha de lo tendencioso de tal
caracterización y admitiendo, por un instante, la premisa principal- que todos
lo objetarían, y con justicia, diciendo: ¿No, no, no hay que simplificar así! Y
efectivamente, lo peor de todo es que hoy en día los asesinos no son asesinos y
que los responsables de infernales y horrendos crímenes contra millones de
vidas humanas no son diablos ni aun hombres de mal andar, sino que, en la vida
pública, con toda raspón deben considerarse políticos y en la privada, creerse
buenos y honestos.
Porque ellos mismos no son, pues, ni en el mal ni en el bien,
productivos sino productos. Los individuos de la clase citada que no son
personalidades, no pueden ser objeto de una poesía que nos hace ver a
representantes de lo productivo y se dirige a lo productivo en nosotros mismos,
a la imaginación que reproduce en el alma la poesía y, conforme a la poesía, se
torna productiva en la vida.
Ahora bien: cuanto más significativo es un individuo, tanto más
reflexivo es en su actos de voluntad y por ende reflexivo en lo que atañe a su
yo. El que esta discusión del hombre con su yo, la autocrítica de sus acciones
e impulsos se efectúe en la vida real de modo distinto del empleado en los
monólogos de Ricardo III o de Yago, es asunto perteneciente a otro orden de
ideas: es asunto no de contenido, sino de forma. El monólogo -si no es uno del
tipo de los declamados por una Juana de Arco o un Guillermo Tell, sino uno
ideado y compuesto por un auténtico dramaturgo- es una forma poética que reúne,
dándoles expresión concentrada y ordenada mediante el lenguaje, a ese sinnúmero
de ocurrencias y medios pensamientos que, en el momento de tomar una decisión, oscilantes,
palpantes, instantáneas, fugaces, entrecruzadas surgen desde nuestra vida
anímica dispersa, sentimental, soñadora y soñolienta. Empleado tan sólo en
momentos de culminación, y puesto en boca tan sólo de personajes capaces de
conservar consigo mismo, el monólogo es uno de los medios artísticos del poeta
dramático que sirven para revelarnos lo más arcano del alma humana.
La literatura moderna acercada a la ciencia en lo que al contenido como
a la forma respecta, ha producido importantísimas novelas; baste enumerar a
Stendhal, Flaubert y Balzac, Zola y Dostoievski. En lo referente al drama,
diremos que ni siquiera los autores más importantes, lo que han encontrado
formas nuevas para los contenidos nuevos, Ibsen y Strindberg, han podido
escapar en todas sus obras del cautiverio que les impuso la época decadente y
aplastada por la miseria de los adocenados y que, no obstante sus apreciables
tentativas de fugarse se han quedado, en más que un aspecto en ese camino que
baja desde Shakespeare a momentos importantes y sigue barranca abajo. Todavía
son actuales las estupendas preguntas y réplicas formuladas alguna vez por
Schiller, quien fue, en el dominio del lenguaje lírico de los conceptos y, por
ello, también en el de la retórica y la polémica, un poeta tan grandioso como
fue ineficaz en el dominio del drama donde supo darnos escenas, discursos y
portadores de papeles políticos, si, pero ningún ser humano. Me refiero a estos
dísticos:
Woher nehmt ihr denn
aber das grosse, gigantische Schicksal,
Welches den Menschen
erhebt, wenn es den Menschen zermalmt?
“Das sind Grillen! Uns
selbst und unsre guten Bekannten,
unsern Jammer und not
suchen und findern wir hier.”
Aber ich bitte dich,
Freund, was kann denn dieser Misére
Grosses begegnen, was
kann Grosses durch sie denn geschehn?
Estupenda es esta pregunta; sin embargo, no quisiera citar esa brillante
tirada sin agregar que el mismo hombre que la puso en boca de su
Shakespeare-Hércules, se ha atrevido a aguar, a su manera, al bastardo Edmundo
en grado tal que éste se convirtió de monstruo creado por tal naturaleza en
otro artificial al estilo de Franz Moor, en “Los Bandidos”, y a imitar la
relación entre Otelo y Yago, con otra, suya y, deplorable, que es la entre
Ferdinando y Wurm, en “Cábala y Amor”,
por no hablar de la más deplorable adaptación aburguesada que Schiller hizo de
“Macbeth”...
¡Wurm y Yago! Una mamarrachada inventada para fines de combinación, un
arabesco caricaturesco de Wurm, ¡Y Yago es un hombre de sangre y huesos!
¿Yago un hombre? ¿Es así? ¿Tal hombre existe y anda? ¿Un tipo sin un
solo rasgo bueno? ¿El prototipo de taimado intrigante? ¡Calma! No estoy tan
enamorado de los grandes malhechores shakespearianos que emprendiese
“salvarlos”; pero diré que entre ellos ni siquiera hay uno que sea un demonio
absoluto y nada más. Y diré respecto a Yago lo que es decisivo: que lo bueno en
él es lo que es lo malo en él: su condición de estar abajo. Quiero decir que,
si este hombre estuviese arriba, estuviese a donde todo en él lo impulsa, muy
arriba, tendría madera para llegar a ser un celebérrimo monarca o papa con el
nombre de Yago el Grande o Yago el Santo. Él no está en el lugar que le
corresponde; es, aunque dotado de eminente inteligencia y fuerza, un ser
abandonado por el destino. Lo peor que comete, es resultado de la envidia, y la
envidia no es una cualidad individual si no queremos tomar todas las cualidades
individuales por nombres para designar ciertas costumbres personales de
conducta con los demás. La envidia es, en rigor, la relación existente entre
las tendencias inherentes en una personalidad hacia su realización, -con lo que
se señala, a su vez, no una cualidad innata, sino una relación recíproca-, por
una parte, y la ausencia de condiciones favorables causadas por el medio
ambiente. Las faltas de carácter típicas de los mucamos, mozos y escribientes
de los notarios desaparecen con increíble rapidez, al convertirse esta gente en
rentistas, hoteleros y propietarios, y estoy convencido de que un individuo
perteneciente hoy a la clase de criminales que hay en toda metrópoli, y
especializado, digamos, en robar bicicletas, ya no robará una, cuando llegue a
tener coche propio… Los criminales, pillos, bribones y tachándolas en
Shakespeare, llámense Yago o Ricardo o Tersites o aun Calibán, están
perfectamente motivados y explicados por su tara hereditaria o la posición
social que les tocó en suerte; sólo que las condiciones no se tragan su
personalidad, sino que más bien las circunstancias que los condicionan han
llegado a formar parte integrante de su carácter.
Pues bien, si hay algo simpático en Yago, es el hecho de que odia a su
general de todo corazón, y que este odio no nace de móviles exclusivamente
personales, sino de razones de carácter general:
I hate
the Moor. My cause is hearted.
We
cannot all be masters, nor all masters
Cannot be
truly follow’d.
Habla con escarnio de la gente servil y genuflexa, enamorada de su
condición de esclavos:
Whip
me such honest knaves! Others there are
Who
trimm’d in forms and visages of duty,
Keep
yet their hearts attending on themselves; … these fellows have some soul;
And
such a one I do profess myself.
…
Were
I the Moor, I would not be Iago.
In
following him I follow but myself.
…
…I
am not what I am.
“Yo no soy lo que soy”: todo está dicho con estas palabras. Primero: me
toman, casi todos por un hombre honesto y servidor leal; ahora, ante ti, mi
burro Rodrigo, me quito una vez la máscara, porque así me conviene; pero los
demás me toman por un alma de Dios, por un muchacho servil; ¡qué estén alerta!
Segundo, ¿por qué simuló ser otro, por qué engaño, por qué les pongo trampas?
“¿No soy lo que soy…”, no estoy en el puesto que me corresponde, que podría
desempeñar muy bien, que estoy decidido a conquistar… si yo fuese Otelo, quiere
decir, estuviese en su lugar, yo miraría con desdén a un Otelo, quiere decir,
estuviese en su lugar, yo miraría con desdén a un Yago y sus ardides serviles y
sus costumbres… pues entonces sería todo un señor!
Por lo pronto, trabaja en él con toda fuerza el egoísmo del subalterno,
la ambición; hay que eliminar lo que le cierra el camino, y a este impulso
sano, común e irresistible, se añade un sentimiento secundario: la intriga, la
malicia y hasta el placer de hacer de las suyas, de enmarañar relaciones
aparentemente claras, de crear complicaciones, de instigar hombres contra
hombres. Muy grata esa institución hecha por la naturaleza de que todo, a
excepción del trabajo, cuanto sirve para fines egoístas, para colmo, nos causa
placer. Yago no es tan gran artista del odio como lo es Shylock; pero bien
pronto abandonaría sus perjudiciales empresas si tuviese que luchar contra la
deprimente sensación de vergüenza, en vez de sentirse contento y plenamente
satisfecho. El, en cambio, procede con pleno goce y, en todo sentido, sin
vergüenza alguna, lo cual se evidencia sobre todo en aquel dominio del que
provienen la vergüenza y el goce… Es un hombre ordinario -como solemos
decir-, extraordinariamente ordinario;
pero unido a su brutal bajeza y al servicio de ella tiene un intelecto
extraordinariamente chispeante, rápido, avezado, que no se asusta ante las
consecuencias ni está frenado por inhibiciones anímicas como la veneración o la
piedad o, digamos, por la religión. Religioso no es, ni en el sentido de
pertenecer a cualquier grey religiosa ni en el de someterse a una disciplina
ética: es chistoso y rabioso. Así es como en él se han formado las virtudes
intelectuales que corresponden a su posición social: su ingenio es agudo,
punzante y rebelde, especialmente en momentos de arrogancia y escarnio hacia
los tontos (que él toma por tontos a casi todos); y trabaja con lógica,
cálculo, sistema, perseverancia, seca calma y asimilación, improvisada al
instante, a cualquier situación y cualquier accidente.
El indecible efecto de las grandes escenas con Yago y Otelo resulta de
que en ellas chocan dos caracteres osados y rápidos, aunque de muy distinta
tesitura, y con encarnecido odio mutuo, compiten por llegar a la misma meta que
es la aniquilación de Desdémona. Dos inquietudes contra una tranquila alma de
mujer. La rapidez de Otelo está en la pasión, la perturbación, el efecto, el
ardor y furor del alma que salta de él, desde que se siente engañado y
deshonrado. Es como si en Otelo se empinarse un toro, enfurecido, rugiendo,
sólo que lo frenase, continuamente, el alma, la sensibilidad herida en lo más
íntimo y, por obra de Yago, la reflexión, la dialéctica, la ira disfrazada de
pensamiento y planeamiento. Yago, en cambio, es como un ágil torero que se
aprovecha de cualquier ventaja, un tirador de sangre fría, flexible, elegante.
Dentro de esta pareja, Yago, el plebeyo que quiere llegar, con su natural
voluntad de destruir, posee todas las virtudes activas de un hombre superior;
la voluntad de destruir en Otelo, en cambio, es como un inyección ocasional,
aunque el veneno no pudiera surtir efecto si no encontrase materias afines en
la sangre del moro. Otelo el general no es sino un instrumento subordinado para
Yago. que le sirve con el primitivo salvajismo de su índole natural; es como un
esclavo que, en actividad, es pasivo, y que a medida que viene soltando su
energía más libre, más salvaje, más desenfrenadamente, se vuelve tanto más
inerme y expuesto a ser sacrificado. Y con todo, aparece Otelo como hombre independiente,
imperioso que, celoso de su honor, mantiene limpia su casa, mientras Yago
aparece como el que no hace sino prestarle sus servicios, como corresponde al
deber de un hombre leal y servidor…
La psicología de Yago es filosofía; él es el cínico perfecto que llama a
todas las cosas por su “debido”, por su perro nombre; la entelequia del mundo
es para él su bajeza; y en contados casos, con su nobleza, que para él no es
sino estupidez.
Dotado de tales cualidades le resulta fácil y hasta le es imprescindible
el calentar y recalentar su odio contra su superior. Corre la voz de que el
moro lo ha engañado con su esposa, la de Yago, y ya cree éste que tal cosa es
muy probable de acuerdo con su modo de juzgar a los hombres, y, además, quiere
creerlo porque tal creencia lo acicatea, no importa si es o no fundada. Cree a
Casio capaz de lo mismo. El auténticamente desconfiado y celoso en nuestro
drama es Yago, quien considera -dada la oportunidad- posible cualquier vileza,
cualquier acto irreflexivo, especialmente en lo sexual, trátese de él mismo, o
de su esposa o de cualquier otro.
Así juega en lúbricas fantasías con la posibilidad de gozar alguna vez,
más tarde, pronto, de Desdémona, cuya grácil belleza, cuya pureza es para él un
atractivo de especial fuerza de seducción. El no cree en una pureza innata y
esencial, del modo que Desdémona tiene para él algo inconcebible y, en el
fondo, odioso en su modo de ser que más lo atrae que una robusta sensualidad
que él es capaz de comprender. Además, dará mucho valor -como es costumbre de
los hombres en cuentos orientales y novelas renacentistas- no tanto a castidad
del alma, pero sí a cierta integridad física, a la virginidad garantida por
severa vigilancia. De ninguna manera comienza Yago por querer lograr lo que
logra en la horrenda realidad que esta tragedia nos obliga a soportar: de ninguna
manera esperaba tal arrebato de Otelo, ni el asesinato de una encantadora mujer
casi inmediatamente después de las bodas, ¡y por tal motivo! ¡Cómo si no lo
hiciese todas, ponernos cuernos!... su
objetivo es eliminar a Casio mediante calumnias y con ayuda de Rodrigo; con
ello quiere.
Make the Moor thank me, love me, and reward me,
For making him egregioualy an ass…
Y en el caso que se presente la oportunidad, de paso -pues la carrera es
lo principal, lo sexual no es más que un grato y placentero aditamento como lo
es el practicar su malicia- de paso, pues, y perturbado ya aquel matrimonio,
tratará de inmiscuirse y de amansar a la joven esposa de ese burro viejo y
negruzco. Se propone llevar a su general “hasta la rabia” -a ver si se puede- y
sabe que los celos hacen rabiar a la gente; muy bien lo sabe por haber pasado
él mismo por esa clase de rabias comunes, y sin perjuicio para su salud y sin
que hayan costado la vida a él o a su esposa. Lo que no sabe es cómo será
Otelo, cuando llegue a rabiar, pues no conoce ni el salvajismo ni la nobleza de
este hombre en que siempre veía a uno de los más reflexivos y comedidos:
Can he be angry? I have seen the cannon,
When it hath blown his ranks into the air;
And like the devil, from his very arm
Puff's his own brothers -And can he be angry?
El procedimiento de Yago es, conforme a su gusto, muy complicado, muy
mezclado de odio y cálculo y, por ende, de ninguna manera cauteloso sino
atrevido y jugador hasta el extremo: con su intriga se propone avanzar a primer
oficial y confidente de Otelo y, hasta lograrlo, lo torturará al extremo qué le
brote la sangre… Ese temerario, cuya cabeza, cuyo sistema vascular rebosante de
savia están en constante peligro de reventar por la impulsividad y el ímpetu de
hacer malévolos travesuras, no experimentaría alegría alguna por su
inteligencia si tuviese que actuar con reflexión. El procede de pleno acuerdo
con su carácter y, también, su posición social y la situación particular dada:
Otelo ha nombrado primer oficial a aquel joven buen mozo qué ante Desdémona hacía
el padrino y la trata, por ello, con cierta familiaridad; acaban de contraer
enlace el moro algo viejo y la floreciente veneciana; a invitación de Yago, se
ha trasladado a Chipre este loco de Rodrigo, quien, no sin antes llenar bien su
faltriquera, anda aferrado a la ilusión de que Desdémona será suya, y es, pues,
un instrumento dúctil para Yago… Las cartas están barajadas, el juego puede
comenzar: Casio es triunfo…
Emborrachan a Casio que, debilucho como es, nada aguanta; hacerlo es un
juego de niños para Yago en aquella noche de regocijo, la noche de bodas; Casio
se pelea con Rodrigo, desenvaina la espada, Yago se las arregla para que toquen
a rebato la campana; el gobernador de Chipre qué interviene, resulta gravemente
herido; acude Otelo: destituye a Casio. ¿Quién sabe si insistirá en su
decisión? ¿Acaso no es el moro comprensivo y bonachón? Y más: hay que
torturarlo. Yago no deja trabajo sin terminar. Todavía no se acabó el juego.
Persuade a Casio que elija a Desdémona como intercesora a su favor, sin
tardanza, apenas qué amanezca, Casio es llevado al jardín por la dócil Emilia,
para que allí converse con Desdémona. Yago encuentra la vuelta para hacer
venir, como por acaso, a Otelo, exclamando:
Ha! I like not that!
Y mordiéndose acto seguido los labios; no él ni ha dicho nada…
Lo que oyó, le roe el alma a Otelo; continúa hablando distraída, amable
y sosegadamente; desea que lo dejen sólo, pronto; apenas si sabe por qué. Pero
Yago no lo suelta; sabe entretejer, en una conversación sobre Casio, algunas
observaciones, bien calculadas, respecto a las apariencias que engañan… Y, de
repente, Se le desliza una alusión; quiere que Otelo se dé cuenta que ese amigo
leal le habla con cautela y cuidadosamente… Un par de horas hace que Casio,
desesperado, le ha dicho algunas patéticas frases sobre el buen nombre; Yago
las emplea ahora, porque sabe que harán mella en Otelo. Luego pasa a advertir a
su general que no se torne celoso, antes que éste pueda darse cuenta cabal que
ya lo es…
¿Celos? ¿Como estado de ánimo largo y martirizante? ¿Acaso la tan
divulgado y repugnante costumbre de los hombres, basada en la suposición -muy
en boga- de que las mujeres les ponen
cuernos a todos? ¿Tal matrimonio? No, todo ello es inimaginable Para Otelo. No
para ello ha tardado tanto tiempo en casarse; no para ello ha ofrecido su amor,
su religiosa veneración, a una Desdémona… ¿Cómo fue ese saludo que le dio,
cuando tras fuga, separación y tormenta, volvieron a reunirse?
O my soul's joy!
…
If it were now to die,
‘T were now to be most happy; for, I fear
My soul hath her content so absolute,
That not anoche confort like to this
Succeeds in unknown fate.
Así es Otelo: en el instante de suprema dicha piensa en la muerte. “So
absolute”, dice el texto de Shakespeare; “tan absoluta” es la satisfacción de
su alma; tan absolutamente imprescindible le es el amor, el amor enterizo e
íntegro; tan Imposible le resulta pensar siquiera en hacer concesiones a lo
parcial o a lo bajo.
To be once in doubt,
Is once to be resolv'd…
Pero -el veneno ya surte efecto en el pobre-:
I'll see before I doubt…
¡Pide pruebas, demostraciones!
Y Yago recurre a advertencias, francas, leales, sinceras:
I know our country disposición well…
Con diabólica simulación, le recuerda las palabras de desprecio con que
lo despidió el mismo padre de Desdémona que debe de conocer a su hija:
Look to her, Moor, if thou hast eyes to see;
She has deceived her father, and may thee!
Ha tocado el sitio vulnerable; nada más lógico que seguir taladrando en
él… ¡qué bien supo la niña ocultar sus planes, cuando huyó de la casa del padre
y se fue con el moro! ¡con el moro! Ella qué fácilmente podía tener a tantos
compatriotas, gente joven, hombres de su raza y color….
Nuevamente se interrumpe Yago; ruega a Otelo que no pierda el tino; qué
no se ponga a cavilar sobre semejantes asuntos. Reteniéndolo, lo empuja
adelante…
Otelo quiere estar a solas consigo; y hasta Yago considera bien el
abandonar a sí mimo a su víctima, al menos por un tiempo. En breve escena
intermediaria se encuentran Otelo y Desdémona. Ya le resulta difícil ser amable
con ella, aunque el verla lo convence de que es la fidelidad en persona. En
esta escena tan sucinta observamos, mejor quizá que en cualquier otra, la tensa
economía de Shakespeare, la parsimonia con que emplea sus medios: Desdémona se
angustia por el tono débil y sofocado con que Otelo le habla y le pregunta,
preocupada, si no se siente bien. Otelo, ya no seguro si este interés es o no
sincero, poseído por la asquerosa visión de maridos engañados
-Even then this forked plagues isfated to us,
When we do quicken… -
contesta, con acerba ambigüedad, que siente un dolor en la frente…
Why,
that’s with watching…
le replica Desdémona, recordándole la noche con amable franqueza, y se
dispone a vendarle la frente con su pañuelo; ¡cómo le gusta acariciar esa noble
frente! ¡Ella de que algo en Otelo está dudando, ella que acaba de conversar
con Casio, tan familiarmente, evocó la noche, esa noche, y está por tocarle la
frente, esta su frente, y atarle una venda!... Indignado la rechaza y la
conduce al interior de la casa. Desdémona, extrañada por esa conducta que nunca
conoció en él, ni presintió, queda perpleja; no piensa en el pañuelo caído al
suelo, y se va con Otelo. Es éste el pañuelo que Yago viene esforzándose por
tener, por el cual ya durante la travesía -tiempo ha que está hecho su plan-
importunaba a su esposa. Ese pañuelo se extravío ahora de la manera más natural,
no debido a algún inesperado accidente, sino en nexo causal con la pena de
Otelo; cae, es encontrado y, acto seguido, “cobrado” por Emilia. Cuando
Shakespeare, en una escena como ésta, que le hace falta para continuar los
sucesos externos, sigue desarrollando los sucesos psíquicos hasta lo más
medular y sin esforzarse aparentemente, se nos brinda una ocasión para ver que
la más refinada técnica no es alcanzable sino para quien sepa adentrarse en lo
más íntimo, sepa vivir lo que sucede entre los hombres; y de que la más
refinada teatralidad no puede seguirle al poeta hasta la cumbre de perfección
técnica que le es propia.
Yago ha logrado lo que quiso lograr: el objeto; ha llegado a la vuelta
inevitable; tiene la prueba, que, irrefutable, por fuerza de los sentidos,
acusa y convence; tiene el corpus delicti.
Trifles,
light as air,
are
to the jealous confirmations strong
As
proofs of holy writ.
Unos breves momentos soporta Otelo la presencia de Desdémona; luego
vuelve al jardín, donde encuentra a Yago. Completa está su desesperación;
culmina la crisis: si puede ser que Desdémona sea otra que aparenta ser, el
mismo desearía de corazón ser otro que es. No lo aguantará no vivirá, si ella
es infiel, es decir, si ella no es ella misma, sino mujer de vida. Pero: ¿si él
no lo supiese? ¿Si para él nada hubiese cambiado? Tan horrible idea es su
última ancla en esta vida querida; así, quizás, podría seguir viviendo, con
esta grata apariencia que tomara por realidad; con fe en el amor… Pero ahora,
-ya no comienza sus frases con un “por si acaso”; piensa como saltando; para él
ya existe la prueba, la decisión, el fin… Lo primero que surge en la fantasía
del hombre noble que es, no es la idea de lo que le hará a ella; es la imagen
de su vida qu ahora ha de tocar a su fin: él se despide. Emocionados, nos
enteramos de que el solitario hasta ahora no conoció otra cosa que, por dentro,
cierta tranquilidad lograda no sin peripecias, y por fuera, luchas, arduas y
valientes… En este momento de su separación de la paz del alma y de la guerra
en el mundo, adivinamos qué fue lo que esa alma varonil esperaba de la dulce
Desdémona. Quisiéramos hablarle, insistir que vuelva en sí; pero ya es tarde;
ya está resuelto, sumido en tristeza, listo y decidido a mirar de hito en hito
a la verdad y a la muerte. Cuando se lanzó sobre Yago, apretándole la garganta,
gritando:
Villain,
be sure thou prove my love a whore,
ya es hombre trasportado, ya está más allá de su yo, en una nube de ira;
ya no quiere investigar; él, hombre absoluto, no puede vivir en ese espacio
intermedio de la duda, de la desconfianza, de los celos; quiere que le den
pruebas; o ansía; no necesita ya otra cosa en esta vida que la prueba; quiere
ver lo que lo aniquiló…
Yago trae pruebas, más que suficientes; pero en su afán de someterlo a
torturas lentas, comienza por abyectas mentiras inventadas por él, pero de
mucho peso en cuanto Yago es “un hombre honesto”; ¿y cómo quieren que alguien
invente tal cosa? Y efectivamente, parecen verdad sus mentiras, merced a un
detalle de que Otelo se entera por Yago: El pañuelo, un sagrado recuerdo, un
talismán, la primera prenda de su amor, está en manos de Casio; que éste se
mondó la barba con el pañuelo… Una vez más Otelo pone a prueba a Desdémona; le
pide ese pañuelo. Ella se siente molesta, porque en seguida lo echó de menos,
lo buscó, sin encontrarlo. Pero -como ella no está enterada de lo que está
sucediendo- su pertinacia de hablar del pañuelo y siempre del pañuelo, le
parece ser un recurso para salvarse de su intercesión, algo molesta, para el
pobre Casio. De modo que la compasiva, bien intencionada que estima Casio y no
vacila en su juicio sobre ese hombre valioso, contesta a cada pregunta por el
pañuelo con palabras cada vez más fervorosas en pro de Casio…
¿No basta aún? Yago arregla un intervalo, porque necesita tiempo por
razones externas, y hasta tiene el prurito de prolongar el tormento del moro
hasta que Casio esté maduro para caer. Vuelve, pues, a envenenarlo con vagas
alusiones tomadas todas del dominio de lo indecente porque quiere que Otelo no
deje de figurarse a Desdémona en situaciones de las más repugnantes, para que
vea, vea clara e irrefutablemente, que esta mujer, esa tierna niña que acaba de
volverse suya del todo, es a whore, una puta, ni más ni menos. Y Otelo se
enloquece. Está como en un delirio, profiere palabras incoherentes como de
hombre que ya nada comprende: “la prueba” ... los objetos probatorios… “la
venganza” ... toda esa bajeza porque tiene que pasar… la sucia vileza de este
mundo de los cuerpos y de lo sensul…, todo ello se le mezcla:
Handkerchief, -confessions,... To confess and be hanged for his
labour; first, to be hanged, and then to confess… It is not words that
shake me thus: pish! -Noses, ears and lips: Is’t possible?...
Y cae, desmayado.
Apenas vuelto en sí, Yago le administraciones la prueba, palpable, para
los ojos y para los oídos. Escucha -ya no queda la menor duda posible, por
infantiles que sean los ardides con que Yago se puede contentar frente a ese
hombre crédulo y poseído- escucha todo lo que Caso, charlando en ciega y
despreciable confianza a Yago, habla de su aventura amorosa con… Desdémona. Un
incidente, no previsto por Yago y no sin peligro para sus designios, es, al
instante aprovechado por él que así se ahorra mucho trabajo: Otelo ve el
pañuelo, ve como una despreciable ramera, tras retar a Casio, se lo arroja a
los pies, diciéndole que se quede con lo que -según ella- otra amante le habrá
regalado…
Nin una palabra de que Desdémona podría ser presa de un amor a otro;
Otelo lo vio con sus propios ojos, lo sabe; para él, está comprobado que ella
es un ser abyecto, que Casio al que tanto apreciaba, es como ella… El mundo se
le desvanece; siente asco, un asco como siente quien quiera arrancar una flor y
toque lodo…
Todo se concentró en él en extraña mezcla: inefable, incontenible furia
y decisión férrea de vengarse, y dominio de sí y hasta una siniestra calma. No
se cansa de evocar en sí su dulce belleza, su amabilidad, las horas que pasaron
juntos en Venecia…. ¡Qué pena que el mundo sea así: que toda esa gracia que
parece irradiar del alma misma no sea sino barniz, y debajo de él no haya sino
vacío y bajeza: qué pena!
Más cuando luego llega el embajador de Venecia, que trae el nombramiento
de gobernar en Chipre para… Casio -¡qué escarnio! - y Desdémona, ingenua y
franca expresa su contento por la noticia, -horrorosamente desvergonzada, día
Otelo- Otelo la golpea…
Y en la noche, la asesina. Cuando Yago se dio cuenta de que ese hombre
no puede menos que buscar soluciones absolutas, no puede menos que asesinarla,
el hipócrita, el virtuoso le dio un consejo de cómo ha de darle muerte. Y Otelo
le sigue; la ahoga con la colcha del lecho en que ella ha pecado… mil veces,
como la locura le miente a Otelo. Y ya no oye, ya no ve cómo es ella: puesto
que no cree ni puede creer que ella es así como parece ser. Recordamos la
dolorosa pregunta en labios del joven guerrero Troilo:
Beauty,
where is thy faith?
Lo que quiere decir no sólo: “Belleza, ¿dónde está tu fidelidad?” sino,
al par: “Belleza, ¿cómo puede uno tenerte fe? ¿Dónde está tu garantía?” Y Otelo
ha llegado ahora a preguntar: “Belleza del alma, que no puedes sino aparentar,
¿dónde está la prueba de que existes?” El se entregó, íntegramente, a ese amor;
para él, que ansiaba hallar calma y paz, que se había tomado de la mano a sí
mismo, se había dominado, no obstante, esa rebeldía que subterráneamente
trabaja en él, para él Desdémona era la redentora, la salvadora, era su ángel
bueno:
Excellent
wretch! Perdition catch my soul
But
I do love thee! And when I love thee not
Chaos
is come again…
Tales fueron sus palabras, palabras de advertencia, de conjuro, cuando
el gusano empezó a roer el alma: ¿y ahora? Ahora ha vuelto el caos… La que le
pareció ser pura y que en verdad es la pureza sin mácula -sólo él no lo sabe-
se ha tornado apariencia para él, nada más que envoltura que engaña… Él cree en
Yago, en el hipócrita, porque Yago ha “evidenciado sus alegatos” así como la
belleza y la pureza nunca pueden evidenciarse. El intelecto que habla y
analiza, ha vencido el alma que se oculta y calla.
Sin embargo, ha menester que nos acordemos a tiempo -cuando la compasión
nos sacude y el pensar en nuestro propio mundo, tan amargo, tan serio, ese
mundo de hoy donde todo se analiza y destroza, está por aniquilarnos
-acordémonos, digo, de lo que el poeta quiere que no olvidemos ni por un
instante: de que todo aquello no es sino una imagen. Es éste el mejor remedio
para vencer esa sensación de que presenciamos algo horrendo -ya lo dijimos con
palabras de otro origen-, ese saber de que lo que allí muere, no es sino un
símil. Aun en la vida real en que los dolores reales duelen realmente, ¿cómo
aguantaríamos, si no nos dijésemos: “¿Ved, el hombre se va -pero algo hay que
trasciende a través de la muerte, algo que queda, algo que es?”
Así, conmovidos por aquella imagen onírica de la vida y, pese a todo, ya
tranquilizados y serenados -en cualquier obra de arte autentica misma hay,
junto con el fervor paz y serenidad que pasan
los que la reciben en su alma, ingenuos y puros-, podemos decir: El alma
que muere allí, ante nosotros, seguirá viviendo, viviendo hasta en el crimen
que le dio muerte. Pasemos por alto todos aquellos funestos errores en que
Otelo se enredó, y que no son sino fantasías, malas, confusas, de una vida
hendida, y digamos que la idea que lo obsesiona y motiva su acción, a pesar del
aturdimiento, del ofuscamiento, de su furia, es noble, elevada, grande, es
digna de él y de Desdémona.
It
is the cause, it is the cause, my soul,-
Let
me not name it to you, you chaste stars,-
It
is the cause…
Es la causa : la causa es, en efecto, lo que importa Otelo: un ser tn bello debe ser expresión de
la naturaleza, debe ser signo de una existencia, debe ser real y verdadero; o,
si no es sino voz, como la de la boca humana -agregamos: voz como la de Yago-,
si no es sino mentira y apariencia, no tiene derecho a vivir. Otelo, en el
instante anterior a su acción, piensa de acuerdo con la exigencia que Hamlet se
formula así mismo: que tan inconcebible engaño no debe llegar a manchar la
tierra; que algo muy importante en el mundo no está como debería estar,
mientras viva esfinge tan horrorosa; y que él está llamado a restablecer el
orden en el mundo.
Porque asesinó obediente a este espíritu, su dolor es tan grandioso, tan
comedido, tan expresivo de un gran ocaso, cuando luego Emilia, presa de
auténtica pena, se elva sobre sí misma y -en presencia de su marido al que
antes temía, temblorosa y cobarde- con valentía testimonia la verdad y lo
revela todo. El mundo perderá a una noble pareja; pero nosotros podemos volver
a creer en la virtud, en la belleza, en la ternura: todo aquello no fue sino
una pesadilla. En el alma de Otelo resurge, fugaz, resumida, esa vida que fue
la suya: la de un navegante, de un peregrino, que el viento llevó a través de
vastos océanos:
Here
is my journey’ end, here is my butt,
And
very sea-mark of my outmost sail…
¡¡Yago!! ¡¡Embustero!! ¡diablo! ¡El verdadero asesino! Otelo, el oscuro,
blande l espada contra él; pero Otelo, el claro, sabe lo que es mejor: ¡que
viva!
For,
in my sense, ‘t is happiness to die.
Morirá, sí, pero morirá con honor, sí como vivió. Les describe su modo
de ser para que sepan cómo caracterizar en su informe a Venecia. En este
instante, cuando no le importa sino lo esencial, no surge en su mente ni
siquiera el más fugaz pensamiento de que es de otra raza, de otro mundo que
todos aquéllos cuya estima le es imprescindible: fue hombre, fue niño, fue
firme y débil, señor cuando sosegado, sirvo cuando airado, cuando el delirio lo
enceguecía… Y echa contar cómo alguna
vez, prese de ira, defendió el honor de Venecia… Todos están atentos lo que dice, desatentos a quien les está
hablando… Y, entonces, con ademán de soldado que mata y muere honestamente, se
apuñala, rápido cual relámpago.
Y muere, junto a Desdémona, abrazándola, besándola.
¿Desdémona? ¿No deberíamos más bien callar de ella, evocándola tan sólo
en el alma? ¿No sería más hermoso el silencio que el análisis? ¿Aun sabiendo
que un comentarista bastante conocido dijo que Desdémona es una niña
maleducada, terca, egoísta, ingrata, arbitraria, engreída? Verdad es que ella
es pura y dulce, hasta fuerte cuando se trata de su amor, aunque en lo demás
-por repetir lo dicho por su padre -nunca atrevida-, “nunca desenvuelta”.
A
maiden never bold,
Of
spirit so still and quiet, that her motion
Blush’d
at herself,
Y, por otra parte, suave cuando se trata de hacerle bien al moro, de
cumplir con su voluntad. Su alma es tan acabada y bella como son acabadas y
bellas las imágenes de la Virgen frente a los que aquél crítico se siente
trasportado halla qué criticar… Muy fina, muy certeramente se caracteriza en
cierta ocasión Yago al decir que sí que es a criticar, un crítico; y me parece
que nos acercamos a la verdad con decir, invirtiendo ese aserto, que cada
crítico es un Yago…
La suavidad y gracia de Desdémona culmina en su postrera conversación
con Emilia. La muerte ya está echando sombras sobre ella que, al acostarse,
canta, melancólica, apenada de presentimientos, esa antigua canción popular del
sauce y del llanto; sin embargo, no puede menos que charlar porque hay en ell
tanta alegría, tanto placer que en los últimos días estaba por brotar desde
dentro y fue reprimido, sin que ella comprenda por qué…; la oímos decir que por
todo el mundo no podrí ser infiel; y ¡cómodo descuella por el contraste, cundo
Emili retom ese por todo el mundo -cualquier debería pensárselo un poco, eso de
la fidelidad…!” Desdémona no podría pensar así; cree que también Emilia hace
bromas; mientras que Emilia, mujer de Yago, es efectivamente incapaz de creer
en la castidad y la fidelidad, opina Desdémona -que toma por norma a sí misma-
que naturalmente todas las mujeres deberían ser como es ella…
Con todo, no deja de ser sensual tan fina e ingenuamente sensual como
una muchacha del pueblo, como lo es Margarita para cuya creación Goethe se
inspiró en más de un rasgo de Desdémona. Cuando el senado, inmediatamente
después del casamiento clandestino, mandó a la guerra a su general, preguntó,
algo en ella preguntó, cándidamente: “¿Esta misma noche?”
Este pormenor se lee, por cierto, tan sólo en l edición in-quarto; y el
mojigato Vischer está muy contento de poder decir que Shakespeare lo hbrí
eliminado ulteriormente. En mi vida lo creeré, porque la edición in-quarto es,
muchas veces, más fidedigna que la infolio; además, data la in-quarto de Otelo
sólo del año 1622. Sea como fuere, de todos modos, es un rasgo muy de
Shakespeare (de lo cual ni Vischer duda) y yo agrego: muy de Desdémona. Está
segura de sí, no conoce mojigatería, ni diplomacia: es un ser natural, una
criatura con alma, y posee, como tantas otras grandes mujeres del Renacimiento
italiano, el espíritu y la actividad correspondientes a su carácter y su alma.
Durante no poco tiempo se ha resistido a
querer al aguerrido Otelo, sin ocultarle lo que no le gusto en él; cundo vio
que su padre por prejuicio les opondría dificultades, se refugió, atrevida, en
el casamiento; la frente en alto, llevó a cabo su designio, imponiendo hasta
los sensores congregados en solemne reunión, su voluntad de acompañar al marido
en l guerra, allende el mar; nada pudo desorientarla en su decisión de
interceder favor de Casio. Es una mujer
independiente y de pensamientos propios, semejante a aquella Hermione que
Shakespeare puso al lado de su celoso rey Leontes. Y, por otra parte, ¡cuán
suave cuán indulgente, cuán capaz de sufrir es frente las inconcebibles rudezas, las afrentas de su
marido! En el postrer instante de su vida, no piensa sino en el amado, en él
que, debido al azar -pues antes de irse, ella comprende, como desde muy lejos,
todo cuanto le sucedió-, debido la
nefasta fatalidad, tuvo que darle muerte. Pregunta Emilia:
Oh,
who has done
This
deed?
y, con postrer esfuerzo, murmura la moribunda:
Nobody;
I myself; farewell;
Commend
me to my kind lord…
He ahí lo que es Shakespeare quien, en uno y el mismo ser humano, sabe
conciliar las contradicciones -en Desdémona la orgullosa rebeldía y la
suavidad- y que tiene el don de intuir el mundo, ora con implacable desamor,
ora con amor el más comprensivo; el que conoció a la mujer como Cressida, y la
conoció como Desdémona, y aún como la que, insegura y trunca, oscila entre
estos dos polos, ordinaria y bonachona, buena con tal que no cueste mucho, y
mala, con tal que no cueste mucho: como Emilia.
Hamlet: 159-207).
CAPTURADO Y ANALIZADO por MELISSA CONDE CAMACHO
HAMLET es Shakespeare otra vez más. Con lo cual decimos, en primer
lugar, que cuánto hay de enigmático en este drama, no surge desde dentro, sino
viene de afuera. Mucho, infinitamente mucho se ha escrito y discutido sobre el
caso de Hamlet y, sin embargo, me animo a decir desde ya que no hay para la
intuitiva comprensión cosa más clara ni más inmediatamente plausible que el
significado de esta obra y, con ello, la esencia de Hamlet mismo. Mucho más
difícil es, por supuesto, expresar en abstracto lo que es esa individualidad,
precisamente, porque es una individualidad. Añádase que Hamlet es una
individualidad poco cómoda y hasta enervante para aquel tipo humano que Has más
de las veces hasta ahora se ha ocupado de ella en libros y revistas. Lo
enigmático, lo proteico no reside tanto en su carácter como en la estrechez de
los que lo juzgan. Quienes hablen, conforme a la tradición de la crítica
literaria, con la mayor indignación sobre Rosencrantz y Guildenstern mientras
en lo demás, en la vida cívica, en lo humano son iguales a esos señores de que
Hamlet se burla (podrían ser dignos afiliados del partido conservador), no
podrán evitar que, de algún modo, su propio conflicto se refleje en su juicio
sobre Hamlet.
En efecto, Shakespeare es un inmenso enigma con que la humanidad no va a
acabar nunca. Sin embargo, me parece, y espero demostrar-lo, que es uno y el
mismo ser humano el que, madurando y no exento del vaivén de los cambiantes
sentimientos, está en toda su obra, de manera que creo que la vida interior de
ese hombre puede analizarse tan bien como la obra que nos dejó. Un poema en si
cerrado, una Cobra literaria e impresa, debe destacar su carácter propio clara
y definidamente contra todo lo demás; no puede tener lindes borrosos que se
pierden en las regiones vecinas. Pues sería imposible que tal producto se
mantuviese oscuro y susceptible de múltiples interpretaciones, a no ser que tan
proteica falta de claridad residiese o en el contenido del poema en cuestión
(donde se vería entonces clara y distintamente que tal situación le es propia)
o en los críticos mismos. La vida exterior del hombre genial, en cambio, es
decir todo cuanto no está en su obras, nunca puede conocerse sino
fragmentariamente, aun cuando podemos reanudarla día por día y, a menudo, hora
por hora como en el caso de Goethe. Y ¿cómo no va a ser fragmentario nuestro
conocimiento de Shakespeare, donde las paupérrimas noticias y dudosos
documentos nos confunden más que iluminan?
En este sentido digo que el caso de Shakespeare mismo se repite con su
tragedia “Hamlet”. Su significado, su esencia son claros, y cuando (no lo
niego) quedan, sin embargo, sin resolver ciertos problemas, ciertos pasajes
oscuros, éstos no arraigan en lo más íntimo de lo que se nos presenta, sino más
bien en la relación de ese proceso psíquico y espiritual con los sucesos
externos del argumento. Y me atrevo a decirlo de otra manera: no tenemos que
ver aquí con un trozo de vida que se nos oculte, ni con la naturaleza que no
permite se revelen sus enigmas ni con comentarios ni con “palancas ni
tornillos” (Goethe), sino con… un texto impreso que comienza en la página
primera y termina con el punto final. Y si, aquí o allá, no todo es
absolutamente claro y estable respecto a la relación entre el sentido y el
suceso dramático, no debemos pensar sólo en lo insondable que es nuestro poeta
inalcanzable, por cierto, por nuestro intelecto, sino que debemos encarar
también otras posibilidades, como ser defectos en la impresión del texto, su
mismo origen y, hasta su falta de perfección. Nadie en el mundo puede estar más
que yo dispuesto a concebir a Shakespeare como una fuerza natural; pero si se
trata de discriminaciones exactas, debemos admitir que Shakespeare no es una
fuerza natural, sino un ser humano, como todos nosotros. Con ello ya está dicho
que el príncipe Hamlet no es un ser humano como todos nosotros, y que no
debemos incurrir en el error tan frecuente a que seduce la psicología natural
(que es distinta de la valedera en obras literarias), de agregar a ciertos
rasgos con que el poeta reviste sus personajes, otros que según nuestras
observaciones del alma humana los suelen acompañar. Lo que define y limita el
personaje en una obra literaria, no es, como en los seres vivientes, la
naturaleza sino el espíritu, la intención y la fuerza creadora del poeta. Doy
un ejemplo algo burdo que invento, convencido de que en este dominio
difícilmente se puede inventar algo que vaya a saberse dónde, no sea ya
realidad. Si, por ejemplo, se ventilase la cuestión de que hizo Hamlet en
Wittemberg, y cuáles son las influencias filosóficas y doctas que allí sufrió,
deberíamos contestar con la pregunta de si acaso Shakespeare ha dejado
indicaciones al respecto, si ha sabido algo de ese asunto y si le ha interesado
ese pormenor.
Muy bien, esta vez tenemos, pues, que prestar suma atención al examinar
la historia del origen de nuestro drama y su relación con el argumento
tradicional, y cuando entonces nos veamos frente a enigmas irreducibles,
consideraremos si muchos de los enigmas que el drama nos presenta no se
remontan a aquellos anteriores.
El argumento proviene de una saga nórdica antigua de carácter
completamente distinto del de nuestro drama. Como suele ser en las sagas de
Islandia, también en la nuestra todo cuanto sucede es salva je, pagano, robusto
y propio de gente campesina y guerrera. El primer autor por el que encontramos
apuntada la vida de Hamlet, es Saxo Grammaticus quien, a fines del siglo
escribió su “Historia de Dinamarca”, reimpresa en latín en varias ediciones aun
en el siglo XVI. El mismo asunto se lee, abreviado pero exacto, en las
“Histoires tragiques” de Belleforest (1530 a 1588), autor consultado por
Shakespeare también para otros dramas. Diremos de paso, que, probable mente
hacia 1580 y como publicación aparte basada en la fuente citada, la saga de
Hamlet apareció vertida al inglés en forma de libro popular.
Lo que allí se relata es, en resumidas cuentas, lo que sigue: El rey
Horwendill ha sido asesinado por su hermano Fengo en un banquete público.
Amleth, hijo de la víctima, venga la muerte de su padre, recurriendo a la
astucia de fingir haberse vuelto loco. Sin embargo, deja escapar de vez en
cuando unas palabras mordaces que despiertan la sospecha de los demás. Para que
descubra su disimulo, lo ponen en trato con una hermosa mujer de la que,
advertido, goza sin revelar su secreto. Recurren, pues, a la treta de llamarlo
a presencia de su madre para espiar la conversación con ella. En fingida
locura, da muerte al escucha, a través de un tapiz, corta el cadáver en
pedacitos que cocina y arroja a los cerdos. Dice a la madre palabras fuertes,
que la emocionan hasta tal punto que ella retorna a la virtud. El tío y rey
trata entonces de deshacerse de Amleth, enviándolo a Gran Bretaña donde, con
ayuda del rey, será muerto. Dos cortesanos llevan al rey británico las
necesarias instrucciones escritas en runas que Amleth logra falsear de modo que
el rey hace ejecutar a sus acompañantes. Se casa con la hija del rey, regresa a
Dinamarca y, sin parar mientes y del modo más salvaje, lleva a cabo su
venganza. El pueblo lo elige rey y… pero sus demás aventuras no nos interesan
ya. Termina por morir en una de sus guerras.
Lo que encontramos, pues, en la tradición literaria, es la muerte
violenta del padre de Amleth a manos de su propio hermano, y el papel destinado
a la madre en los sucesos anteriores y posteriores al asesinato. Pero nada de
un asesinato perpetrado con sigilo y refinamiento, nada tampoco de la aparición
del fantasma. La locura fingida no es sino gran astucia para preparar bien la
venganza; este rasgo se encuentra, idéntico, en la leyenda de Bruto mayor. Este
rasgo conservado y transformado por Shakespeare- me parece muy difícil de
comprender dentro de la saga tradicional. Supongo, pues, que no es sino un
residuo, oscurecido y mutilado, de una caracterización más amplia en sagas
primitivas que desconocemos. El loco fue, en todos Tos pueblos, sacrosanto y
podía hacer lo que se le antojaba: he ahí el por qué tenía mucho sentido para
Amleth el hacerse el enajenado y, para sus perseguidores, el querer saber con
exactitud si aquél era o no era loco. La bella dama que debía sorprender el
secreto del príncipe es, en Shakespeare, Ofelia; el escucha es Polonio; y del
horroroso tratamiento de su cadáver en la saga, queda en nuestro drama su
indigno entierro clandestino. El viaje a Inglaterra y su alevosa finalidad, la
inteligencia con que Amleth se salva, la perdición, por la carta fraguada, de
los dos cortesanos que en Shakespeare son Rosencrantz y Guildenstern, todo esto
se encuentra en Shakespeare lo mismo que en la saga.
Pero, en el caso de “Hamlet”, sabemos a ciencia cierta de un drama que
hizo de eslabón entre la saga y nuestro autor. Ha existido un “Hamlet” anterior
que no se ha conservado. Más aún: sabemos que en él había pasajes de los
sucesos internos y externos que faltan en la saga primitiva. En lo referente a
las demostraciones contundentes de la existencia de tal obra precursora, no
diré sino lo siguiente: Thomas Nash escribe, en 1587 0 1589, que la versión
inglesa de Séneca facilitaba espléndidas máximas hasta a gente de poca
instrucción y “si se lo pedís a tal persona, cualquier mañana frío os proveerá
de Hamlets enteros o mejor dicho de puñados de discursos trágicos”. Alrededor
de 1596, Thomas Lodge dice en una publicación impresa que el envidioso crítico
por lo general anda vestido de negro y tiene aspecto tan pálido como “la
máscara del fantasma que, tan deplorablemente como una vendedora de ostras en
el mercado, clama en el teatro su: Hamlet, véngame”.
Que todo esto no se refiere a nuestro “Hamlet” como hoy lo leemos, está
claro por datos históricos y de interpretación. Pero si se desprende de las
alusiones que el argumento tradicional ya había sido modificado al igual que en
nuestro drama. Lo que llamaba la atención, era la acumulación de “discursos
trágicos”, la aparición del fantasma del asesinado que debe haber sido motivado
de alguna manera; de modo que la muerte violenta y clandestina pertenecerá ya a
esta obra. No lo considero imposible, aunque asimismo indemostrable, que el
autor de ese drama de venganza que nos hace pensar en Séneca, fuera Shakespeare
mismo cuando muy joven: debería haberlo escrito más o menos en la época de su
“Tito Andrónico” o más bien antes. Hoy en día se menciona frecuentemente como
autor del drama a Thomas Kyd, sin la menor razón, como me parece. Cierto que
algunos rasgos en el “Hamlet” de Shakespeare, con la aparición del fantasma al
comienzo de la obra, y el espectáculo intercalado en el espectáculo, nos
recuerdan la “Spanish Tragedy” atribuida a ese mismo Kyd: pero es mucho más
probable que un poeta novel se haya dejado influir por Kyd que suponer que éste
haya repetido sus motivos. Creo, pues, que hubo un drama de un autor
desconocido bien puede ser de Shakespeare mismo y que ha servido de modelo para
nuestro “Hamlet”, aunque difería de éste en muchos y esenciales puntos. Ante
todo estoy convencido de que en el drama primitivo. Hamlet llevó a cabo su
venganza conforme a la tradición de la saga, es decir con gran energía y cierto
salvajismo al estilo de su conducta en el viaje a Inglaterra. Me confirma en
tal suposición la siguiente nota que, en el verano de 1602, el editor Jacob
Roberts hizo poner en el Registro Oficial de la Asociación Gremial de Libreros
en Londres y que dice: “Un libro La venganza de Hamlet, Príncipe de Dinamarca,
como estrenado hace poco por los actores del Lord Chambelán”. Fue éste el
elenco a que pertenecía Shakespeare, y que, según lo dicho, hacia 1602 había
dado una obra que merecía aún el título de “La Venganza de Hamlet”. No se ha
conservado ningún ejemplar de tal libro. Supongo que ni siquiera haya aparecido
porque, precisamente en aquella época, Shakespeare se dispuso a modificarlo a
fondo. Sea como fuere, cierto es que, en 1603, apareció, a expensas de otro
editor, pero impreso por un tal J. R.: La trágica historia de Hamlet, príncipe
de Dinamarca. Por William Shakespeare. Así como ha sido representada repetidas
veces por los actores de Su Alteza, tanto en Londres como también en las dos
Universidades de Cambridge y de Oxford y en otros lugares.” Por ventura, han
llegado hasta nosotros dos ejemplares de esta edición. Ya no se trata pues de
la "Venganza", sino de la
”Historia Trágica”; se trata, en lo esencial, de nuestro Hamlet. Sin
embargo, hay todavía variantes de importancia y que de ninguna manera -como
algunos críticos lo hacen pueden ser explicadas por algún descuido de los
editores, plagio u otra cosa por el estilo. El texto acusa notables diferencias;
rasgos importantísimos faltan; la ubicación de varias escenas es distinta; se
lee allí una expresa y solemne declaración de la madre de Hamlet, para
demostrar que ella es inocente del asesinato de su esposo, problema que en la
versión definitiva queda completamente sin discutir; Polonio lleva todavía el
nombre de Coram-bis, el criado Reynaldo se llama aún Montano, y otros detalles
más. Me place suponer que esta obra no cesó tan fácilmente de ocupar a
Shakespeare quien la hizo representar y hasta imprimir después de la primera y
decisiva transformación, pero sin dejar luego de continuar modificándola, hasta
obtener en 1604 el resultado que es, en todo lo esencial, nuestro texto. Si
bien la versión que los editores imprimieron en la publicación póstuma de 1623
difiere a su vez de la que leemos en la edición in-quarto de 1604, las
diferencias son tan insignificantes que se ve que no se trata de una nueva y
fundamental transformación, sino que las divergencias se deben a un mejor o
peor original para la imprenta. Muchas veces, la in-quarto tiene un texto
mejor.
Resumo: hay tres “Hamlet”, o cuatro, si así se quiere: el primero
conocido por Nash y Lodge en representaciones teatrales; nosotros no lo
conocemos ni podemos saber si su autor fue Shakespeare u otro dramaturgo. Es
bien posible que lo que en 1602 iba a ser impreso, ya fuera una adaptación; sin
embargo, se llamaba todavía "La Venganza de Hamlet". En 1603 apareció
entonces “La Trágica Historia”, tragedia de Shakespeare, y en 1604 un texto
modificado que es el de nuestras ediciones actuales. Y ahora preguntamos si
esta compleja evo lución se trasunta en el drama. Yo digo que sí; que hay que
reconocerlo. En los dos últimos actos, los sucesos externos no siempre se
producen conforme al desarrollo de los caracteres. El viaje de Hamlet a
Inglaterra, el episodio con los piratas, su traición en la persona de
Rosencrantz y Guildenstern y su salvaje alegría a causa del éxito de su ardid:
todo ello es, en parte, relleno, forzado y poco esmerado para promover la
acción; por otra parte, no está a nivel con la profunda concepción de la vida
interior del protagonista; por lo demás, el poeta ni siquiera se vale de estos
sucesos para la evolución interior de sus personajes. Aquí ha quedado, pues,
materia prima, historia dramatiza-da fielmente según la tradición, pero que no
se amalgamó con lo que es el mérito peculiar de Shakespeare: la interpretación
de lo más íntimo. Tampoco está todo bien logrado en las escenas que preparan el
duelo entre Laertes y Hamlet. Más bien se ha procurado juntar, y muy
flojamente, dos versiones distintas: diríase que hasta se notan aún las
costuras. Pues, por una parte, se trata de aquella apuesta preparada por el rey
intrigante, y por otra, de una justa de índole bien distinta, provocada por
Hamlet: de quién de los dos ama más a Ofelia y se aflige más por su muerte, él
o Laertes… De todo lo ocurrido entre ambos frente a la tumba de Ofelia, toda la
larga escena en prosa que sigue no menciona nada: ni el mensaje del rey cuyo
embajador es Osric, ni la siguiente conversación entre Hamlet y su amigo Horacio.
Sólo cuando el poeta prosigue con versos, nos hallamos de nuevo en la ver
dadera continuación de la obra. Más importante aún me parece ser un punto que
se refiere a los antecedentes del suceso trágico si bien influye decisivamente
en toda la acción. El asesinato del viejo rey Hamlet, tiene que ver con motivos
dogmático-cristianos cuyo empleo en esta forma no es shakespeariano. Pues
¿dónde en Shakespeare se da importancia al motivo? ¿acaso tiene la menor
importancia en el heroico final de esta tragedia de Hamlet? de que alguien se
va de este mundo, sin haber obtenido perdón de sus pecados: “Sin comulgarse,
sin confesarse, ¿sin la unción”?
Fácil es de explicar cómo este motivo entró en la versión primitiva. En
el argumento tradicional quedaba algo oscuro el por qué la venganza de un
asesinato de todos conocido debía lograrse mejor, si el vengador fingía ser
loco. Pero esta locura simulada era precisamente el motivo fundamental en la
saga e indudablemente debía atraer a un poeta como Shakespeare si él realmente
es, como me gusta suponer aun sin poder demostrarlo, el autor del drama
primitivo. De todos modos, se trataba de motivar en forma distinta esa
simulación. Fue así supongo como entró en el drama el asesinato clandestino y
tan refinado que nadie suponía que un hecho alevoso había causado la muerte del
rey que, así, debió volver como fantasma, para revelar algo del misterio que la
rodeaba. Pero las palabras de un fantasma naturalmente no tienen y menos para
hombres de tendencia racionalista fuerza demostrativa: de modo que Hamlet (cuyo
carácter iba a sufrir modificaciones considerables) debió recurrir a la máscara
de la locura para poder demostrar la culpa del malhechor. Y una vez aceptado
que el asesinato debía reaparecer como fantasma, se hizo necesaria una
motivación particular para ello. No todos los asesinados salen del conjuro de
la tumba. Debió suponerse, por consiguiente, que el muerto se hallara en el
purgatorio y no conciliara la paz porque había muerto en pecado. Surgen aquí y
allá en el drama otros motivos parecidos (por ejemplo, que Hamlet no quiere
“mandar al cielo” al asesino mientras éste esté rezando) y que se deben a otro
empleo, extraño por lo externo, del mismo motivo dogmático. Sin embargo, no hay
necesidad de explicar tales motivos por la juventud de Shakespeare ni de
declararlos residuos de las ideas de otro autor, porque pertenecen al dominio
de los escrúpulos y dudas de Hamlet.
Otra característica más de los sucesos externos me parece reflejar la
paulatina concepción y transformación de nuestro drama. Es como si el príncipe
Hamlet hubiese evolucionado a la par que su poeta. Pues en cuanto a su edad,
hay contradicciones, hay cierta flojedad en la tragedia que hoy leemos. Según
la impresión que recibimos de Hamlet al comienzo de la obra, donde se presenta
como hijo huérfano y nadie en la corte piensa en proclamarlo rey y Ofelia y
Laertes u Ofelia y su padre no hablan sino del ‘joven’ príncipe, deberíamos
considerarlo como muy joven, como adolescente, y hasta más joven que Laertes
que, a su vez, es bastante joven aún. Efectivamente, en un pasaje de la
in-quarto de 1603, se dice que Hamlet tiene diecinueve años. Más tarde, se ha
borrado esta indicación, pero las razones por que debe tener diecinueve años
quedaron en pie. En otras escenas, en cambio, donde la fingida locura se torna
imponente crítica y polémica, y en otras, donde Hamlet se nos presenta como un
hombre sano, pero absolutamente solitario, que sufre de este mundo en grado tal
que los pedantes, y no sólo los que actúan en el drama, lo consideran realmente
loco. Hamlet adquiere rasgos de hombre de más años y más maduro. Cabe suponer
que con este enfoque el poeta creó la escena inicial del acto quinto, la del
cementerio, donde en tres pasajes que se corresponden se nos dice que Hamlet
tiene treinta años. En el año 1589 (fecha más tardía para “La Venganza de
Hamlet”), Shakespeare tenía 25, y en 1604, año de la última versión, tenía
cumplidos los cuarenta.
Ahora bien: ¿Debemos asimismo culpar a la historia de la lenta formación
de nuestro “Hamlet”, cuando nos vemos frente a la casi infinita serie de
posibles interpretaciones del drama y de los caracteres en especial, y hasta de
algunos sucesos aislados? No hablemos de Hamlet mismo, pues de querer enumerar
todo cuanto se ha querido que simbolice, no terminaríamos quizá nunca. Pero
tomemos a Polonio, quien, en las interpretaciones de los distintos críticos se
nos presenta en forma la más variada, desde el hombre de Estado
extraordinariamente sabio hasta el bobo acabado, y no carecería de sentido como
tantas observaciones que se han hecho sobre este drama el aserto de que la
amonestación dirigida a Laertes debe pertenecer a otra etapa de la evolución
del drama que el carácter -o si se quiere la falta de carácter que Polonio
revela frente a Hamlet en aquellas escenas donde éste finge ser loco. Una vez,
el rey Claudio es celebra-do como hombre de hermosa figura y digno de ser rey
y, en otro pasaje, se llega al extremo de declararlo asqueroso fauno y criminal
voluptuoso. Y hasta Ofelia sería un camaleón que ‘se muda de colores do se pon’
si reuniese en si todas las cualidades que los distintos críticos le atribuyen
y que formarían una línea sesgada que comienza con ‘casta doncella’ hasta
terminar con ‘corruptísima ramera’… Ni si quiera parece estar exenta de dudas
la significación del pasaje más celebre en toda la obra de Shakespeare, aquél
monólogo: To be or not to be… El romántico proteo Tieck, para no dar sino un ejemplo,
ha demostrado renglón por renglón lo que el llama ‘demostrar’, por cierto, que
ese monólogo no contiene ni sentimiento ni pensamiento que se refiera a la
muerte libre, al suicidio, sino que trata exclusivamente de la acción, de la
venganza…
A todo ello contesto: No, tal
proteísmo no va a cargo de Shakespeare ni de las transformaciones de nuestro
drama, y vuelvo a llamar la atención sobre lo que dije al comienzo de mi
conferencia. El que no se haya podido definir univoca y terminantemente a
aquellos caracteres, no es consecuencia del poema dramático mismo: es
consecuencia, en primer lugar, de la vivacidad, de la irrechazable
individualidad de los personajes en cuestión. Pues sólo personajes tipificados
pueden ser reducidos a fórmulas expresadas en palabras, porque sólo como
instrumento poético el lenguaje pasa más allá de lo formal y esquemático.
Sin embargo, podrían estar en lo cierto quienes afirman que algunos
personajes del drama tienen uno que otro rasgo que no casa con su carácter
general: Yo también he creído en algún momento deber explicar este hecho con la
incapacidad de caracterización del poeta novel y la renuncia a ella del poeta
maduro, pues tenía la impresión de que esa plenitud de sabiduría y de polémica
en Shakespeare maduro era como un injerto hecho en cierta garrulidad del joven.
Pero nunca se debe ser más desconfiado de si propio que cuando se critica a
Shakespeare quien, casi siempre, ha sabido mejor lo que quería y prestado mayor
atención que nosotros; y así será también en el caso aludido.
Para mayor claridad, comenzaré por citar las palabras de Tieck, crítico,
en fin, cuyas consideraciones siempre merecen ser escuchadas. El dice:
"Los dos hermanos, el rey asesinado y su hermano asesino, tienen en común
entre si y ambos con Hamlet, un llamativo parecido de familia: los tres gustan
de oírse hablar y poseen el don de hablar bien; se placen en pronunciar
apotegmas, observaciones y máximas (como lo hacen los demás personajes del
drama), y esta indecisión que en Hamlet se opone a que surja a pesar de todo su
talento-un auténtico carácter, paraliza asimismo, en mayor o menor grado, toda
manifestación en esta tragedia."
Así es como Tieck, al decir que Hamlet es... un romántico al estilo de
él, o sea 'un talento y no un carácter, y al afirmar el aire común de familia
entre Hamlet, su padre y el rey Claudio, quiere demostrar que éste último posee
cualidades muy apreciables y hon-10sas: en una palabra, quiere 'salvarlo' de la
misma manera como ha 'salvado' a Lady Macbeth. Ese voluble crítico, tan rico en
abundantes y finas ocurrencias, no se dio cuenta de que en este caso mató una
ocurrencia con otra que se le deslizó en la misma frase: pues ¿cómo quiere que
tomemos por parecido de familia aquel rasgo de la inteligente elocuencia si de
paso añade que también todos los demás personajes de la obra tienen el mismo
rasgo?
Ciertamente que encontramos una descollante inteligencia y acentuada
inclinación a decir apotegmas y máximas generales no sólo en Hamlet mismo, sino
también en el rey Claudio y en Polonio. Las más de las veces, no se puede estar
del todo seguro de que lo que los personajes en las obras maestras de
Shakespeare dicen, -a más de ser dicho porque la situación así lo requiere o
por motivos generales-, sirve para caracterizar los personajes o al menos no
contradice su carácter. En las comedias, Shakespeare casi nunca lo toma muy en
serio; además, hay una serie de dramas de una época tardía y de transición, en
que el dramaturgo, por amor a la polémica y la enseñanza ha descuidado mucho la
caracterización. He aquí un rasgo que hace tan difícil el ordenamiento cronológico
de estas obras porque a me-nudo se incurre en el error de creer que tal
proceder es típico de la juventud. Tienen esa particularidad el “Timón”, el
“Pericles” y el “Cimbelino”, y “A Winter’s Tale” no está del todo exento de
ella. No se puede negar es más bien importante tenerlo en cuenta, que el poeta
se vale de casi toda situación en “Hamlet”, para hacer decir cosas que son de
importancia porque echan luz sobre el suceso íntimo, el supremo sentido de la
tragedia y sobre Hamlet mismo. Una vez, Shakespeare señala claramente ese doble
sentido de las máximas. Me refiero a la escena en que Polonio recomienda a
Ofelia tenga un libro en la mano cuando vaya a su cita con Hamlet, aquella cita
que, por casual que parezca, es en realidad, bien premeditada. En esa
oportunidad, Polonio agrega una observación general sobre la hipocresía que el
autor quiere se refiera también a otros sucesos del drama y que el rey en
seguida aplicará a sí mismo, murmurando palabras de arrepentimiento.
Esas manifestaciones de alta inteligencia, especialmente en labios del
rey y de Polonio, preguntamos, ¿están allí tan sólo por su significado general
y contradicen en lo demás el carácter de sus voceros? De manera alguna. Polonio
es un hombre inteligente y avezado y en lo que a su amonestación dirigida al
hijo respecta un padre de familia circunspecto y cauteloso; lo que no impide
que, en lo demás, sea demasiado servil ante los de arriba y de ningún modo
“fiel a si mismo”, como él mismo lo recomienda tan hermosamente, ni que sea
para colmo, ya un poco abobado y senil. Muy bien: a menudo observamos que un
autor de cierta edad conserva en sus trabajos todavía suficiente vivacidad y
fuerza para pensar y formular, mientras que en la vida privada ya no le es dado
conservar su línea de conducta. De modo que parece haber una gran contradicción
entre la linda arenga del ministro a su hijo y su conducta, que a menudo es
bastante miserable; pero es una contradicción que es, en rigor, característica
de gente como él, de su posición, de su acomodo al ambiente y de sus años. Y
referente al rey Claudio, tendré que demostrar todavía que su extraordinario
intelecto (que lo capacita para pronunciar frases que realmente revelan el más
íntimo sentido de la tragedia), es una componente decisiva en su modo de ser y
que Tieck, no obstante su tan errónea intención y motivación, no se equivocó
del todo cuando hablaba del llamativo aire de familia común a Hamlet y su tío.
Las palabras que salen de labios de los distintos personajes de este
drama no siempre están dichas para que se destaque el carácter de los que las
pronuncian o se nos aclare la situación dramática, sino que sin que por ello no
sean a la vez significativas para la caracterización de los personajes- sirven
en varias oportunidades para hacer patente el sentido general del conjunto
poético o el del carácter de un personaje principal. Tal empleo del discurso y
de la situación dramáticos revela cierta afinidad de la tragedia de Hamlet, con
los dramas más tardíos, ya mencionados arriba y de que “Cimbelino” es un
excelente ejemplo, pero de manera alguna se lo puede explicar por la paulatina
evolución y mucho menos por la primera versión de nuestro drama.
Y ahora, después de hacernos presente la antigua saga, cabe dar, ante
todo, una visión clara de los sucesos reales en el drama mismo. Sólo después,
podremos examinar qué significa ese drama para nosotros y qué posición
corresponde en él al príncipe Hamlet, y veremos si la acción dramática sirve
tan sólo para manifestarnos la índole de este hombre o si ella abriga en sí más
bien un arcano significado propio.
Al comenzar el drama, han pasado más o menos dos meses desde que el rey
Hamlet murió, inesperadamente, mordido por una serpiente como dicen. Su hermano
le ha sucedido en el trono. Si que remos creer al joven Hamlet quien, quizá,
exagera un poco el nuevo rey, Claudio, no ha dejado pasar más que un mes
después de la desaparición del antiguo rey, para casarse con la viuda, su
cuñada. De todos modos, están casados ahora, y aquellos que han acudido desde
lejos para los funerales y la coronación, como Laertes desde Francia u Horacio
desde Wittemberg, no han llegado mucho tiempo antes de las nuevas bodas.
También Hamlet había estado en Wittemberg. No se dice claramente desde cuando
está de regreso; pues, por una conversación con Horacio, se podría inferir que
regresó hace mucho y que, así, fue testigo de todos los graves acontecimientos
en el país. Ahora quisiera retornar a Wittemberg, pero con grata sorpresa del
rey la madre lo convence fácilmente para que se quede. Sumido en honda
aflicción, en que se mezclan la pena, la indignación y el asco, el joven
príncipe se entera de lo inverosímil: que el espíritu de su padre aparece de
noche. Se traslada al lugar que le indican y, efectivamente, a medianoche se
presenta el fantasma y le habla. Le revela lo que Hamlet parece haber
presentido: que el padre no murió a causa de la mordedura de un reptil, sino
que su propio hermano lo asesinó. Éste, que vivía en adulterio con Gertrudis,
esposa de Hamlet rey, dio alevosamente muerte a su hermano vertiéndole veneno
en el oído. Se hizo rey y se casó con la viuda de su hermano, lo que ya de por
si constituye un incesto. El espíritu del padre reclama al hijo, a Hamlet, que
lo vengue: que nada haga contra la madre, dejándola a merced del cielo, pero si
vengue a su padre en la persona del incestuoso asesino. Queda librado al juicio
del príncipe cómo quiere proceder. Este promete la venganza ya antes de haber
escuchado los pormenores. Parece que, inmediatamente después de haberse ido el
fantasma, en Hamlet se forma un plan, pues obliga a los dos que con él han
visto el fantasma, a que le juren absoluto mutismo, y se propone “adoptar una
extraña conducta”: es decir fingía haber enloquecido. Así lo hace. En esa
horrible máscara lo ve Ofelia, a que en los últimos tiempos él había hecho la corte
pero que, amonestada severamente por su padre, Polonio, ha roto las relaciones
con el príncipe. Polonio, mayordomo mayor del rey, se explica la locura de
Hamlet por un amor no correspondido, y anuncia al rey los acontecimientos
pertinentes junto con esa su interpretación. Ínterin, éste ha tomado sus
medidas para encontrar el motivo de la enigmática conducta de Hamlet: dos
compañeros de estudio, Rosencrantz y Guildenstern, han sido llamados a la corte
de Elsinor, para que le sonsaquen su secreto. Hamlet, conversando con ellos, se
da cuenta del ardid; está prevenido. El rey escucha una charla de Hamlet con
Ofelia, pero todo lo con-fuso y extraño que oye, no basta para convencerlo de
que se trata de una enfermedad, porque su mala conciencia le hace adivinar que
Hamlet está abrigando peligrosos designios que el rey se dispone a
contrarrestar.
Todavía vacila Hamlet, indeciso, en busca de seguridad y confirmación.
Quizá fue obra de un demonio aquella aparición de su padre. Quiere la
casualidad que venga a la corte un elenco de actores que desde antes le son
adictos. Los hace representar una breve pieza teatral que trata de adulterio y
asesinato, asesinato mediante un veneno destilado al oído de la víctima que
duerme en un jardín, y Hamlet y su amigo Horacio, al que tiene fe y que está en
el secreto, se proponen observar bien al rey cuando presencie la escena tan
terriblemente alusiva a un crimen que el usurpador supone desconocido de todos.
Así sucede: el rey, presa de indecible inquietud, se aleja de la función…
Hamlet se regocija, convencido de que el fantasma ha dicho la verdad. Mientras
que el rey, en terrible alarma interior, está urdiendo los pormenores de su
plan de enviar a Hamlet a Inglaterra, pensando quizá ya en hacerlo asesinar
allí, la madre de Hamlet hace lo suyo: en esta misma noche aun desea hablar con
su hijo. Lo hace llamar. En camino hacia ella, Hamlet ve al rey que está
rezando; rezando aparentemente, pues el rey, desesperado, torturado por
remordimientos se esfuerza en vano por arrepentirse e implorar a Dios.
Hamlet no quiere darle muerte en
esta situación: su venganza ha de ser más terrible. Sin embargo, una vez en
presencia de la madre cuando, decidido a apelar a su conciencia con inaudita
franqueza, cierra la puerta a lo cual la angustiada mujer, temiendo lo peor,
clama auxilio y Polonio se mueve detrás del tapiz donde hacía de espía, Hamlet,
obedeciendo a un pensamiento momentáneo, cree tener delante al rey y usa
ciegamente su espada. Ha dado muerte a Polonio, padre de Ofelia... Frente al
cadáver empieza ahora a reprochar a la madre su pecado, con implacable
insistencia. Aun no ha terminado su apasionado llamamiento cuando aparece el
fantasma. Hamlet cree que éste vuelve para censurarlo por su inactividad y
porque no ha llevado a cabo aún su venganza. El fantasma lo amonesta que no
olvide. Hamlet tiene que hablarle a la madre atribulada ya por remordimiento, y
le habla con enorme fuerza de convicción. Como parece que Polonio cayó víctima
de la locura del príncipe, el rey tiene una razón suficiente para eliminarlo.
Sin demora, se le trasladará a bordo; Rosencrantz y Guildenstern lo acompañarán
a Inglaterra. Nos enteramos de que llevan una carta al rey inglés adicto a
Claudio, con la orden de asesinar a Hamlet… Nada se nos dice de si los dos
corte. Sanos saben o no del contenido de este mensaje. Mientras Hamlet está
viajando por mar, su irreflexiva acción que costó la vida a Polonio sigue
surtiendo efectos: Ofelia, tras haber perdido al padre por mano del amado,
pierde la cordura y se ahoga; su hermano Laertes, de regreso ya, es testigo de
su demencia y de su muerte. Laertes ha acudido desde Francia para vengar la
muerte de su padre en la persona del rey a quien él toma por culpable. Su
indignación ha despertado eco en el pueblo que está por proclamarlo rey. Fácil
resulta a Claudio demostrarle que no fue él sino Hamlet quien ha cometido el
crimen y es, asimismo, culpable de la locura y de la muerte de Ofelia. Llega.
De parte de Hamlet, la noticia, inexplicable aún, de que ha vuelto y que ya
desembarcó. El rey y Laertes planean ahora cómo acabar con Hamlet: Laertes ha
adquirido en Francia fama de ser un excelente esgrimista y Hamlet, aficionado
igualmente al arte de la espada, ha de medirse con aquél. Resultará, pues,
fácil llevar a ambos a una puja en que Laertes usará contra el desprevenido no
la espada roma, de costumbre en tales certámenes, sino un arma bien afilada…
Así lo aconseja el rey, pero la sed de venganza de Laertes no conoce límites:
para colmo, envenenará la punta del arma. Ínterin, Hamlet en alta mar, ha roto
el sello en la carta al rey británico; enterado de que le cortarán la cabeza
apenas llegue a Inglaterra, ha fraguado un mensaje en que se exhorta al rey a
que dé muerte a los dos cortesanos; y él, en ocasión de un encuentro con
piratas, sabe arreglárselas para caer prisionero, mientras que Rosencrantz y
Guildenstern siguen viaje al encuentro de su destino fatal. Los corsarios lo
dejan en la costa danesa porque les promete que "dará un buen golpe para
ellos”, con lo cual alude evidente a su venganza. Ahora sí está firmemente
decidido a llevarla a cabo: bastó el mensaje al rey de Inglaterra para que
reaccionara. En el cementerio donde se pone al habla con su amigo Horacio,
presencia el entierro de Ofelia. Muerta ella, su amor se exterioriza en un apasionado
arrebato, de modo que en la misma tumba se traba en riña loca y salvaje con
Laertes. Los separan. Hamlet siente la extraña necesidad de determinar por un
duelo quién de los dos amó más a la desaparecida. Ha llegado, pues, la ocasión
esperada por el rey que, de prisa, dispone se haga el certamen; lo presenta a
Hamlet expresamente como una puja para decidir una apuesta. Para mayor
seguridad, el rey tiene preparada para Hamlet una ponzoña… Los sucesos se
siguen con vertiginosa prisa: Laertes y Hamlet se hieren mutuamente con la
misma espada envenenada; la reina toma de la bebida preparada para Hamlet por
el alevoso rey; ella primero, presintiendo lo que está sucediendo, y luego
Laertes, sabiéndose culpable, empiezan a revelar la intriga; y Hamlet, moribundo
ya, blande la es pada venenosa que tiene aún en su mano, contra el rey, dándole
muer-te. El joven Fortinbras, príncipe de Noruega, quien, en este instante, de
regreso de una expedición contra Polonia, pasa por Dinamarca, y los embajadores
ingleses que vienen junto con él para informar que Rosencrantz y Guildenstern
han muerto como lo exigió aquel mensaje, encuentran muertos a la pareja real, a
Laertes, a Hamlet… Ante ellos, representantes del mundo de afuera, Horacio
descubre las trágicas circunstancias en que todo aquello sucedió. En varias
ocasiones habíamos oído hablar de la antigua competencia entre Noruega y
Dinamarca y de las exigencias del joven Fortinbras de ser rey en Dinamarca.
Ahora, el valiente y joven guerrero lo será: pues, moribundo, Hamlet le ha dado
su palabra…
Confieso que he dado este relato de los sucesos externos no sin cierta
vergüenza. Pues con nada puede ser demostrado con más claridad que con tal
resumen, que lo importante para Shakespeare no es el argumento, las aventuras,
los acaecimientos extraordinarios, sino la interpretación poética de una
historia dada que él, quitando, agregando, cambiando, modificó a medida que la
motivación lo hacía necesario. Seguro está que, como otras veces, también esta
vez le interesó trabajar en cada detalle del argumento hasta que de él surgiese
algo humano, íntimo y oculto a la vista profana. Ahora bien: cuanto más
entremos en los pormenores y eslabones de la acción dramática (que acabo de
resumir sin profundizar), valiéndonos para interpretarla de frases pronunciadas
por los protagonistas, ya sea en momentos decisivos, sea de paso, con tanta
mayor claridad veremos (aunque quizá nos sorprenda) que esta tragedia es, en un
sentido sumamente irónico de la palabra y con todo lo demás que ella abarca y
que no hemos dicho, es… una tragedia de sino, es decir que hasta los sucesos
dramáticos externos, tomándolos por ahora como independientes en un todo de la
naturaleza y del espíritu del príncipe Hamlet, expresan ya una parte esencial
del significado integral que Shakespeare se propuso expresar con este drama.
Comencé por decir que para nuestra comprensión intuitiva no hay cosa más
clara que el intimo sentido de nuestro drama. De ser así, sería muy extraño que
no lo hubiese formulado ya aquel hombre que tan enérgica y cordialmente se ha
ocupado del Hamlet y que poseía ese don que llamamos intuición en no menor
grado que la capacidad de expresar lo intuitivamente captado: por Goethe.
Efectivamente, encuentro que Goethe ha dicho lo esencial respecto al Hamlet,
ante todo porque vio claramente la ambigüedad de esta tragedia que él
caracteriza una vez como tragedia de carácter y otra como tragedia de sino.
También en lo que al modo de ser de Hamlet y a su posición frente al mundo
respecta, Goethe formula observaciones absolutamente definitivas; otra cosa no
se podía esperar del que creara a Werther y a Tasso. Los posteriores que han
variado, completado, reforzado la interpretación de Goethe, deberían de hablar
con un poco más de gratitud de su gran precursor. Con todo, soy también yo de
la opinión que el hombre que ha llegado a crear no un Hamlet sino sólo un
Werther y Tasso, acentúa demasiado lo problemático, lo incompleto, lo
receptivo, lo en todo sentido pasivo en la posición de Hamlet frente al mundo,
y que no reconoce debidamente lo que hay en él de actividad y energía. No me
ocupo todavía de aquella fórmula tan conocida de Goethe: “Una gran acción,
impuesta a un alma que no está a la altura de la acción"; no hablo tampoco
del carácter de Hamlet y su posición frente al mundo y frente a su deber. Hablo
de la acción dramática de nuestra tragedia, de los extraños senderos que el
destino recorre en ella, y no de la interpretación goetheana de la personalidad
de Hamlet, sino de otra sobre la tragedia ”Hamlet” en conjunto. Aunque esta
fórmula se lee también en el “Wilhelm Meister” y en el mismo pasaje que la
citada tan a menudo, sólo pocos le han dado la importancia que merece. Sin
embargo, no deberíamos se parar una de la otra puesto que ambas, juntas,
expresan la opinión de Goethe, así como el carácter de Hamlet junto con los
sucesos en que su carácter se evidencia, integran la tragedia de Hamlet. Goethe
dice:
“Acaece un horrible hecho, sigue su curso trayendo consecuencias,
arrebata consigo a inocentes; el criminal parece querer esquivar el abismo en
que necesariamente ha de caer; y se precipita en él en el mismo instante en que
cree poder seguir ileso su camino. Pues es propio del crimen el que extienda el
mal también sobre el inocente, como lo es de la buena acción el que extienda
muchas ventajas aún hasta los que no las merecen, sin que a menudo el autor de
ambos sea castigado o recompensado. Aquí, en nuestro drama, ¡qué
maravilla! El purgatorio manda su
fantasma y pide venganza, pero en vano. Todas las circunstancias se juntan e
impulsan la venganza; en vano. Ni lo terrenal ni lo infernal logran lo que
queda reservado exclusivamente al destino. La hora del juicio llega. El malo
cae junto con el bueno. Una generación es segada; otra nueva brota.”
Que este resumen es cierto, se ve bien a las claras si nos atenemos tan
sólo a los sucesos interiores. La acción que todo lo pone en movimiento está
realizada: El rey Hamlet asesinado; el usurpador en posesión de la viuda y del
trono. Hamlet padre y Hamlet hijo se proponen vengarse en la manera más
horrible del asesino, perdonarle, en cambio, la vida a la reina; sin embargo,
la pareja perecerá en el mismo instante. El príncipe Hamlet quiere dar muerte
al rey y mata a Polonio. Aquí donde hablamos de designios meramente exteriores,
prefiero no hablar de su enigmática conducta frente a Ofelia con la que Hamlet,
de modo indefinible, parece contar para sus planes sirviéndose de ella como
medio: el resultado, su locura y suicidio, Ilega sobre él como terrible y dolorosa
sorpresa. El rey Claudio quiere hacer asesinar a Hamlet en Inglaterra y entrega
así al verdugo a sus propios mensajeros. Laertes quiere satisfacer su sed de
venganza con una traición; el rey quiere valerse de él; y ambos se pierden con
ello. Y en el instante cuando todo va contra Hamlet y éste no piensa sino en el
duelo que para él es símbolo de su renacido amor a Ofelia y cuando él, pues, se
olvida del todo de su deber de venganza, se realiza la venganza que lo aniquila
junto con los demás.
Tal interpretación de que Shakespeare, entre otros aspectos, nos
presenta en “Hamlet” el irónico destino que se burla de los designios humanos,
no es arbitraria ni artificial. Lo que, guiados por Goethe, tenemos a la vista,
está claramente expresado por Horacio a quien el poeta, al final, cuando por
encargo de Hamlet se dispone a revelar el verdadero nexo de lo acontecido, hace
decirle a Fortinbras:
…So shall you hear
Of carnal, bloody, and unnatural acts;
Of accidential judgments, casual slaughters;
Of deaths put on by cunning, and fore’d cause;
And, in this upshot, purposes mistook
Fall’n on the inventor’s heads
Desde aquí se nos abre ahora un
camino que va desde el irónico destino simbolizado en esta tragedia, hasta el
modo de ser de Hamlet desunido consigo mismo. El destino no hace fracasar todo
cuanto los hombres se proponen; un plan resulta, otro se malogra; y preguntamos
si realmente todo en el microcosmos de esta tragedia sucede por azar, ciega,
arbitraria y antojadizamente. ¿O hay acaso un criterio con el que podríamos
empezar a comprender la distinción, la selección del destino?
Tal criterio nos es dado con aquel reconocimiento tardío de Hamlet que
tanto nos revela del misterio de su carácter múltiple. Ha dejado que lo lleven
a Inglaterra como a un loco que hace peligrar el trono y el reino, y de
regreso, relatando al amigo por qué raro encadenamiento de lo casual y la
rápida e irreflexiva resolución se ha salvado del mayor peligro, de ser
asesinado, exclama:
Let us know,
Our indiscretion sometimes serves us well.
When our deep plots do pall and that should teach us,
There’s a divinity that shapes our ends,
Rough-hew them how we will.”
Esta deidad que Hamlet aprende a
reconocer de manera que, meneando la cabeza, exclama:
There’s a divinity that shapes our ends,
Parece oponerse ante todo a los “profundos proyectos”, a los propósitos
bien preparados, a las empresas que surgen del razonamiento; tales deep plots
los hace fracasar. Pero: ¡praised be rashness! (¡Bendita sea la audacia!).
Nuestras acciones conscientes, de determinada finalidad, son guiadas y
transformadas por lo divino que con más agra-do viene en ayuda de nuestras
rápidas e inconscientes decisiones que de nuestra reflexión.
Henos aquí ante un aserto muy serio, serio para todos nosotros, y
también para Hamlet. Pues esto es lo que él tiene por dentro: ambas virtudes
que están en pugna durante toda su vida y que sólo a veces coinciden:
circunspección, reflexión, intelectualidad, consideración hasta la pedantería,
y, por el otro lado, energía, actividad, decisión cual relámpago, elasticidad
de acero y acción rápida. Cuando to-do está por terminar, Hamlet, este Hamlet
al que observamos, cuyos
Monólogos, consideraciones, largos preparativos, autorreproches por
inactividad y cobardía hemos escuchado, exclama:
Praised be rashness!
Ahora elogia la rapidez de acción, la desconsideración… Lo hace en un
estado de ánimo en que se mezclan en él extrañamente la dolorosa claridad, el
placer de haber actuado rápidamente desde dentro y, por ello, haber vivido, y
la resignación. Su sereno placer no resulta sólo de la rápida acción con que se
salvó y que relata al amigo; todavía vibran en él la dicha y el dolor a causa
de aquel atrevido salto a la tumba de Ofelia y la tardía, demasiado tardía
confesión de su amor antes reprimido con dudas, consideraciones, desconfianzas
cuando se valía aún de la amada para su plan de venganza contra el rey. Ahora,
cuando ha roto las cadenas que lo inmovilizaban, y vencido la reflexión y la
melancolía: ¡qué bien se sentiría si no fuese demasiado tarde!… ¡Cuán unido a
lo divino se sentiría ahora, consciente de su nueva fuerza y alegría de actuar,
si no hubiesen acontecido ya tantas cosas que le hacen creer que a él ya no
corresponde la alegría del que comienza, sino la resignación! Así es como él
sabe muy bien que la divinidad lleva a cabo todo a su propia e imprevisible
manera; sur gen y se desvanecen fugaces momentos en que Hamlet siente que está
en acuerdo con lo divino; y ahora cuando ya es tarde para la acción valiente y
satisfactoria, no le queda sino la modestia de resignarse, tomando sobre si su
destino. Cuando se apresta para aquel duelo que lo decidirá todo, le sobreviene
un presentimiento de la fatalidad; su corazón se aflige, siente “una especie de
mal augurio.” Sin embargo, dice:
We defy augury; there’s a special providence in the fall of a sparrow.
If the be now, ‘t is not to come; if it be not to come, it will be now; if it
be not now, yet it will come: so readiness is all: Since no man has aught of
what he leaves, what isn’t to leave betimes?3
3 No creo en presagios; basta en la calda de un gorrión interviene una
Providencia especial. Si es esta la hora, no está por venir, si no está por
venir, ésta la hora; y si ésta no es la hora, vendrá de todos modos. No hay más
que hallarse prevenido. Pues si nadie es dueño de lo que ha de abandonar un
día, ¿qué importa abandonarlo tarde o temprano?
Ya sabemos cómo se manifiesta la Previsión, la divinidad, que interviene
en los proyectos de los humanos y entreteje los hilos de sus tejidos con los de
su divina trama. Lo hace también en aquel duelo, esas ordalías a que Hamlet se
apresta. Años atrás hubo otro duelo, el mismo día en que nació Hamlet, un duelo
claro y honesto, de acción contra acción, y en que venció el más fuerte… Los
reyes Hamlet y Fórtinbras de nombre- lucharon entonces por un pedazo de tierra.
Venció Hamlet, el danés y desde entonces, el noruego anda rondando por allí,
esperando su oportunidad. En el nuevo duelo, en cambio, en que lucha Hamlet el
heredero, todo es equívoco y confuso: es una puja para decidir una apuesta; es
la venganza de Laertes; es el esfuerzo de Hamlet de dar caballeresca
satisfacción a Laertes y de arriesgar su vi-da para demostrar su amor a Ofelia
que él ha impulsado al suicidio; y es un ardid del rey para asesinar a Hamlet.
Nada parece en ese momento estar menos en juego que la venganza de Hamlet;
parece esta su venganza ser de mayor utilidad para los corsarios que para la
voluntad de poder del joven Fortinbras… Pero la Previsión echa su red, y vemos
que los seres humanos con sus proyectos no han trabajado sino para ella… En uno
y el mismo instante se hunde toda la familia real danesa, el usurpador, la
desgraciada reina, Hamlet y, con ellos, Laertes ya designado rey por el pueblo.
Para Fortinbras, que indiscutiblemente todo lo debe a la acción y que no ha
hecho proyectos en agitada inquietud, sino esperado tranquilamente y ejercitado
su fuerza: para él ha llegado la hora del desquite en que se cumplen sus
esperanzas. La venganza de Hamlet no se realiza por él mismo, sino a través de
él, por encima de él, por encima de su cadáver. Herido de muerte, blande, con
un rapidísimo movimiento y sin conexión con sus designios anteriores, el arma
envenenada contra el alevoso asesino. Es el destino el que le guía la mano como
si la mano de un muerto ejecutara lo que el viviente no ha hecho. No ha hecho…
¿Tiene razón Goethe también al decir que en “Hamlet”, “una gran acción está
impuesta a un alma que no está a la altura de la acción”? ¿Y que Hamlet es “un
ser bello, puro, noble, sumamente moral, sin fuerza sensual que es la que hace
al héroe”?
Tal concepción ha sido objetada agudamente, hasta el punto de negar del
todo que haya en Hamlet una discrepancia entre el pensar y el actuar. J. J.
Klein (ya en 1846 en un articulo de un diario hoy des aparecido y reimpreso
luego en el “Anuario Shakespeareano” del año 1895) y luego, en un comienzo
independiente de él y más tarde citándolo con gran placer como fuente, Karl
Werder, en sus conferencias, han sostenido que Shakespeare nos hace ver cómo
Hamlet, con espíritu superior, describe, indaga y a la postre venga un crimen
envuelto en el más profundo, el más horrible misterio, y que toda su lentitud
de proceder, toda su táctica particular está motivada por los mejores motivos
externos que pueda haber. J. J. Klein llega hasta el punto de identificar con
el don de adivinación de Hamlet la aparición del fantasma sin que tuviera en
cuenta que amén de aquél y antes que él, lo observan Horacio, Marcelo y
Bernardo. Con ello, todas las reflexiones de Klein, por espirituales y
profundas que sean, y las observación esa que llega, carecen de valor, pues
puede ser que haya hecho algo quizá muy interesante, algo que quizá sea poesía
a pesar de su estilo abstracto y crítico, pero lo ha hecho de la tragedia de
Shakespeare; no se ha quedado dentro de ella.
Es, sin embargo, sumamente importante el detalle que Hamlet no quiere
condenar al usurpador sólo basándose en la aparición y las palabras del
fantasma, sino que toma sus medidas para demostrar la culpa del asesino con un
método normal. Pero, aun así, debemos preguntar si se puede decir que Hamlet
“no está a la altura de su acción”, después de ver en qué manera el destino
interviene en todos los sucesos.
Pues en esto está realmente el motivo universal de esta tragedia, el
motivo que todo lo aúna: que se nos presenta el encuentro de un extraordinario
destino con un extraordinario carácter. La enorme significación que la figura
de Hamlet ha adquirido para la historia del espíritu de los pueblos europeos,
arraiga en que Shakespeare amplió la lucha de Hamlet con su poder, su lucha
contra el usurpador y sus cómplices, contra la voluptuosidad y la lúbrica
concupiscencia, simbolizando con ella la lucha del hombre de espíritu contra el
mundo que quiere aplastarlo y ahogarlo. Una vez por todas, Goethe ha visto muy
bien que Hamlet es un ser que sufre del mundo, y aquellos críticos que ven en
nuestro drama ante todo la historia de un crimen oculto a todos menos al asesino
y al asesinado y descubierto por el as-tuto detective Hamlet, no hacen, en
última instancia, sino lo que yo hice momentos atrás y sólo como una
observación preliminar y no sin confesarme avergonzado: se atienen al
transcurso externo de los acontecimientos y pasan por alto lo que en este drama
es indiscutiblemente lo esencial: los pensamientos, las sensaciones, el inmenso
sufrimiento que se trasunta en el lenguaje, en las palabras de Hamlet y no sólo
en las suyas. No cabe duda: lo que interesó a Shakespeare para que se ocupase
de tan bárbaro y tosco argumento, fue el motivo de la locura fingida del que la
tradición hablaba y que él se propuso motivar y estructurar de una manera
completamente distinta y nueva. Y precisamente: al poner en contacto esta supuesta
locura con el abismal demonismo de lo infra mundano y de lo infrahumano de la
fétida voluptuosidad, y a la par con un pesimismo de tan intima, tan
impresionante hondura que el hombre medio lo toma por auténtica locura,
Shakespeare, él primero, supo imprimir a este argumento su cuño trágico
y al tiempo agudamente polémico. Es también verdad lo que Goethe ha observado,
que la pasión de Hamlet tiene extrañas transiciones hacia la pasividad, aunque
no queremos negar que Goethe en este aspecto tampoco ha visto todo y que,
caracterizando a su manera al príncipe danés que me parece cargado de las más
fuertes energías-, lo ha “goethizado”, “meisterizado”, “wertherizado” y
“egmonizado.” Además, es demasiado simple y tradicional el denominar “gran
acción” a la venganza sangrienta impuesta a Hamlet y “falta de fuerza sensual”
a su actitud frente a esta venganza.
Dispuestos a lograr claridad y seguridad sobre lo que Hamlet siente, lo
que piensa; para saber si él, quizá no a la altura de la venganza que el airado
padre en sus andanzas fantasmales le exige, no está tampoco a la altura de su
destino, y para saber cómo arrostrar su acción y qué es lo que el autor
simboliza con él, qué es el significado de esta figura trágica, damos con que
aún sin que miremos de cerca de Hamlet, su actitud, sus empresas, sus palabras
encontramos, dentro del mismo poema, muchas alusiones hechas en las más
variadas ocasiones y que echan mucha luz sobre la personalidad de Hamlet. Ya he
dicho que es un rasgo peculiar que esta tragedia tiene en común con otros
dramas de Shakespeare, el recurso del autor de poner en labios de personajes
secundarios y en situaciones no directamente pertinentes, una que otra palabra
que, de repente, cual relámpago nos ilumina res pecto a la suprema
significación del poema y del protagonista.
Ya J. L. Klein y nueva e independientemente Margarete Susman (ella
también en un articulo, digno de conservarse en “Die Tat”, de 1915, que, de
paso lo diré, al igual del ensayo de Klein no se limita al poema de
Shakespeare, sino que, al lado de su gigantesca obra, a su luz y sombra, idea
una pequeña poesía de abstracción) … los dos, pues, han mencionado como frases
nucleares unos cuantos versos que se leen en aquella declamación del actor
sobre el recio Pirro. En efecto, estos versos son de los más significativos,
sólo que Klein y Susman, sin consultar el original, han confiado en Schlegel
así que, inducidos al error por su traducción equivocada, no han podido ver
toda la importancia del pasaje en cuestión.
Pirro, airado y aguerrido, se propone matar a Príamo, pero el débil
anciano cae ya al suelo mientras la espada vibra aún en el aire; en el mismo
instante, todo Ilión se derrumba estruendosamente; por un momento siente Pirro
el inmenso poder del destino frente al que su ira su voluntad no son sino una
brizna, y entonces:
Lo! His sword
Which was declining on the milky head
Of reverend Priam, seem’di’ the air to stick:
So, as a painted tyrant, Pyrrhus
stood;
And like a neutral to his will and matter,
Diednothing. 4
4 ¡Ved! ¡Su espada que ya caía sobre la láctea cabeza del venerable
Príamo, parece estar clavada en el aire! Asi, como la imagen de un tirano,
permanece Pirro, y cual si se hallara indiferente a su intención y a su tarea
se mantiene quieto!
Like a neutralto his will and matter…De ninguna manera debemos
interpretarlo como Schlegel lo hace por amor al del verso; Gundolf y otros
correctores, por descuido, lo han dejado luego tal cual cuando traduce:
Undwieparteiloszwischen Kraft undWillen(y sin to mar partido entre fuerza y
voluntad). Apliquemos estas palabras a Hamlet mismo, y no encontraremos de
ninguna manera en él una discrepancia tan sencilla como es la de que él quiere
actuar pero no tiene la capacidad de hacerlo. En aquel instante Pirro está más
bien neutral frente a su propia voluntad y a su propio objeto y meta: la es
pada que blande, queda como lijada en el aire, de modo que por un momento él no
es persona actora sino sólo la imagen, la fantasía, la semejanza casi
inmovilizada de la acción. Aquí, en esta expresión simbólica se refleja la
actitud de Hamlet frente a su tarea. Cuando urge realizar la acción, enfrenta
su propia causa como si nada tuviese que ver con ella. Se desintegra, se desune
consigo, se desdobla: es actor y espectador a la par o, mejor, es aquél que se
propuso realizar la acción que le fue impuesta y, al tiempo, aquél que la
realiza no en la realidad sino en la imaginación.
Muy ilustrativa para la situación psíquica de Hamlet es la, tan afín, en
que el poeta con impresionante ironía coloca a Laertes frente a Hamlet. Hamlet
debe vengar la muerte de su padre, castigando al rey Claudio; Laertes,
aliándose a ese mismo rey, debe vengar la muerte de su padre, castigando a
Hamlet. De modo que el rey Claudio se ve obligado a decirle las siguientes
palabras que escuchamos como si con ellas se amonestase a Hamlet a satisfacer
su sed de venganza contra el rey que habla, no anticipándola complacido en la
imaginación y anulándolaasí, sino actuando:
And nothing is at a like goodness still;
For goodness, growing to a plurisy,
Dies in his own too much: That we would do
We should do when we would; for this would changes
And hath abatements and delays as many,
As there are tongues, are hands,
are accidents;
And then this should is like a spendthrift sigh,
Thathurtsbyeasing….5
5 Nada existe que se mantenga constantemente en el mismo grado de
bondad, pues ésta, creciendo hasta la plétora, muere en su propio exceso. Lo
que quisiéramos hacer, deberíamos hacerlo en el acto de quererlo, porque ese”
querer” cambia y su frotantes lenguas y aplazamientos cuantos son los labios,
las manos y las circunstancias por que atraviesa, y entonces ese “deber”
vuélvase una especie de suspiro disipador, que hace daño al exhalarlo.
El poeta ha resuelto poner en labios del rey Claudio estas palabras de
extraordinaria profundidad sin preocuparse de que, quizá, un Tieck a otro
cualquiera pudiese valerse de ellas para demostrar que el rey que expresa tan
profundos pensamientos no puede ser un vil y brutal voluptuoso: lo ha hecho
ante todo por amor a la ironía (tan grata al Shakespeare de esa época para
expresar su sufrimiento frente al mundo y su misantropía), porque quiso que ya
en el proyecto de la venganza contra Hamlet sea formulada, por boca de un
amoral, esa teoría de la acción contra la que el hombre imaginativo que es
Hamlet, peca en todos sus proyectos de venganza contra ese amoral mismo. Y
efectivamente, es Hamlet quien viene mejorando continuamente la cualidad de su
voluntad hasta que termina por ser la voluntad perfecta, aquella que goza de
encontrar satisfacción en sí misma, porque lleva en sí la idea de la acción ya
acabada.
El príncipe Hamlet es un joven, rico en sentimientos y reflexivo, que
necesita de amor para sí y para el mundo; sus inclinaciones lo guían hacia la
ciencia y la filosofía; estuvo en la universidad y quiere volver a ella;
asuntos de Estado poco le interesan. De manera que en sí ya se halla en peligro
de sentirse solitario y abandonado en este mundo y ¿cuánto más ahora cuando el
padre amado y venerable le fue arrebatado de un modo tan horripilante y
detestable que el presentimiento de un crimen lo ofusca, ahora cuando el tío,
el hermano del padre, si, pero que es su contrario en todo hasta en el aspecto
corporal, usurpa la corona y eso es lo más horrible de todo-se casa con la
amada, la adorada madre, se casa diríase junto al cadáver del padre!... Hamlet
debe sentir todo ello como incesto en triple sentido, claro está toda aquella
época concibe tal matrimonio entre la viuda y el cuñado como algo pecaminoso; y
el alejarse tan abruptamente del recuerdo del finado y del duelo para buscar
nuevo casamiento y nuevo placer, no puede parecerle otra cosa que traición del
amor; y finalmente, debe parecerle la madre como manchada y vejada porque
participa del lecho de tan asqueroso y concupiscente sibarita. Fue Strindberg
quien destacó esta situación de Hamlet. Es natural que ca-da uno tome de esa
insondable tragedia lo que le sea más afín. Sin embargo, es añadir un matiz no
shakespeariana cuando Strindberg, muy a su manera, expone: “De repente se
encuentra con un padrastro, y lo que un niño nunca observa en la relación matrimonial,
lo observa hasta un niño de corta edad cuando presencia un nuevo matrimonio
“bastardo”: Hamlet concibe el rebajamiento de su madre como incesto o
prostitución…” “Su modo de ser”, prosigue Strindberg, quien revive, con fuerte
asimilación, el estado anímico de Hamlet, está en rebelión; ve interrumpida la
larga serie de antepasados como "por algo antinatural, monstruoso, impuro
que mancilla el recuerdo del padre y la majestad de la madre”.
Pero lo que convierte, para Hamlet, la vida en aquella corte
insoportable pena, no son sólo sentimientos, comparaciones como las descriptas,
sino que son las realidades de la vida ahora en boga en esa corte. Es ese
ambiente de “júbilo funesto y lamento nupcial” como el mordaz rey lo expresa
con esa mezcla de sentimental dulzura y cinismo que se complace en adoptar, ese
ambiente de voluptuosidad y de orgías en que el joven, ansioso de un medio
ambiente puro y tranquilo, ve lo que debe parecerle un repugnante lodazal:
banquetes, francachelas, alboroto, fiestas lascivas y adoración del vientre
entre truenos de los cañones y preparativos para la guerra. Él, cuya naturaleza
lo orienta hacia si, hacia dentro, él que quisiera vivir, rodeado de selectos
amigos o en fino amor, está ahora condenado a vivir en esa corte, en la casa
paterna, en la nueva vida que su madre se ha elegido: él, el único que está
todavía de luto, vive como en un campamento de enemigos. Su carácter no es tal
que lo deje inerme frente a todo ello y en depresiones; no; como debe tratar
con este mundo ene migo, se vale del arma que le es apropiada: de su espíritu
que se torna muy activo, agresivo, polémico cada vez que se le quiera sacar de
su ensimismamiento mediante insinuaciones bajas y con vilezas; pues su
ensimismamiento no es sino como una capa protectora bajo la cual se baten
agitadamente la pena, la duda, preguntas y problemas. Así lida, indulgente,
meditabunda es como su conducta es ora suave, comedida, y ora, de repente,
violenta, aguda, maliciosa. Lo que en realidad vive en él, su auténtico modo de
ser, su situación íntima no puede expresarse, al menos no hasta que encuentre
en Horacio al auténtico hombre y amigo al que puede tener fe… Para nosotros, su
forzoso silencio se traduce en monólogos. Tal es su estado de ánimo, aun antes
de aparecérsele su finado padre; aun antes que al sensible, vulnerable, alcanza
el más horrible mensaje desde el averno, la noticia del asesinato de su padre
que la víctima misma le trae, la noticia de que el padre en el averno sufre
real y corporalmente aquella tortura infernal que atribula asimismo, y con
infernal rigor, el alma del hijo. Aun antes de enterarse de todo ello, hay en
Hamlet una casi insoportable melancolía; cuanto ve, todo le parece ejemplo del
estado en que el mundo se encuentra y que él aborrece porque es como es, y que
censura apasionadamente cada vez que está a solas consigo mismo; él, espíritu
en fin que puede vivir tan sólo en esferas etéreas, añora no ser humano entre
humanos, por nada: añora el suicidio… ¡Cómo debe herir a tal hombre en tal
estado anímico y tal situación, la noticia del asesinato, que, para él, es a la
vez horrible noticia acerca de su madre, la noticia de que la ignominia, la
suciedad, la pena de este mundo no terminan con la muerte sino que el alma que
aquí no tuvo donde encontrar tranquilidad y paz, en el más allá seguirá
batiéndose revuelta por ese eterno remolino del horror!
Esa vida en el más allá, en el purgatorio donde se halla el asesinado,
la aparición visible tan sólo a unos pocos selectos del fantasma, y su
conversación con el hijo: todo ello debemos tomarlo por la más horrorosa
realidad, y quisiera ver a quien por estar convencido fríamente de que la vida
y la conciencia no son sino una función de determinadas partículas materiales,
haya perdido la capacidad de experimentar y vivir el horror ante la ‘vida en la
muerte al par que el horror ante la ‘muerte en la vida’, que ambos están
amalgamados en esta nuestra tragedia. Con este ingrediente esencial, el poema
de Hamlet se ha tornado expresión poética de un sentimiento mundial nacido con
el cristianismo; y precisamente porque tanto Hamlet como Horacio, al igual que
su creador, son racionalistas pero sucumben a algo que no creen ni aceptan
porque lo ven, lo oyen, lo sien-ten con sus propios sentidos: precisamente por
ello estas escenas están más allá de todo lo que es dogma o superstición, y
despiertan en nos-otros una angustia, elevada al par que íntimamente sentida,
frente a lo eterno, como así no la sentimos ni por obra de Sófocles ni de
Miguel Ángel ni de Rembrandt ni tampoco en lo demoníaco de la plástica gótica
de Grünewald. Es ese clima shakespeariana expresado también por Claudio en
“Medida por Medida”:
…And the delighted spirit
To bathe in fiery floods, or to
reside
In thrilling regions of
thick-ribbed ice;
To be imprison’d in the viewless winds,
And blown with restless violence round about
Thependentworld….6
6 Esta inteligencia deliciosa, bañarse en olas de fuego, o residir en
alguna región de murallas de hielos espesos, estar aprisionado en vientos
invisibles y arremolinarse, con violencia sin tregua, en derredor de un mundo
suspendido en el espacio…
Ese clima en medio de una filosofía fuerte y paciente que busca res
puestas, valientemente y sin amedrentarse ante sus descubrimientos, es el
legado de aquella íntima, apasionada y dolorosa visión del mundo que, al través
de Shakespeare, nos ha venido desde la era cristiana y se conserva fresca e
impresionante, aún en la edad de las ciencias.
Muchos han admirado (y Lessing lo ha explicado con noble dolor y
envidia) el arte con que estas escenas se hallan estructuradas, un arte como le
es dado tan sólo al que, de la manera más íntima, la más potente, sienta la
inefable tragedia de ese animal consciente de lo eterno que es el hombre. Al
aire libre, en una noche bajo el infinito cielo: así comienza el drama.
Centinelas que se relevan; en hora: están dando las doce… Desde las palabras
que van y vienen nos roza la frescura de esta noche; sentimos escalofríos; y el
continuo
“¡Alto ahí!” y “¿Quién?” nos sugieren el inmenso y angustiante silencio
que reinaría sin estas voces… Y se inicia la discusión sobre lo que ha
aparecido allí; escuchamos el frio "Pah" del incrédulo racionalista;
otro que ha estado presente, se pone a contar lo que ha visto; y ya llega el
fantasma mismo, visible para los tres hombres en el escenario, y vemos cómo
pasa allí, tranquilo, digno, humano; oímos cómo el racionalista reconoce al
adorado rey. Y luego, cuando vuelve, presenciamos la violenta tentativa de los
soldados que, obligándose a ser valientes como los soldados deben serlo, tratan
de retener la aparición; escuchamos el solemne conjuro por Horacio. El
fantasma, callado, avanza; canta el gallo; y ya se ha ido… De tan enorme y
extraño acontecimiento se entera Hamlet al que ínterin conocimos en su trato
con la corte, con la madre, con el tío-padrastro y al que escuchamos clamar su
pena, su añoranza de ser un espíritu, de no ser hombre o de poder abrir
libremente las puertas a la muerte. ¡Admirable esa exposición con inaudito
acierto, arte soberano puesto al
servicio de lo más íntimo! Desde ya sentimos por las palabras de Hamlet como
por la situación misma que aquí la estrechez de un argumento bárbara mente
vulgar y externo, ha sido ensanchado para que sea teatro donde se nos presente
la lucha del espíritu con el mundo de los viles impulsos, y de la pureza del
alma con la codicia sucia y la astucia calculadora. Y ya sabemos que
observaremos al espíritu no sólo en su lucha contra todo lo grotesco, lo siniestro
del mundo humano animal, sino en su vuelo sin pausa “en torno al globo que
gira”, es decir en la infinidad de un sufrimiento cósmico.
Antes que Hamlet, una noche más tarde, cierre el paso al fantasma,
Shakespeare, con esa técnica que siempre emplea en un argumento complejo,
introduce todavía un nuevo motivo. Por la conversación entre Ofelia con su
hermano y luego con su padre, nos enteramos del germinante amor entre ella y
Hamlet. En esos tiempos, cuando Hamlet estaba tan desmesuradamente solitario y
triste, ha confesado su inclinación a la joven, amable, dulce y suave, y puede
creer que ella responde a su amor. Empezamos a temer cuando la obediente niña
promete a su padre que cumplirá la orden de romper toda relación con el
príncipe. Ambos jóvenes, Laertes y asimismo Ofelia, miran a su padre, el viejo
Polonio, con una veneración de tipo pequeño burgués. El posee experiencia, es
hombre de mundo, e inteligente, sabe decir de memoria las máximas generales
para una correcta conducta y, con todo, le es propia cierta superioridad
humorística y de poltrón que con sus órdenes patriarcales recorre toda la
escala desde la bon-dad hasta la violencia, de modo que no nos maravillamos al
ver tan dócil a su cría que lo venera. Tampoco nos maravillamos que un carácter
tan tranquilo, ora oprimido, ora cordialmente alegre como lo tiene Ofelia, no
pudo menos que atraer al príncipe en estos momentos en que una horrible muerte
lo ha privado al padre, y una vida no menos horrible, de la madre. Ella es para
Hamlet como una grata garantía de que el mundo no carece de alma. Aun esto será
quitado después al que nada presiente todavía, al tan torturado que añora un mundo
fresco y puramente espiritual y que, ahora, el corazón lleno de indefinibles
cuitas camina allí en la fría noche invernal para encontrarse con el mensajero
del mundo de los espíritus que dicen es el fantasma de su propio padre.
Ya en la primera escena, en oportunidad de volver al mundo, como demonio
del averno, el heroico y venerado viejo rey, hemos oído hablar de cómo están
las cosas en Dinamarca y que ese funesto fenómeno presagia una época de
efervescencia y de fatalidad para el país. Ahora, cuando Hamlet, una noche más
tarde, está esperando al fantasma, se inicia la conversación con alusiones a
los cañonazos y trompetazos que acompañan los brindis del actual rey en su
desenfrenado banquete nocturno y que se oyen desde la terraza. Hamlet habla con
viva indignación, usa fuertes palabras contra tal conducta irresponsable y
salvaje, para luego pasar a una consideración de índole general; se enreda en
una frase demasiado larga que concentra sobre si toda la atención, la suya y la
nuestra: y en ese instante aparece el fantasma. En aquella figura, oculta por
la armadura, Hamlet reconoce a través de la abierta visera, rasgo por rasgo a
su noble padre. He aquí otra faz de la naturaleza de Hamlet: su valentía. Es
valiente a su manera que nada tiene que ver con carácter guerrero y de soldado,
ni con bravura ni con dureza adquirida por la costumbre. Cuando, desde más allá
de los límites naturales, nos saluda un ser demoníaco que puede ser un emisario
del infierno, hasta el más valiente tiene derecho a amedrentarse. Así es como
Horacio advierte sin más al príncipe contra la locura en que podría
precipitar-lo el fantasma, caso que él le siguiese… Hamlet en cambio, siente
que ahora algo extraordinario ha entrado en su vida, algo que será su destino:
él no huirá. Nada le importa la vida en este mundo mor-tal; algo desde la
eternidad lo llama, desde aquella eternidad que se halla, materializada, ante
sus ojos y que él mismo siente en el alma. Del fondo de su imaginación
-he waxes desperate with imagination7
7 Su imaginación la exalta!
Exclama Horacio surge en él confianza, fuerza y resolución.
No, no era suyo este mundo de bajeza. El asco que lo llenaba frente a
los últimos acontecimientos, la enorme desilusión vivida en la persona de su
propia y amada madre no era sino la extrema realización de lo que él esperaba
de este mundo. Por dentro, se sabe libre de toda posición, profesión o deber
mundanos. Alejado está de todos los preparativos bélicos en torno, porque no le
interesan y hasta le repugnan; todo aquello era para él nada más que un solo
tejido de falta de dignidad y embriaguez. Ahora, en cambio, se le abre el mundo
del espíritu y le impone un destino y un deber. ¡Pero en qué forma
horripilante! Y ¡qué misión! No se ve elevado del caos que lo rodea hacia una
esfera de pureza, sino que todo ese caos mismo, con todos sus horrores que lo
hieren y apenan, le es señalado para que luche contra él.
Será ésta en adelante su tarea, para esto lo reclama el emisario del
mundo de los espíritus que es su propio padre: para que vengue la pureza
asesinada y envenenada y castigue la vileza. Pues así lo comprende sin
titubear: para él no hay asuntos particulares, aislados, privados… Cuando se
trata de cosas de la vida individual, del interés, de la ganancia y del placer,
él está como paralizado, porque sólo desde su imaginación creadora cobra
fuerza; pera él, lo individual no es sino representante de lo general. Así es
como él transforma, detalla, amplía en seguida su nueva experiencia que le
impone determinada y aislada acción; pues también este hecho individual le
resulta simbólico de cuanto sucede en el mundo. Hay que anotarlo para que nunca
jamás se olvide:
That one may smile, and smile, and be a villain…s
Pero ¿por qué le corresponde a él tal enredo, tal destino, tal deber? El
destino de no poder alejarse para llevar, en algún lugar, la tranquila vida de
contemplación y pureza a que aspira, sino el de tener que adentrarse en toda
aquella vil y detestable concupiscencia, al de ir a la guerra contra la
suciedad y la alevosia.
The time is out of joint; - O cursed spite!
That ever I was borne to set it right! 9
8. ¡que puede uno sonreír, y ser un bellaco!
9 El mundo está fuera de quicio!... ¡Oh, suerte maldita!… ¡Que haya
nacido yo para ponerlo en orden!...
Toma sobre si lo que el espíritu le manda; aun antes de saber todo lo
acontecido, se forma en él la firme resolución y la solemne promesa de
vengarlo; a ello se atendrá en adelante, sabiendo que se trata de su última, su
única tarea en este mundo, aunque concibe como maldición que tan horrible
destino fue impuesto a él, precisamente a él. Acepta el llamamiento de modo
totalmente heroico, espiritual, fantástico; nada existirá para él más que esta
única tarea que él toma por algo enterizo, gigantesco, universal e irrefutablemente decisivo. Como algunos
filósofos y místicos nos han dicho que, conociendo a fondo una cosa, así fuera
la más pequeña, intuimos en ella el universo, y como asimismo han dicho que la
verdadera cognición es acción, y que quien hiciera bien una sola cosa, estaría
con ello dentro de lo eterno, así Hamlet, desde el primer instante y sólo esto
le hace ver un sentido en su venganza sueña con realizar esta su única acción
tan acabada-mente, tan representativamente como si fuera un sacrificio que,
hecho por un individuo, sin embargo redime al mundo. Concibe su acción como la
de un Hércules que con ella llegaría a ser un Cristo para la humanidad, un
purificador del mundo; el mismo Hamlet, que confesó que se consideraría todo
menos que un Hércules…
Su tarea inmediatamente después del encuentro con el más allá, lo sabe
con toda claridad, su tarea requiere el decidido regreso, inmune a todo asco,
desde su alejamiento del mundo hacia la tierra y las condiciones que en ella
reinan. Hay que indagar el crimen, determinar al criminal, sacarlo de su
escondite, revelar el secreto. Es característico de una de las faces de su modo
de ser el que surge, apenas concluida la conversación con el fantasma, un
designio -tan extraño en cualquier otra persona, tan atractivo por lo natural y
peligroso en él-: muy bien, ¡finjamos haber enloquecido! Lo que es, en cierto
modo, verdad el hecho de que él enfrenta el mundo con extrañeza, con odio, con
desprecio, con polémica, con saña, con furor, ahora ha de servir a su tarea, la
de entrar en sus planes mediante la enajenación ficticia que bien poco ha de
añadir o quitar a la realidad… Pues bien poco es lo que él debe agregar de
conducta intencionalmente grotesca y de expresiones metafóricas, para pasar por
loco ante este mundo cuando, en realidad, le dice su opinión sincera.
Strindberg ha vivido en esa misma relación trágica y grotesca para con
el mundo, hallándose entre la genialidad y la locura, y es otra vez él quien
nos aclara de modo excelente el por qué el Hamlet shakespeariano finge ser loco
y para qué le sirve tal simulación. Dice: “La experiencia, pues, ha demostrado
que cuando consideren loco a un hombre, todos los demás hombres le revelan sus
secretos. Creyendo que el loco no entiende nada, vienen en masa y se descubren
hasta la desnudez, mostrando, sin quererlo, todos sus defectos y vicios.”
Cierto que, aquí como antes, Strindberg no se atiene estrictamente a lo que es
de Shakespeare, sino que agrega algo de su propia y crasa invención; pero nos
lleva a la comprensión de lo principal en que Hamlet arraiga por intención de
Shakespeare y en que la locura que Hamlet finge, con que Hamlet juega, está
arraigada dentro de su espíritu y su posición frente a los hombres. Al tomar la
decisión de acercarse valiente, enérgica y examinadora mente al asesino, Hamlet
se envuelve en el manto de una conducta extraña como para no ensuciarse, como
para seguir siendo él mismo debajo del disfraz; para no revelar su propio
secreto al sonsacarle el suyo al adversario. Además, cuando loco, podrá decir
lo que quiere, impunemente y sin llamar la atención, sin que se le tome en
serio, podrá hacer alusiones y observar tranquilamente.
Mientras Hamlet recibe, desde el demoníaco más allá, el encargo de su
grande y horrible destino, al mismo tiempo y en el ámbito reducido y más
cercano de la intimidad humana, le derrumban sin compasión el edificio que su
añoranza, su amor habían erigido con tanta ternura y timidez… Es incomprensible
y sin embargo tan comprensible; como hija obediente, Ofelia rompe las
relaciones con él, le devuelve sus cartas, en que a su tímida inclinación tanto
más fácil le había resultado expresarse que en el trato personal, y se niega a
concederle unas horas de armoniosa plática a que en los últimos tiempos se
habían acostumbrado. Comprensible, muy comprensible… Para él, es la prueba
sobre el ejemplo, valedera para todo el sexo femenino. Nada podría dar a su
afán de generalizar alimento mejor y más doloroso: tal la madre, tal la amada…
porque todas son así, ¡las mujeres! Cuando, poco después, se ve con Ofelia, se
ha acumulado todo: su amor destrozado, su pena, su desprecio por ella, su falta
de fe en la pureza de las mujeres en general -que ella es como las demás, es
mujer en fin, su melancolía, su reacción contra la madre, contra su esposo
fratricida, su oculta e inefable resistencia contra el papel, contra la
actividad, contra la tarea que le fueron impuestos, y su designio que le
permite y hasta le impone hacer lo que es deseo natural en su desesperación: de
conducirse como un loco. Así es como en ese encuentro se nos presenta una de
las más grandes, más intimas, más emocionantes escenas en Shakespeare quien,
para hacerla aún más intima, más suave, más misteriosa, alejándola de toda
cruda realidad y limitación por los sentidos, para liberarla además de todo
movimiento pasajero y elevarla a las alturas eternas e inmóviles del espíritu,
nos ha presentado ese doloroso cuadro no en forma de acción escénica, sino como
relato, como poema en el poema. Conocemos los sucesos sólo por la narración de
Ofelia; y así sabemos con más profunda emoción que si estuviésemos presentes,
que Hamlet se equivoca, se equivoca horriblemente, porque sentimos cuán pura y
fina es aquella que por amor se ha alejado de él y de su propia felicidad…
He took me by the wrist, and held me hard;
Then goes he to the length of all his arm;
And, with his other hand thus, o’er his brow,
He falls to such perusal of my face,
As he would draw it. Long stay’d he so;
At last a little shaking of my arm,
And thrice his head thus waving up and down-,
He rais’d a sigh so piteous and profound,
That it did seem to shatter all his bulk,
And end his being: That done, he lets me go:
And, with his head over his shoulder turn’d,
He seem’d to find his way without his eyes;
For out o’doors he went without their help,
And, to the last, bended their
light on me… 10
10 Mecogió por la muñeca, apretándome fuertemente; apartase después a la
distancia de su brazo, y con la otra mano puesta así sobre su frente, escudriñó
con tanta atención mi rostro como si quisiera retratarlo. Permaneció así largo
tiempo, hasta que, sacudiéndome suavemente el brazo y moviendo así tres veces,
de arriba abajo a cabeza, exhaló un suspiro tan profundo y doloroso, que
parecía deshacérsele en pedazos todo su ser y haber llegado al fin de su
existencia. Hecho esto, me dejó; y con la cabeza vuelta atrás, parecía hallar
su camino sin valerse de los ojos, pues se alejó por la puerta sin servirse de
ellos, y hasta el último instante tuvo su lumbre a en mí.
Se comprenderá que esta escena que, en lo esencial, no es sino
representación de una conducta, no es sino un indeciblemente profundo suspiro,
no pudo ser dada como acción dramática. Sabremos algo de lo más íntimo de
Shakespeare cuando espiritualmente lo acompañemos en una de sus horas
productivas y de concepción y veamos cómo él, eligiendo entre la multitud de
posibilidades dramáticas de dar forma al encuentro entre Hamlet y Ofelia, no
quiso otra cosa que esa imagen muda puesta ante nosotros en lenguaje y en nada
más que lenguaje...
El hombre que de esta manera juega con la locura y se hace el loco para
los demás, no es en ningún instante realmente loco. Cierto que si se concibe la
locura completa y exclusivamente como relación al medio ambiente, se dirá,
variando una palabra de Hamlet: 'En si, nadie es ni razonable ni loco, sólo
nuestra interpretación le hace ser una de las dos cosas, y entonces, ya no
pensando en el público de Hamlet sino en el más amplio de Shakespeare en
general donde estaremos pues frente a una relación mutua como la que
Lichtenberg nos ha señalado respecto al libro y la cabeza, entonces sí, digo,
Hamlet es realmente loco. Observamos su auténtico estado de ánimo en los
monólogos, en las conversaciones con Horacio al que revela todos sus secretos,
en las pláticas con los actores, en la gran discusión con la madre, ante la
tumba de Ofelia y al final, en el subsiguiente duelo con Laertes y en su hora
suprema.
Hamlet es hombre de gran fuerza de imaginación, el que sufre del mundo y
se rebela siempre de nuevo y con espontaneidad contra la injusticia y la
vileza, y más aún contra la mediocridad y la talentosa fatuidad de toda esa
gente mentirosa, servil y aduladora. Generaliza sin límite, apasionadamente,
como suelen hacerlo los que son intuitivos impulsivos, ansiosos de pureza e
integridad como lo es él; “un caso le vale por mil”; tiene el afán y el don de
expresar con palabras impresionantes su trágica vivencia del mundo… Y ahora se
quiere que un hombre de tal carácter, valiéndose de ese su instrumento de la
razón que le fue dada para una conducta tranquila, pura, contemplativa y
ordenadora, proyecte un plan de venganza, que sepa encontrar la transición
desde la lenta reflexión hasta la acción, desde la intimidad al actuar; él que
tiene una ilimitada desconfianza ante todo y todos, él que está seguro de haber
vivido experiencias definitivas con los hombres y de tener razón para
despreciar el carácter humano, sin dejar a un lado a sí mismo y la herencia que
lleva en la sangre! La des ilusión, que es consecuencia de sus desmesuradas
exigencias y que ante todo la madre y Ofelia le han causado, no puede darle, de
ningún modo, satisfacción y justicia consigo mismo. No hay sorpresa para la que
menos sirviese… La hendidura que parte en dos al mundo, pasa, cortante, a
través de él mismo. Debemos creer que él, aun cuando Ofelia no se hubiese
retirado, habría puesto fin, abruptamente a esa alianza amorosa. La extraña
mezcla de desesperación y de locura imaginaria lo hace probable. El ha de estar
a solas consigo, no ligado a nada ni nadie. A solas consigo: y ¿qué posición
más dudosa, más inestable podría haber para él?
What should such fellows as I do crawling between heaven and earth? We
are arrant knaves, all; believe none of us: Go thy ways to a nunnery, 11
11 ¿Por qué han de existir individuos como yo, para arrastrarse entre
los cielos y la tierra? Todos somos unos bribones rematados; no te fíes de
ninguno de nosotros ¡Vete, vete a un convento!…
Arrastrarse entre el cielo y la tierra, confinado a esa carne sólida, a
lo animal; y ahora cuando le sucedió el milagro de los milagros y se le abrió
el mundo del más allá, se le abrió también el infierno que en cierra a su padre
y con él al mundo entero, y le impuso aquel deber infernal. Es verdad, y sería
extraño si no fuese así, que él, viviendo en esa abismal contradicción se
excita, se rebela siempre de nuevo ansiando apasionadamente entrar en las
tinieblas, en la locura y que juega con ella como juega con la muerte
voluntaria; pero nunca logra franquear el límite. Su espíritu es demasiado
fuerte, imaginativo y creador como para permitírselo.
Posee un carácter tan complejo y vemos con tanta claridad cómo él servía
sin esa oposición a un mundo… bajo que lo excita a la ira y al sarcasmo, que
debemos reconocer: por su índole sería bueno, tranquilo, suave, contemplativo,
reflexivo y superior por lo sereno que es. Así lo revelan muchas palabras
amables dichas a la madre querida, y las ingenuas pláticas que a veces le
gustan; su trato con Horacio el amigo, con sus compañeros de estudio y más que
nada la instrucción que él imparte a los actores. Habría podido encontrar
satisfacción, no consumiendo toda su vitalidad en la reacción contra los
hombres, sino obrando sobre ellos al través de la máscara, lejos de ellos y,
con ello, en pro de ellos. Pero el destino no le concedió tal teatro para su
acción… Así es como Hamlet, cual fantasma y como lo hace su padre en la terraza
de su castillo, debe seguir andando por todos los escenarios de los teatros de
todos los países y tiempos porque las condiciones que lo privaron de la
felicidad y de la paz del alma no han cambiado desde que Hamlet, entre los
hombres, debió ponerse la máscara de la locura y Shakespeare la máscara de
Hamlet.
Es impresionante observar cómo Hamlet ni por un momento se sale de la
acción dramática, cómo más bien el lento y retardado desarrollo de la acción en
la parte media del drama, se explica en un todo por el carácter de Hamlet, y
cómo, sin embargo, en aquellas escenas donde finge ser loco ante la corte,
perdemos casi por completo el recuerdo de que él actúa frente al rey Claudio y
sus cortesanos. Tanto nos hieren en lo íntimo sus espinosos y sarcásticos
aforismos porque habla de nosotros, de nuestras condiciones de vida internas y
externas. Bajo el disfraz de la locura, ¡cuántas verdades dice Hamlet y dice
Shakespeare bajo el disfraz del loco Hamlet, a los poderosos, a la corte, a las
mujeres, a la más íntima naturaleza humana, al mundo! Así Goethe se ha servido
de su Mefistófeles para hacer oír sus propias agudezas, y durante un decenio no
ha dejado de jugar con la idea de convertir en terrible pasquín las escenas en
que Mefistófeles actúa en la corte imperial. Goethe es agudo y mordaz y en uno
que otro pasaje rebosante de vitalidad demoníaca, si, pero su manera prudente
(si se la compara con la de Shakespeare), nunca logra esa sublime fuerza que
Shakespeare reúne mediante la íntima e indisoluble unión de la polémica con la
acción y con lo trágico de la condición humana en sí.
¡Con qué finura maravillosa se nos presenta en los diálogos con
Rosencrantz y Guildenstern, la transición desde el éxtasis de Hamlet torturado
éxtasis que, obedeciendo a cierta compasión humanitaria gusta ocultarse detrás
de espirituales agudezas hasta la locura fingida! En un comienzo tiene fe a los
que fueron sus compañeros de juventud; Juego, aunque ya con un principio de
desconfianza, los ve opuestos al mundo de los enemigos porque ellos confiesan
francamente que el rey Josh ha mandado para sonsacarle su secreto; más cuando
al final se da cuenta de que ellos son, como los demás, cortesanos mentirosos,
se retira a la locura en defensa de su yo contra el vil espionaje de esas
sabandijas.
Lo propio de estas escenas que se basan, no lo olvidemos, en un horrible
crimen, en planes heroicos e íntima pena del alma es su vigoroso humorismo.
Rosencrantz, Guildenstern, Polonio, Osric no son instrumentos en que ejecuta la
sagacidad de Hamlet. En su defensa contra el mundo agresivo él no es menos
agresivo: su arma es el espíritu: ni una palabra débil o lastimera sale de sus
labios, por más que detrás de tal conducta esté, oculta, la pena que nunca lo
deja, y por más que cambie su rostro y su expresión cuando está a solas
consigo. Y es, creo, casi natural el que Hamlet en aquellas luchas chispeantes
adquiera paulatinamente una expresión cada vez más vieja, más madura y
superior. No hay en él nada de enfermizo, nada de decadente o degenerado; lo
anormal de su posición frente al mundo no tiene raíces de modo alguno
orgánicas, sino exclusivamente sociales, pues arraiga en la relación de su
naturaleza que por tierna y fina no deja de ser muy sana con el medio ambiente
sumido en bajeza, pero no es condicionada por un desequilibrio de sus órganos y
sus funciones. Si él no fuese tan sano, sin duda se enloquecería, así como
Horacio temía que sucediese; pero él, sano, puede recurrir a la locura con la
seguridad de dejarla, en cualquier momento, por libre decisión.
Ahora bien: ¿qué hace Hamlet en ese disfraz? ¿Qué logra? ¿Cómo fomenta
su venganza? Sólo a comienzos del segundo acto nos enteramos de su locura por
el relato de Ofelia, primero, y luego vemos a Hamlet mismo en su trato con
Rosencrantz y Guildenstern. Sin embargo, debe haber asumido su nueva conducta
desde algún tiempo atrás, ya antes que los actores crucen su camino. Ínterin,
habrá con versado mucho con Horacio, al que tiene absoluta confianza; lo habrá
iniciado en todo. Ahora se despierta como de un sueño plomizo, y reacciona
rapidísimamente como le es natural. Una vez escuchado el apasionado recital del
actor sobre la perdición de Troya, la muerte de Príamo y la lamentación de
Hécuba, y observado que ese poema, por la emoción que causa, y las lágrimas del
histrión emocionan hasta al seco y pedante Polonio no obstante la ausencia de
fantasía en él comienza a formarse su plan, sí; pero a la vez se eleva la
terrible autoacusación de no haber hecho todavía nada para realizar su
venganza. Al estilo de aquel poema que acaba de escuchar, habla ahora consigo
mismo: apasionado, en abundantes imágenes, en exclamaciones, conjuraciones e
injurias cada vez más impresionantes. Quiere lograr de si mismo que entre en
saña y por ello en acción; se figura toda la alevosía del asesino para
interrumpir ya su indignación con escarnio de si mismo porque otra vez más no
hace sino palabrería, poetizando nuevamente sobre el nexo entre el crimen y la
venganza, y porque otra vez más no sabe actuar. Y de veras, nosotros que
sabemos cuán de repente se concretó en él el plan de hacer representar
(¡pronto, mañana a la noche ya!) ante el rey una comedia que Hamlet conoce y a
la que se apresta a agregar algunas alusiones que por lo directas, no dejan
lugar a duda, sabemos también que ahora, mientras él se acicatea entrando ya en
trance de imaginación creadora, y trabándose en feroz lucha con el asesino y,
al tiempo, consigo mismo, algo en él ya está componiendo los versos que mañana
por la noche han de ser recitados. Supimos en otras ocasiones con qué facilidad
Hamlet sabe improvisar.
Cuando al día siguiente volvemos a verlo, ya se ha invitado al rey a
presenciar el acto teatral en los aposentos de Hamlet. Hamlet mismo, debido a
la excitación con que se puso en condiciones para cumplir su deber, ya ha
penetrado nuevamente en el reino de los valores generales: Acción y muerte,
acción libertadora, que libera al mundo del usurpador, del criminal, del
tirano, y la muerte voluntaria que libera de la vida al que sufre del mundo:
todo ello se confunde para él en una sola cosa. Su reflexión “Ser o no ser” es
tan general, que no podríamos rechazar con los versos del monólogo una supuesta
tesis de algún investigador en el sentido de que esa parte escrita con otro
fin, ya habría estado entre los papeles de Shakespeare, quien la habría
insertado aquí por armonizar ella con el clima general. Nada de todo cuanto
Hamlet se figura, para intuir con claridad la vida tan difícil y la muerte tan
grave, despierta asociaciones con su condición peculiar como sería lo más
natural en alguien no tan aferrado a lo general como lo es Hamlet. Habla del
tirano, de la injusticia, de la soberbia, de la opresión; no habla del rey
Claudio. Medita sobre la pena de un amor no respondido: ni una palabra que
recuerde a Ofelia. Afligido, piensa en lo que espera al hombre después de la
muerte, de los sueños que le vienen cuando duerme: no lo ilustra con la
horrible relación de su padre sobre el averno. Si hasta puede referir a un país
incógnito del que ninguno regresa que allí llegue: sin estremecerse él que,
poco ha, conoció a alguien que regresó y le trajo su destino. Todo pues es
general en el monólogo, todo sin resto. Aunque realmente se tratase de una
pieza intercalada en nuestro drama, estaría pues, de acuerdo con el carácter de
Hamlet. Shakespeare sabía lo que hacía.
No es la única vez que encontramos en uno de sus personajes esa más
auténtica, esa religiosa característica de nobleza que consiste en que un
hombre en la cumbre de su propio sufrimiento ya no piense en si, sino en el
todo y sufra en representación del todo, de todos los oprimidos y empobrecidos.
Es también el caso de Romeo en la con-versación con el boticario, cuando está
sellado su destino por la noticia de que murió Julieta; y del rey Lear quien,
en medio de la tormenta, del abandono y de la desesperación, se torna desde sí
hasta la humanidad.
El mismo Hamlet que franqueó, intrépidamente, el limite de lo terrenal,
el que por impulso del momento, está siempre dispuesto a retar a cualquier
adversario y poner en juego su vida, ahora se confiesa lo que en este instante
lo acobarda aún a él y lo incapacita para la acción y la muerte. Es el pensar,
es el estar consciente; no sólo, como Schlegel ha sugerido con su insuficiente
traducción, la conciencia moral.
Thus conscience does make cowards of us all. 12
12 Así el estar conscientes hace cobardes a todos nosotros. (Trad. Segun
Landauer)
Cierto, lo que nos inmoviliza e inactiva, no es tanto el saber como el
no saber: no sabemos que, de angustias, de continuación del más acá nos espera
allende la tumba; por ello soportamos los crímenes de los hombres y sus
instituciones de injusticia y violencia.
Pero: lo que vemos en todas las figuras shakespearianas, lo vemos
también en Hamlet. Ni Hamlet puede y ¿puede o quiere acaso Shakespeare? Dar
forma abstracta y de significado absolutamente general a una reflexión
condicionada por el clima y la situación peculiares de un drama. Nunca expresa
Shakespeare el último significado de sus figuras y de los sucesos en frases
apotegmáticas; si él pudiese contentarse con lo que rinde el lenguaje deductivo
y ‘formulario’, no hubiese tenido la necesidad de crear figuras ni de componer
dramas. Nosotros, al través de la figura de Hamlet y su experiencia total,
intuimos que el estar consciente y la inactividad, el pensar y la impotencia
para actos violentos, el intelecto y la conciencia están ligados por otro lazo
más arcano, y no sólo por el sacro horror que nos inspira lo eterno. Pero de
tal relación Hamlet no habla, sino que la vive y muere de ella.
La tristeza general, el horror general lo domina aún en la subsiguiente
conversación con Ofelia. ¡¿Con qué voluptuosidad habla ahora, en tono de
locura, a esa criatura que para él es representante típica de la falsedad: como
le arroja a la cara su desprecio de todo lo sexual Pero veamos también con qué
fuerza salta de él la decisión cuando una fugaz ocurrencia le recuerda al rey.
Hombre y mujer, éste es su tema; se halla en consideraciones generales, sumido
en su papel de loco detrás del que no lo olvidemos hay todo lo que es su
destino; se conduce como un ángel vengador encargado de prohibir a los humanos
todo futuro casamiento aunque con benigna tolerancia para los ya casados y
cuando ahora con saña exclama:
I say, we will have no more marriages: those that are married already,.
Shall live, the shall keep as they are 13,
13 Te lo digo, se acabaron los casamientos. Aquellos que ya están
casados, vivirán… Los demás quedarán como ahora.
Con las palabras “Aquellos que ya están casados” le vuelven a la mente
toda su pena personal, la madre, su espantoso matrimonio con el asesino de su
primer esposo, y cuál bestia que da un salto, saltan de él las palabras:
…allbutone!...14
14 Todos menos uno.
Uno vive aún, más no por mucho tiempo estará con vida: está condenado. Y
este único escucha sus palabras, sin que Hamlet sepa que está presente para
espiarlo.
Hamlet se siente libre, y aliviado, y alegre cada vez que surge en él
esa decisión irreflexiva e inmediata que en la vida activa amalgama el mundo
exterior y el interior, el de los sentidos y el de la voluntad. En tales
momentos está seguro también de que su tío es el asesino; y que no debe vivir.
Pero siempre está en peligro de recaer en una esclavitud como pocas veces se
encuentra: él no es esclavo de la pasión, sino del pensar, el pensar se le ha
tornado pasión. Este pensar lo hace lento, vacilante, inactivo, indeciso; y,
sin embargo, lo retiene en la vida precisamente mediante la reflexión. Por
ello, su alegría frente a los hombres se despierta tan solo cuando se halla en
compañía de los irreflexivos y despreocupados; por ello, obsequió con su
amistad a Horacio, al que en un momento decisivo dice estas brillantísimas y
bellas palabras:
Since my dear soul was mistress of my choice,
And could of men distinguish, her election
Hath seal’d thee for herself: for thou hast been
As one, in suffering all, that
suffers nothing…
Give me that man
That is not passion’s slave, and I will wear him
In my heart’s core, ay in my heart of heart,
As I do thee.15
15 Desde que mi querida alma fue dueña de escoger y supo distinguir
entre los hombres, te marcó a ti con el sello de su elección, porque siempre,
desgraciado o feliz, has recibido con igual semblante los favores y reveses de
la Fortuna… Dadme un hombre que no sea esclavo de sus pasiones, y yo le
colocaré en el centro de mi corazón; al, en el corazón de mi corazón, ¡como te
guardo a ti!
Se reuniría un grupo bien numeroso cuando enumera a los hombres que, en
Shakespeare, son a la vez esclavos de sus impulsos y su bajeza y dotados de
diáfano intelecto: Ricardo III, Falstaff, Yago y Edmundo Gloster; todos ellos
son, con toda la fealdad de su condición de esclavizados por los impulsos, casi
hombres libres y hermosos. Uno de aquellos que, sumergidos en el lodo por el
impulso y el deseo, obtienen sin poder salvarse desde su eminente intelecto
algo como una conciencia sin fuerza y como un arrepentimiento inactivo, es el
rey Claudio. En lo que a Hamlet respecta -es éste el aire familiar común entre
el tío y el sobrino, que Tieck observó, en parte, tenemos que en él el
intelecto y la acción tampoco se relacionan debida mente. Su intelecto es como se
dice en la declamación sobre el cruel Pirro, neutral en el sentido peculiar de
que se resiste, sin titubear, al mal, pero se resiste también y como dudando a
hacer el bien. Pues la realización del bien es impregnada del pensamiento de la
época y de la tradición que Hamlet lleva en la sangre; es teñida en sangre,
porque frente a la acción criminal no admite otra cosa que venganza sangrienta.
Con la misma velocidad con que al avezado esgrimista que es Hamlet, la espada
misma se pone en guardia, con la misma velocidad y decisión, con seguro
instinto, responde su naturaleza en espontánea descarga al postulado de la
sangre; pero su intelecto no es de la época, se resiste, incapaz de realizar la
acción tradicional. Esta mezcla en que se agota el carácter de Hamlet es lo
específica y perennemente moderno en Hamlet quien es ‘moderno’ en el sentido
general de hallarse entre dos eras, de la discrepancia entre el contenido del
postulado de la sangre, o sea del sentimiento, y el del pensamiento; en el
sentido de la paralizante neutralidad de un intelecto ya emancipado de lo que
para el sentimiento sigue siendo urgente necesidad. Sólo que él no lo sabe
todavía, o no quiere saberlo, ni admitirlo. Su reflexión se torna escrúpulo, la
discreción, el discernimiento y examen de todas las condiciones se torna
precaución y cautela, y la ciencia se hace conciencia. Así es como su intelecto
obra realmente como obstáculo; pero en las palabras dirigidas a sí mismo, el
intelecto vuelve a ser obediente a la sangre y lucha contra sí mismo. Expresión
muy característica de tan compleja constitución anímica es el monólogo de
Hamlet después de la declamación sobre Pirro. Con violencia casi histérica
quiere incitarse a la acción; llega, si, hasta las más terribles injurias y
amenazas de la venganza más salvaje; pero sólo para mofarse en seguida de sí
mismo por no haber aprendido del declamador que se pierde en su tema y se
identifica con sus personajes, otra cosa que… declamar. Lo primero es, pues, el
reconocer la necesidad urgente de actuar; esto lo lleva a palabras; luego viene
el reconocimiento de que ahora basta de palabras; esto lo lleva a la duda de
que, con todo, no se ha comprobado aún que el fantasma era una aparición buena
y era, efectivamente, su padre, ni que su tío ha perpetrado el crimen; y así
posterga la decisión hasta poder observar el efecto de la comedia que está por
representar ante el sospechoso…
Nada hay de más emocionante, de más genial, de más atrevido en la
composición del drama que, después de la representación, el choque entre los
dos monólogos: ese ensayo de rezar y de arrepentirse hecho por el rey, y el
ensayo de venganza hecho por Hamlet. Una buena interpretación de estas escenas
no puede menos que estremecernos y darnos escalofríos, pues presenciamos, con
los ojos y los oídos y el intelecto, el destino de la humanidad misma al
observar esa inefable diferencia e inefable igualdad entre los dos, el tío y el
sobrino, que ambos desean ardientemente dar muerte al otro, porque el hermano
asesinó al hermano y arrebató el padre al hijo. En un mito de parecido horror,
el trágico antiguo nos presenta el indefinible destino de la humanidad que cree
vivir guiada por el intelecto y el corazón, por el furor y la calma,
haciéndonos ver que Agamenón e Ifigenia, Clitemnestra y Orestes y todos
aquellos, con sus experiencias, con su amor y su odio, sus planes y actos y
penas, con su fratricida matanza no hacen otra cosa que bailar la horripilante
ronda ante el altar del dios por el que, desde antiguo, están destinados al
sacrificio… Shakespeare, con su tan parecido y no menos horripilante mito,
expresa lo mismo, con la diferencia que podemos dar con él una profunda mirada
en el corazón de los humanos y en el abismo de su existencia, y ver que los
dioses y demonios que juegan con ellos y los atribulan y acosan, viven en sus
almas… Shakespeare ha sabido hacer más patente la esclavitud, el cautiverio de
los humanos porque ha hecho patente a la par su libertad; porque, estremecidos,
hemos de presenciar en sus dramas cómo todos somos nuestros propios esbirros,
nuestros propios esclavos, nuestros propios asesinos; y porque en su obra se
nos hace manifiesto todo el engranaje de aquel mecanismo con que convertimos
nuestro corazón en cámara de tormento.
El pensamiento y planeamiento de Hamlet ha realizado esta vez lo más
grande que el pensamiento es capaz de realizar: se ha anegado así mismo,
obligando a un ser reflexivo a la acción irreflexiva. El plan de Hamlet
corresponde maravillosamente no sólo al carácter del rey y a la situación dada,
sino también al carácter del mismo Hamlet. Él se conoce bastante; uno en él
conoce bastante al otro en él, para saber: si logra dar los primeros pasos por
el camino del atrevimiento, con atrevimiento seguirá hasta el fin… Y así lo
hace. El efecto sobre el asesino, quien ve reproducido su crimen en el
escenario y oye cómo el hijo de la víctima con secas palabras formula y comenta
un hecho de que alma humana alguna nada puede saber: ese efecto es un
indescriptible espanto en el malhechor. Ya no hay duda posible para el
vengador: el asesino, el adúltero es, desde ahora, un reo convicto. Un salvaje
regocijo se adueña de Hamlet; canta, baila casi, improvisa; su espíritu echa
chispas, chispas incendiarias; ya no se detiene; ya no piensa en simular locura
con la consecuencia de que, con sus alusiones, sus relampagueantes ataques de
ira, sus semejanzas e imágenes parece más loco, más peligroso que nunca a los
que no adivinan la causa de su conducta. Luego, la invitación de la apenada
madre a que la visite; ahora mismo, en horas de la noche... Presentimos cómo
está ella: deshecha por vergüenza y espanto, no sabiendo por quién temer más
por si propia, por el esposo, por el hijo… Este, en cambio, es, de pies a
cabeza todo llama y rebelión: si, la verá, luchará con ella, la sacudirá…
Wey all obey, were she ten times our mother…16
16 Obedeceremos, así fuera diez veces nuestra madre…
No puede haber discurso más horroroso pronunciado por un hijo: ¿qué
madres hay, qué relación del niño a la que lo trajo al mundo; qué madre esa que
comparte el lecho matrimonial con el hombre que arrebatara alevosamente el
padre al hijo!… Pero aun siendo ella como es, esa mi madre, iré: la madre lo
pide, el hijo obedece… Y cuando ahora el cortesano que nada comprende de lo que
está sucediendo, que cumple con su servicio sin sentir la más terrible
revolución humana en Hamlet al que él osa palpar con su molesta mano; cuando
ahora, digo, ese adulador nato que en nada es mejor que cualquier funcionario
medio o lacayo leído, continúa urgiéndolo, entonces, ha-blando siempre con el
lenguaje metafórico de Hamlet que es el habla cotidiana del poeta que es en sus
momento de integridad, entonces sobreviene a su alma apenada un arrebato
realmente encantador… Encantador y aliviador no sólo para nosotros, sino
también para aquél que con toda su ira no deja de ser superior y… humorístico.
No hay hombre que sea hecho y derecho en el fondo de su ser y en quien la
alegría y la libertad (no importa qué origen casual tengan) no despierten la
bondad. Asi es como Hamlet, precisamente porque culmina su ira contra ella y
sus enviados, se torna en ese punto critico bueno y bondadoso para con su
madre. Piensa en las palabras del fantasma, del padre: la sacudirá; no la
matará. Así, pues, excitado a más no poder, con plena y clara conciencia de lo
acaecido y de lo que ha de acaecer aún, se encamina y, con pasos firmes, marcha
a través de las retumbantes salas del castillo para entablar la nocturna
conversación con la madre. En su camino pasa frente al rey arrodillado ante un
altar y retorciéndose miserablemente.
El rey Claudio quisiera rezar, no puede rezar. Y con su extraordinaria
inteligencia y arte dialéctico se explica el porqué. Su voluntad de rezares
ésta su explicación es fuerte en ese mismo momento: pero más fuerte es su
culpa; no una culpa pasada, sino la actual, la eterna que consiste en que él no
quiere dejar lo que conquistó sino seguir gozando de cuanto tan criminalmente
usurpó. Quisiera arrepentirse, si: sabe que el arrepentimiento lo puede todo,
hasta traerle la gracia del cielo, que la gracia debe manar cuando la provoque
la oración de un arrepentido. El arrepentimiento todo lo puede; pero lo que no
puede es hacer arrepentimiento al no arrepentimiento.
Yel, en rigor, no está
arrepentido puesto que el arrepentimiento es abandono de la acción culpable,
reintegración, inocencia activa, y la bendición que da paz al alma no se
adquiere con engaños; el cielo es insobornable, pues ante él el poderío y la
riqueza valen tan poco como la hipocresía.
My stronger guilt defeats my strong intent;
And, like a man to double business bound,
I stand in pause where I shall
first begin,
And both neglect.17
17 La fuerza de mi propósito cede a la mayor fuerza del crimen, y como
un hombre ligado a dos tareas, quedó perplejo sin saber por dónde empezar y a
entrambas desatiendo.
Es ésta, pues, otra imagen más de un hombre neutro. Ese rey, continuando
su crimen, está por, hacer asesinar a Hamlet, en aquel instante se halla en
situación parecida a la del que, a causa del mismo crimen, atenta contra la
vida del rey. Pero no sólo la situación es parecida; él, del lado del mal,
tiene en si propio parecida relación entre el intelecto y la voluntad a la de
Hamlet por el lado del bien. El rey Claudio, intelectualmente, sabe muy bien
que hay salvación hasta para él, aún ahora; que él la lleva dentro, que sólo
debe desearla de corazón y darse vuelta; pero al tiempo sabe que él no puede
querer… lo único que es necesario querer.
Hamlet está presente y lo observa, y mientras en algún recóndito rincón
del alma el rey piensa todo ello, Hamlet ya no duda de que se halla frente al
asesino de su padre. Quiere darle muerte; siente que es su deber; la mano ya
palpa la espada… Pero el pensar, el mismo intelecto que ideara el plan tan
plenamente exitoso, lo retiene. No se pregunta ni mucho menos como afirman
algunos comentadores cómo podría justificar luego su hecho y demostrar la
culpabilidad del rey. Lo que dice es: "El castigo sería demasiado pequeño;
si yo matara al asesino mientras está rezando, a lo mejor pasa-ria al cielo; él
ha matado a mi padre en medio de sus pecados de modo que éste sufre los
tormentos del infierno en la eternidad. La consigna, es pues esperar hasta que
la venganza pueda ser realizada en forma más terrible”. El pensar, el intelecto
no quiere y busca pretextos… En el mismo momento en que Hamlet posterga su
venganza, por hallarse el rey en contacto con el cielo mientras está rezando,
el rey llega a la conclusión de que para él no hay cielo porque no logra
arrepentirse… ¡Qué ironía infernal esa de que Hamlet en aquella situación alega
razones de índole ortodoxo dogmática, creyendo poder matar luego de un modo más
refinado, más cruel, en realidad para no matar, porque no puede hacerlo cuando
está bajo el dominio del pensamiento: mientras que el rey, vil esclavo de sus
deseos, con fina inteligencia y elevada cultura sabe de ese más íntimo, más
libre cristianismo que dice que ‘el cielo está en vosotros… Imaginémonos inversa
la situación, y veremos, creo, como en una reluciente imagen, lo que
Shakespeare señala con su honda psicología. Pues lo inverso sería precisamente
lo que un Schiller hubiese hecho con esta escena, un caso típico de la
psicología común que trabaja con máscaras de caracteres. El rey Claudio habría
balbuceado sus preces, porque él, asesino, en fin, abrigaría la dogmática y
mecánica superstición correspondiente; y Hamlet habría llevado en si el cielo,
reconociendo que para él la vendetta ya es un asunto anticuado… Con ello
habríamos mirado hasta el fondo del ‘alma’ de tales hombres tipos y, como buen
público de teatro, nos habríamos alegrado de ver un hermoso color negro, por
acá, y otro más hermoso color rosado, por allá… Shakespeare, en cambio, muestra
sus individuos, como son, en transición, entre dos épocas; como son: múltiples,
mezclados e insondables, como en ellos luchan el impulso y el intelecto en
múltiples y muy diversas constelaciones; ante todo Shakespeare no nos muestra
ni un orden cósmico ni una justicia poética, sino una ironía cósmica…
Es fácil imaginarse que Shakespeare en su madurez, al encontrar se en el
“Hamlet” el motivo de que alguien, muerto mientras está rezando, entra en el
cielo sin que se pregunte quién es y cómo reza, dejó sin retocarlo (aunque a
regañadientes porque por nada hubiera recurrido ya a semejante motivo) puesto
que para el pensar de Hamlet, para su repugnancia a realizar la acción, le
parecía bien todo pretexto por tonto que fuera. Este pensar es doble: por un
lado, es, recónditamente, espíritu que vive en la paz y en el amor: por el
otro, es el servidor, ágil y astuto, del sentir y del impulso o del espíritu
que no logra expresión como en el caso de Hamlet. Y más: al poeta amargado se
ofreció aquí la oportunidad de trocar irónicamente a Hamlet y Claudio, de hacer
pensar a Hamlet lo imposible que Claudio quisiera desear; y de dar al rey unos
pensamientos que son la más profunda refutación de las palabras de Hamlet.
Quizá ha dejado, por la misma razón, aquel motivo de la ortodoxia allí donde se
presenta por vez primera, en la relación del fantasma. Con todo, su arte y su
ironía han logrado que, en el pasaje decisivo, el criminal mismo exprese la
convicción del poeta respecto a la relación entre el cielo, la oración y el
pecado.
Después del encuentro con el rey, después de la retirada ante la acción
física y brutal, Hamlet se acerca a ver a la madre. Todavía en el umbral
exclama: ¡Madre, madre, madre! Pues ahora, cuando lo que importa es hacer una
acción con el intelecto y el alma, con el lenguaje, ahora sí está en su
elemento. Ahora le viene la inspiración, ahora es integro, ahora el pensar no
es escrúpulo ni obstáculo, sino pone alas a su espiritualidad. Su sangre se
convierte en lenguaje y conjuro airado; el lenguaje provoca firmeza y rapidez
hasta en sus músculos y su mano; ahora no se halla en el planeamiento, sino en
el sentimiento y en la espontánea seguridad del impulso; ahora si es capaz de
apuñalar instantáneamente al rey que le cruza el camino; y así lo hace sin
titubear. Cierto que hubo una equivocación, el relámpago de su voluntad ha
tocado al rey, pero quien yace muerto detrás del tapiz, es Polonio… ¡Qué mundo
locamente confuso para un hombre como Hamlet! Cuando piensa tranquilamente y
teje su plan, no puede eje. Catar; cuando actúa, irreflexiva y espontáneamente,
yerra el blanco y da muerte a alguien cuya muerte más tarde habrá de apenarlo
aun profundamente…
Ahora está tan entusiasmado por su discurso activista, reformador,
creador y sacudidor que el incidente apenas si lo interrumpe o al me-nos no le
hace perder el hilo; pasa por alto la muerte violenta que dio a Polonio, como
si fuese un desliz retórico… Si, su inspiración aumenta aún porque lo que lo
capacitó a actuar tan rápidamente, es su discurso… ¡Cómo sabe moldear su
lenguaje para hacer de él expresión de la realidad! ¡Cómo modela la imagen de
su padre y la de su asesino, con qué fuerza de polémica, de caricatura, de
amor, de glorificación! ¡Cómo trabaja sobre el alma de la madre, y más cuando
el fantasma ha vuelto a mostrársele y a amonestarlo! ¡Cómo logra seducir a esa
mujer tan fácil de seducir, que nunca ha dejado de amar Íntimamente a su hijo,
seducirla al auténtico arrepentimiento y al dolor hasta el máximo de lo que
admite la superficialidad de ella y hasta elevarla casi por encima de ella
misma! Una de las dos partes del deber que el fantasma le impuso, se realizará
tan sólo con los más extraños rodeos trazados por la fatalidad, ¡sólo con su
propia perdición que su sentimiento desde un comienzo ha identificado con la
acción! No es tarea que él sea capaz de hacer, la de entremeterse en el mundo
de la culpabilidad y retribuir el mal con el mal. Pero si lleva a cabo la otra
parte: éste si es su asunto. El no es Orestes; él ama a su madre y el más allá
le encareció perdonarle la vida… En la tragedia “Hamlet”, no hay, pues
matricidio, sino conversión, por obra del hijo, de la madre enredada en el asesinato
del padre. Así es como, sin pensar ya por nada en los rudimentos externamente
dogmáticos en e “Hamlet”, podemos decir, en el sentido más profundo de la
palabra: “Hamlet” es el equivalente cristiano del mito de los atraídas de la
antigüedad. La madre que, bajo ningún concepto, debe ser considerada inocente
del asesinato del padre; la que ha elevado al trono a su galán, el asesino, no
es muerta por el hijo, sino redimida por el amor, y llevada al arrepentimiento
y la renovación de su alma por el fogoso y creador lenguaje de la verdad.
Orestes se estremece después de con-sumar su acción, y vive acosado por las
furias; Hamlet, quien posee lo que es uno y lo mismo en dos formas: imaginación
y amor, siente el tormento antes de su acción, antes de ella y ante ella.
Gertrudis, la madre, sale de esta conversación nocturna, emocionada en
lo más hondo de su ser, y mudada de manera que, en adelante, ya no podrá ser la
que fue. De ello es testimonio el inmediato encuentro con el rey al que ella
relata tan sólo lo que no puede callar: que Hamlet apuñaló a Polonio. Presenta
el hecho como acto de un insano aunque debe saber que no lo es, y añade lo que
nosotros debemos creer-le y que, sin embargo, en su informe adquiere un
significado muy especial: que el hijo está deplorando su víctima. No dice ni
una palabra de lo horroroso que supo por los reproches de Hamlet ni del peligro
para la vida del marido que ella no puede menos que prever. No se opone a que
Hamlet sea enviado a Inglaterra; pues ahora ya no debe quedarse en el país, y
probablemente como corresponde a su carácter blando, espera que de alguna
manera todo llegue a terminar bien. Otra vez más vemos a Hamlet frente al rey:
cuando éste le hace saber que, por el crimen perpetrado en la persona de
Polonio y por razones de su propia seguridad, debe irse, sin demora, a
Inglaterra. Hamlet está agotado como después de un enorme esfuerzo; casi no
habla; ni con palabras ni con hechos se rebela contra el rey; está dispuesto a
dejarse llevar a la nave, sin tardanza. Camino a la embarcación, se topa con
los soldados de Fortinbras que pasan por Dinamarca rumbo a Polonia donde
lucharán por la posesión de Dios sabe qué pueblecito. Frente a ellos, resucita
la autocrítica de Hamlet, el desprecio de si propio; otra vez más observamos
cuán fácilmente este hombre de imaginación encuentra algún símil, que lo
despierta como de un ensueño y le muestra lo que debería hacer, trátese ya de
la declamación de un actor, ya de la acción de un soldado que arriesga su vida
por una pajita… Dos son las cosas dice él para sí que retienen al hombre de
entregarse por completo al deber sin miedo a la muerte: es el amor a la vida,
al vil placer y es
Some craven scruple
Of thinking too precisely on the event.18
18 Algún tímido escrúpulo de reflexionar en las consecuencias con
excesiva minucia
‘Es éste mi caso’, dice él para si; y otra vez más se reprocha que él se
queda siempre con el propósito y la intención aunque todo esté maduro para
actuar… Existe el motivo, existe la voluntad, existen los medios para ejecutar
la acción que le exigen el padre asesinado, la ignominia de la madre, la sangre
en sus venas, y, dice él, hasta su intelecto. Y con enorme fuerza de
convicción, en versos monumentales y sin par, se incita a sí mismo al heroísmo:
Rightly to be great, Is, not to stir without great argument,
But greatly to find quarrel in a
straw,
When honour’s at the stake.19
19 Ser grande es no inmutarse sin un gran motivo; pero jugarse todo por
una Pajita cuando se trate del honor…
Firmemente decidido, pues, con la intención de proyectar un nuevo plan,
emprende el viaje a Inglaterra. Comienza por liberarse de Rosencrantz y
Guildenstern, con lo que tiene en sus manos la prueba contra el rey de que éste
ha intentado hacerlo asesinar de la misma manera como pronto los dos cortesanos
serán ajusticiados por el verdugo británico. Si somos almas muy compasivas y
apolíticas, puede dolernos bastante la muerte de esos dos adula tiranos con
cultura de colegio secundario; parece, efectivamente, que ellos no sabían del
alevoso designio de su soberano… Además, los que confiesen la teoría que ellos
desarrollan con no menor acopio de cultura elegante y adulación de perro que
menea la cola, que de oratoria cortesana, de que la vida del monarca es mucho
más valiosa que la de sus súbditos, en nuestros países, son por lo general,
recompensados con la Orden del Águila u otra alta distinción semejante, pero no
con la muerte. De todos modos -podría alegarse- Hamlet mismo pone trabas a su
acusación contra el Rey y deja una mácula sobre su venganza límpida cuando se
pone en el mismo sitio de la actuación irreflexiva. Pero ya dije que veo
materia prima sin elaborar en los pasajes aludidos. Parece que en colaboración
con los corsarios que lo ponen en libertad, Hamlet ideó un nuevo plan de que
nada sabemos.
Entre tanto, su rápida acción de que cayó victima Polonio, no ha dejado
de surtir efecto. Laertes, sediento de venganza, está de vuelta; Ofelia se
sumió en tinieblas. En los últimos tiempos estaba en trato familiar con la
reina que abrigaba el cordial deseo que esa “dulce criatura” llegase a ser la
esposa de Hamlet; pero Ofelia se estremece ante esos matrimonios en que
intervienen intereses del poder y del Estado.
Quien quiera observar con toda claridad y contornos palpables, lo que es
la locura fingida y lo que es la locura auténtica, no necesitará sino pasar de
Hamlet a Ofelia. En él hay esa mezcla de pesimismo, imaginación, melancolía,
irritación, juego y una fuerza de simulación que no debe hacer sino muy poco
para engañar a todos, hasta a Ofelia que lo ama, pero a excepción de uno solo:
el rey Claudio, quien, debido a sus remordimientos, es tan desconfiado y,
además, dotado de un intelecto tan enérgico, que no puede considerar producto
de una alteración mental el lenguaje parabólico de Hamlet que en momentos de
ira y sarcasmo descubre siempre su oculto fondo emocional. ¡Cuán emocionante
resulta, en cambio, la lamentación de Ofelia, alma sencilla, por el amado que
acaba de perder la cordura y que antes representaba para ella toda la gama de
virtudes y brillantes cualidades del sexo masculino! Su desgracia, el tener que
su primer su amor, y las invectivas mordaces y, por ende, terriblemente
brutales para ella y que, sin embargo, excitan toda su sensualidad: esas
invectivas del amado que se desespera de todo lo que es mujer y sexo; el
asesinato de su padre por ese mismo amado que se enloqueció: todo ello la saca
de quicio. Aquí vemos la confusión y el profundo enmarañamiento de ideas que
surgen de un alma sencilla cuando pierde el equilibrio y la seguridad y, con
ello, el contralor que ejercen la costumbre y la decencia. Lo que en ella,
cuando sana, no debió salir a la superficie sino por el camino del alma, lo sensual,
ahora se muestra desnudo y sin vergüenza tal como todos lo tenemos muy dentro
de nosotros. Muchas cosas que oyó decir sin apercibirse de ello, se han
acumulado en el fondo de su alma; ahora salen a luz. ¡Qué conclusiones no han
querido sacar algunos críticos, de esas viejas sensuales canciones populares en
labios de la pobre niña! Deseemos a ellos y sus semejantes que nunca lleguen a
perder la cabeza, aunque temo que el peligro no sea muy grande… En lo esencial,
Goethe acierta, en esta como en tantas otras ocasiones, con su interpretación
de la naturaleza de Ofelia, sólo que la ve un poco demasiado idílica, demasiado
al estilo de Frederic de Sesenheim, alisando y amenizando demasiado el cuadro
trágico y áspero que Shakespeare traza del abismo del alma humana. A su vez,
Goethe, con toda razón, no ha menospreciado aquellos elementos de la locura de
Ofelia que pudieran serle útiles para la composición de la escena dramática más
grande que ha ideado: la de Margarita en la cárcel.
La vetusta cuestión que no deja de inquietar al espíritu de Hamlet, la
cuestión de qué es la vida, qué es la muerte, qué es nuestra tarea en esta
vida, qué será de nosotros después, sigue preocupándole aún más después de
haber regresado de Inglaterra. Acaba de salvarse de un atentado; y ya ha
menester pensar, nuevamente, en la muerte que lo amenaza cuando lleve a cabo su
propósito. Por lo pronto, Hamlet no se deja ver en la corte. Se cita con el
amigo Horacio en los alrededores de la ciudad; así llegan al cementerio. En las
reflexiones, ahora más llenas de amarguras que nunca, ya no vibra el miedo a la
eternidad sino más bien el estremecimiento ante lo pasajero y fútil de la vida
humana. Todo es vano; todos seremos comidos por los gusanos…A tal visión, clara
y concreta, le imparte una fuerza abrumadora por lo grotesca, cuando acaba de
ponderar en su mano el cráneo de Yorick el bufo al que él, siendo niño, tantas
veces ha oído reír y hacer reír a los demás. La inteligencia de que es mala,
irónica e inconmensurable la seriedad de este mundo vuelve a hacerlo
productivo, y, en cierto modo, lo entusiasma… En ese momento el Destino quiere
que su melancolía generalizarte asuma forma personal: la tumba que el
enterrador acaba de abrir es la de Ofelia, cuyos restos son traídos en ese
instante… ¡Ofelia muerta! Cuando ve saltar a la tumba a Laertes para expresar
así su dolor y para abrazar por última vez a la desaparecida, cuando oye sus
elevadas palabras de lamento, todo en Hamlet vuelve a saltar cual resorte
sujetado hasta ahora y soltado ahora. Todo cuanto tenía enterrado en si, surge
violentamente. El, esperado por nadie en este sitio, bruscamente se adelanta
hacia el rey, hacia todos los cortesanos y salta a la tumba. Laertes debe tomar
tal actitud por loco reto del criminal que le mató al padre, que llevó a su
hermana a la desesperación y la muerte, y se traba en lucha con él. Hamlet no
se extraña porque considera esta lucha como apasionado choque entre dos
dolorosos amores rivales:
Ilov’d Ophelia; forty thousand brothers
Could not, with all their quantity of love,
Make up my sum!
20 Yo amaba a Ofelia: cuarenta mil hermanos que tuviera no podrían, con
todo su amor junto, sobrepujar el mío.
Está de nuevo viviendo el instante, retando el mundo entero con su
osadia: pues ahora no hay necesidad de pasar del pensamiento a la acción; todo
es espontáneo, y él se torna hombre activo que goza de poder expresar en un
acto vital un símil de lo divino… Está presente el rey, que desde la eternidad
le está destinado fatal y demoníacamente como meta para su acción: pero ¿qué le
importa ese tío, ahora cuando se abandona a ese arrebato de divino frenesí?
Efectivamente, nada le interesa menos en aquel minuto que el asesino de
su padre y, sin embargo, es éste el minuto que lo decide todo. Se realiza el
duelo con Laertes ya preparado por la intriga del rey (a la causa primordial se
agrega siempre, en Shakespeare como en la naturaleza, la causa ocasional), y su
destino se cumple con la perdición de toda la casa real. Momentos antes del fin
de su vida, Hamlet moribundo ya, halla otra oportunidad más de poner toda su
alma en una acción rápida y concentrada cual relámpago. Esta vez, al fin, cae
el usurpador. Así es como, con todo, la “divinidad que da forma al final” -a
decirlo de acuerdo con la profunda verdad que su eterno adversario, el asesino,
ha podido expresar no es otra que la divinidad que mora en su pecho y esperaba
realizarse: la coincidencia de alma y acción. Todo se ha cumplido, así como él
siempre lo presentía, como tantas veces se lo figuraba: para él la muerte y la
acción coinciden. Por amor a Ofelia la desaparecida perpetró la irreflexiva
acción que lo llevó ante la espada de su legítimo enemigo y hacia el veneno del
gran criminal: en trance mortal llevó a cabo su venganza.
Hamlet es un condenado a muerte desde todo comienzo e independientemente
del casual desarrollo de los sucesos en que el destino lo enreda; lo es porque
él no cabe en este mundo de la violencia, del afán de vivir y de la venalidad.
Es un ser humano auténtico, que rebosa de amor y de sentimientos y, a la vez,
razona, se encuentra atormentado, desterrado y aislado en un mundo frio,
cortesano, asesino, hipócrita y político.
Nunca, en ningún instante, Hamlet tiene que ver con el poder y con la
ambición; las preparaciones bélicas de que es testigo forzoso en el estado de
Dinamarca le repugnan, y él no se maravilla de verlos desarrollarse en medio de
un detestable tumulto sensual y un clima de banqueteo desenfrenado y de
borracheras. Ni siquiera piensa en ventilar la cuestión de si no le corresponde
a él el trono, de modo que tendría que vengar en el usurpador también su
derecho a la corona. No, tal mundo no es su mundo. Hamlet es fuerte por
naturaleza; es débil tan sólo en situaciones imposibles para él; cuando quieren
que asuma un papel, cuando no debe ser él mismo, se pone otra máscara más, para
poder vivir, con su porfía de rebelde y con su risa polémica. Él es el último
retoño de una estirpe real salvaje y acostumbrada a la necesidad de actuar con
brutalidad; es noble sin ser rey, al igual que Enrique VI. Hay en él admiración
y envidia para el héroe tradicional, el héroe integro; no faltan ocasiones en
que la sangre heroica en él se exterioriza en acciones físicas. Todavía no
confiesa ni a si propio que él ya está del otro lado… Tal su discrepancia, tal
su destino de ser un carácter heroico con un nuevo contenido, en tierra
incógnita aún: es héroe e intelectual, héroe y artista, pero sin que lo sepa.
De ahí, también, su destino de ser llamado a cumplir la acción tradicional que
postula la culpa de su estirpe, postulado al que su sangre obedece y responde
su imaginación que ve en su venganza la grandiosa imagen del heroísmo, así como
esta misma fuerza de imaginación ve una semejanza en todo… De ahí su destino de
recibir un llamado que su intelecto quiere atender con todo el contenido de sus
pensamientos, mientras que, en realidad, obstaculiza la realización, la demora
y posterga. Habría demostrado ser todo un rey, most royally, como Fortinbras
dice en su panegírico; sí, pero en otro mundo nuevo, en el reino del espíritu,
no en el reino de la política y de la violencia, no en el podrido Estado de
Dinamarca.
Otra vez más citaré a Strindberg quien acertó con ver en Hamlet algo que
él mismo tenía en su carácter y que, indiscutiblemente está dicho con nuestro
drama, aunque pocos lo han observado hasta ahora. Strindberg fue, como Hamlet,
un hombre que podía volverse malicioso y envenenado frente a las condiciones
sociales y aún contra aquellos individuos que tomaba por representantes de las
condiciones impugnadas, pero que era, en el trato, extraordinariamente suave y
bondadoso con todos. Así es como él dice acerca de Hamlet: “En la índole
natural de ese joven que desde que nació no está en su casa en esta cárcel y
valle de las lágrimas, hay un rasgo, puramente divino: que para él todos los
hombres son iguales. El trata con el bufo Yorick, con actores, con estudiantes,
y cuando habla con los ordinarios sepultureros, siempre es cortés y en ningún
momento soberbio. Por ello lo adora la gente humilde, el pueblo.” (Y, agregó,
hasta con los criminales expulsados al mar, los piratas, se las entiende en
seguida.) “Pero con ello Hamlet no es demagogo que se rebaja ante el populacho
para subir al poder. Su punto de vista es tan universalmente humano que él está
por encima de todo, del trono y de la corte, de la sociedad y de la ley…”
No cabe duda de que hombres como Fortinbras y el príncipe Henry -Enrique
V-, son para Shakespeare representantes de su ideal de hombre, varones que
reunían en si caballerosidad y popularidad, que gobernaban bien y gratamente en
el mundo y aguantando el mundo. Pero, en “Hamlet” da un paso más allá de su
época. Está en el deslinde de dos eras, y extrae de tal posición su inmensa
amplitud de visión. Ya retrata al hombre intelectual de la nueva acción, al
hombre de la república, al solitario en este nuestro mundo, el que es rebelde,
irónico y poeta que se arma de palabras, porque no se le permite formar
sociedades humanas. Ya se anuncian en Shakespeare y en Hamlet una época y una
sociedad que aun para nosotros son las que vendrán en un lejano porvenir. Y por
ello, porque la discrepancia que él advierte y fustiga en sí mismo y en el
mundo, es nuestra propia discrepancia interior, no hay creación de Shakespeare
que nos sea tan dolorosamente afín como ésta. “Hamlet es Alemania”, decían con
Freiligrath los revolucionarios del 48, y tenían razón. Hamlet es la humanidad
debemos decir todavía hoy, podemos decir ya hoy. Su incapacidad de hacer lo
antiguo, cuando reflexiona, no menos que el vigor de su crítica y su acción
espontánea nos señalan el sitio donde estamos, no como un sitio donde quedarnos
tranquilos, sino como una etapa que es resulta-do de lo que fue y paso a lo que
será. Vemos de dónde viene y a dónde va, y nosotros con ella.
ANTONIO Y CLEOPATRA
CAPTURADO Y COMENTADO POR VALERIA HERNÁNDEZ MARTÍNEZ
NO POCOS ENSAYOS se han hecho en nuestros días para llevar al escenario
el drama "Antonio y Cleopatra". No hubo éxito. Habrá faltado -como
para tantas otras entre las más importantes de Shakespeare- la inspiración
necesaria para tal empresa o, también, habrá faltado un público adecuado. Pues,
lo sabemos, para Shakespeare se necesita de mucha libertad de espíritu y de
mucha seriedad filosófica. Sea como sea, "Antonio y Cleopatra" es
drama para cuyos personajes falta toda tradición en los teatros, así fuera respecto
de su aspecto exterior. Shakespeare no nos ayuda con notas escénicas; son
escasos los pasajes útiles para orientarnos en la caracterización de los
personajes, pues éstos evolucionan con los sucesos dramáticos y van cobrando
forma sólo a medida que actúan y sufren.
Se trata de caracteres confusos, mixtos y de difícil interpretación, de
modo que tendremos que empezar por echar un sólido fundamento en que basar
nuestras consideraciones. Contemplemos, por lo pronto, la estructura externa de
la tragedia. Es, entre todas las obras de Shakespeare, la más rica en
episodios. Tiene 42 escenas, muchas de ellas de brevísima extensión: se cambian
unas cuantas palabras y ya se muda la escena.
Los cinco actos están organizados de manera que el primero abarca 5
escenas, el segundo 7, el tercero 13, el cuarto 15, el quinto nada más que dos.
Con ello se logra un continuo ensanche del mundo dramático hasta que -después
de la muerte de Antonio-, en ese epílogo que es el acto quinto, todo lo
extensivo se rompe contra lo intensivo, toda la agitación de los sucesos
externos se apaga ante la grandeza del alma que Cleopatra demuestra tener...
Como bravest at the last, como "la más valiente, la mejor al final",
la caracteriza Octavio, en ese lenguaje lacónico e inimitablemente
significativo que es el suyo. Tiene razón, y lo que él dice respecto a
Cleopatra, es cierto también res pecto al drama entero.
Ahora bien: aunque la experiencia en los escenarios alemanes e ingleses
demuestra que la tarea de representar la obra hasta hoy no pudo llevarse a cabo
satisfactoriamente, sostenemos que el drama en cuestión, de tan peculiar
estructura por su amplitud y profundidad particulares, ofrece a los teatros una
posibilidad enorme, espléndida y atractiva. Necesita de un estilo adecuado, de
un compás de los sucesos que corresponda, simultáneamente, a la gran diversidad
de escenas y al afiebrado clima sentimental que reina en ellas. No debería
gastarse fuerza en decoraciones; ni tampoco serviría el escenario giratorio con
esa inquietud, falta de dignidad y estrechez que le son propias. Lo más fácil,
lo más hermoso sería creo, aplicarle el principio del auténtico teatro
shakespeariano, proveyéndolo de los recursos escénicos modernos; es decir: un
escenario único, de forma digna y que necesitaría de un telón tan sólo en
contadas ocasiones, cuando sea fuerza cambiar uno que otro requisito según lo
exijan los sucesos. El fondo panorámico, aquel determinado lugar donde nos
hallamos cada vez por un par de minutos, debería ser proyectado por medio del
"scióptico", es decir en vista luminosa. Si en lo demás la
representación está bien inspirada, si se evita todo ensayo de valerse de los
recursos infantiles del teatro de tiempos pasados, hasta podría indicarse,
tranquilamente, mediante leyendas impresas, qué es lo que el panorama luminoso
ilustra. El teatro no debe hacer concesiones al cine, eso no; pero sí puede aprender
de él. De esta manera, las distintas escenas cada una está en su lugar y la
sucesión no debe alterarse, sean breves o largas, podrán seguir una a la otra,
como corresponde a ese drama que se desarrolla, en continuo y armonioso
movimiento, entre tranquilidad y agitación, entre revelación del alma y
evocación de la historia.
No conocemos ninguna impresión de "Antonio y Cleopatra"
anterior a la edición de las obras completas, la in-folio de 1623. Los editores
aseguran que el drama nunca antes fue dado a la estampa. No hay motivo para
dudar de la hipótesis general que, basada en la técnica de la versificación y
en el espíritu de la obra, ubica la composición de la tragedia en el año 1607 0
1608.
La fuente de Shakespeare es la biografía de Antonio, por Plutarco, usada
ya para "Julio César". Su manera de valerse de fuente, es la misma
para este drama como para aquél. Conserva fielmente muchos rasgos aislados;
deja a un lado todos los acontecimientos históricos que no cuadren en su
esquema, o los hace relatar o sólo mencionar con una que otra palabra. El bueno
de Plutarco, que en todo momento va advirtiendo a sus lectores, suave y
pedagógicamente e índice en alto, poco tiene que dar que interese a Shakespeare,
poeta inspirado y profundo y que busca lo profundo.
El teatro de los sucesos y más: su tema es nada menos que... el imperio
romano. Es Roma; es Miseno a orillas del golfo de Nápoles; es Mesina, Atenas,
Accio en la costa occidental de Grecia; es Siria y Egipto. Una vez el autor nos
lleva a bordo de una nave. Y, en todas partes, la misma amplitud y la misma
inquietud; la misma interdependencia de cuanto acontece... Mensajeros van de un
lugar a otro, uniendo las distintas regiones del imperio; sí, uniéndolas: para
la guerra civil…
Políticamente, estamos en la era del triunvirato, tal cual se había
establecido después de la muerte de César, y permaneciendo en pie después de la
derrota de los conjurados. Lo integran Octavio, sobrino, hijo adoptivo y
heredero de Julio César, y Marco Antonio y Lépido. Cada uno aspira al poder
absoluto, aspira a ser emperador. Lépido -que no deja de buscar su ventaja en
ningún momento, pero no es ambicioso como aquéllos, sino nada más que
codicioso- hace el papel de mediador bonachón y falaz entre sus colegas más
nobles, quienes lo toleran porque todavía no ha llegado el momento de iniciar
la lucha entre ambos.
En ocasión de una expedición militar a Oriente, Antonio se ha quedado
junto a Cleopatra.
Ya aquí, donde no se trata sino de la situación externa, dejamos
constancia de la edad de ambos. Históricamente, Cleopatra tenía 24 años, cuando
Antonio la vio por vez primera, y en el año de la muerte de ambos, ella estaba
cumpliendo los treinta y nueve. Como casi siempre, también en este drama
Shakespeare deja la cronología vaga y como flotante. De tener en cuenta que nos
hallamos en un país oriental donde la gente es precoz y se marchita pronto, no
necesitaremos valorar la edad a que Cleopatra llega en el drama, con más de 57
a 39 años.
La historia informa que Antonio murió a los 53 años de edad, de modo que
acertaremos con figurarnos al Antonio shakespeariano igualmente como de unos
cincuenta años.
Octavio César es mucho más joven, y su constitución débil hace que
hombres de la talla de Antonio lo tomen por muchacho y lo traten como tal. Con
todo, es un hombre tranquilo, frío y calculador. Aquellos apasionados no ven lo
varonil que es Octavio, precisamente porque él no es esclavo de sus impulsos ni
se embriaga con nada. Es moderado y sabe gobernar, no como quien sepa gobernar
caballos, sino por su carácter en que todo se desarrolla fría y reposadamente,
sin genialidad ni naturalidad. Es previsor, sabe esperar y quedarse al acecho.
Tiene, a más de su cesarismo, voluntad tesonera y guiada por el intelecto.
Sin ensueños, sin ira, reclama para sí el poder y la majestad. Es, para
finalizar, un hombre solitario, sin familia ni relación de otra clase y que
vive, como separado, por un vacío, o por una gruesa capa aisladora, del mundo
que se propuso dominar.
Antonio está casado con Fulvia, una viuda a la que con el correr de los
tiempos tocó en suerte pasar por no pocas vicisitudes.
Cleopatra es viuda de Ptolomeo; tiene hijos de su primer matrimonio como
los tiene con su compañero Antonio.
Shakespeare, no obstante, su elevación y madurez, nunca deja de ser
popular; comprende, desde lo más sublime de su espíritu, e intuitivamente, los
destinos de toda una nación y los expone de manera que necesitamos un poco de
atención, y nada más -nada de conocimientos científicos- para entender bien la
situación en que se halla el imperio romano al comienzo de nuestro drama. Es
así: en Italia hay guerra, en un principio entre el hermano y la mujer de
Antonio; luego se aliaron los dos para luchar contra Octavio quien, por
consiguiente, sospecha de Antonio, porque éste se demora en Egipto y no
interviene en los acontecimientos.
Al sur de Italia y en Grecia, y más aún en el mar mediterráneo, donde su
piratería hace peligrar toda la navegación, se está agitando un nuevo
pretendiente, Sexto Pompeyo, hijo del gran rival de Julio César. Día a día
crece su poderío.
En el Asia se ha rebelado el pueblo guerrero de los partos. Están bajo
el mando de un general romano en rebeldía: Labieno.
Pasaremos a mirar más de cerca la acción dramática y la estructura de
nuestro drama, sin apartarnos, por lo pronto, los sucesos exteriores.
Vida loca, vida lujuriosa, en Alejandría, en la corte de Cleopatra:
fiestas, banquetes, libaciones, comilonas, amoríos...
Entre tanto, el imperio está batiéndose contra múltiples peligros que lo
amenazan por doquier... Antonio no presta ayuda a Octavio; la rebelión de los
suyos debe contar con su consentimiento, aunque no se ve claramente cómo; no
escucha a los mensajeros que Octavio le envía; apenas si les concede una breve
audiencia.
Fulvia es vencida, huye y muere repentinamente. En el mismo instante en
que Antonio se entera de la muerte de esa su mujer, Roma misma se despierta en
su alma... Todavía -quizá- no es tarde para reconquistar las posiciones
perdidas en esos años de demora en Egipto... De prisa, a última hora, se
apresta para viajar a Italia.
Efectivamente, los triunviros llegan a reconciliarse. Antonio no titubea
en aceptar un arreglo entre caballeros: él, viudo desde hace pocas semanas, y
libertado del cautiverio en brazos de Cleopatra, vuelve a casarse con una
viuda, una hermana de Octavio.
Llegan, asimismo, a un entendimiento con Pompeyo al que conceden Sicilia
y Cerdeña.
Y cuando un general de Antonio logra derrotar a los partos en el Asia
menor, cunde la gloria del gran Marco Antonio...
Sin embargo, apenas llega a su provincia, a Grecia, cuando se reanuda
ya, peor que antes, la lucha entre él y Octavio. Éste, como político que ve en
los tratados de paz tan sólo una especie de inevitables intervalos entre las
guerras, se atreve a todo para imponerse. En el momento más propicio para
Octavio, estalló nuevamente la guerra con Pompeyo quien, al poco tiempo, cae
víctima de un asesinato... Está maduro, pues, el otro rival, Lépido. Octavio
manda encarcelarlo.
Así es como Antonio debe prepararse para la guerra contra Octavio.
Cuando todo está en un hilo, Antonio permite a su mujer un viaje a Roma... La
relación entre los esposos es vaga e indefinible como corresponde en el caso de
un matrimonio político. Ella emprende el viaje para lograr lo que es poco
probable que se realice: una nueva reconciliación entre Antonio y Octavio.
Además, se traslada a Roma, porque en última instancia y ya que estallará la
guerra, el hermano le es más caro que ese marido que la tomó tan sólo por
razones políticas, hasta nuevo aviso, así como su alianza con Pompeyo no estaba
en vigencia sino ad interim. En las honduras del alma de Antonio en cambio se
mueven otros motivos. Hay en él una extraña mezcla de política y de amor, pues,
apenas se fue la mujer, él también emprende viaje... a Egipto.
Intuimos, al través del bosquejo de Shakespeare, la auténtica realidad
histórica. Lo que tenía que suceder un par de siglos más tarde, ya se vislumbra
en nuestro drama: el ocaso del gran imperio, el cisma entre oriente y occidente
romanos, entre las regiones bizantino-oriental y latino-occidental. Tanto en su
política exterior como en su actitud anímica conforme a su carácter, Antonio
busca apoyo exclusivamente en los reinos orientales: Grecia, Chipre, Lidia,
Media, el país de los partos, Armenia, Siria, Cilicia, Fenicia, Libia,
Capadocia, Judea. Todas ellas son mencionadas oportunamente en el drama de
Shakespeare. La vida oriental, representada por Cleopatra, satisface a Antonio
porque, por naturaleza y por designio, se siente dueño de ese inmenso imperio
oriental, desde donde, apoyándose en ese dominio tan suyo, llevará la guerra
contra Octavio, para adueñarse de la totalidad del imperio... De realizarse sus
planes, Alejandría hubiera llegado a ser la capital del mundo, así como en un
tiempo lo fue Bizancio. Pero Roma se defendio y se impuso. Observamos cómo en
el occidente, bajo el gobierno de Octavio, auténtico heredero de Julio César y
de la república, se organiza todo con eficacia, sobriedad, orden militar y en
un régimen estatal adecuado, lógico y ordenado, mientras que el mundo oriental
y orientalizado, representado por el grecorromano Antonio y la egipcia
Cleopatra, ensalza el lujo y el goce de la vida, la tranquilidad, la dejadez y
resignada contemplación, el esteticismo, los impulsos y la arbitrariedad, y
busca la victoria para realizar estos ideales. Desde todo comienzo,
vislumbramos cuán son los valores que se hunden junto con esa pareja, con
Antonio y Cleopatra, pues en el presente drama la historia no es, como en Otelo
o en "Romeo y Julieta" y otros parecidos, tan sólo una especie de
fondo de paisaje y clima general, sino que la índole particular de los estados
anímicos y las pasiones de los protagonistas y la índole general de la
situación histórica se amalgaman tan íntimamente como íntimamente están
aunados, en aquella pareja unida por el amor y la política, los móviles de
auténtico amor, de voluptuosidad, de lujo y lujuria y voluntad del poder.
Ahora bien: la batalla decisiva ya no puede postergarse por más tiempo.
Cerca de Accio están enfrentándose grandes contingentes, por tierra y por mar.
Cleopatra interviene en la lucha con su poderío naval... y huye; Antonio le
sigue con toda su flota... Con ello la batalla queda decidida a favor de César,
a favor de Roma. Octavio los persigue sin tardanza, con una rapidez inesperada
y osada de que Antonio nunca lo habría creído capaz. De otro encuentro, en
tierra firme, cerca de Alejandría, Antonio sale airoso, gracias a la valentía
de sus generales y soldados y la suya; pero ya no quedan esperanzas... Prosigue
la grandiosa, la desesperada lucha por un final honroso... Cuando recibe la
noticia, la falsa noticia, de que Cleopatra ha muerto, Antonio se suicida; y
Cleopatra ha de seguirle bien pronto.
La victoria es del occidente. Salvada está la unidad del imperio, con
grandes sacrificios, por cierto, y por el momento no más... Octavio César
Augusto quedó como único emperador, y comienza la era imperial en la que, en un
comienzo, la herencia de la calculadora política republicana será más poderosa
que el poderío lujurioso y oriental que se habría impuesto en caso de que
Antonio hubiese vencido.
Tal el fondo de nuestra tragedia, un fondo vivo y de movimiento vital:
un film de los más grandes, de los más grandiosos...
Todo cuanto acabamos de resumir, constituye -dijimos- nada más que el
fondo de los sucesos dramáticos. Pero en rigor, todo el cuadro vivo de la
historia es parte esencial del drama, integrante activo de la tragedia vivida
en ese paisaje histórico por Antonio y Cleopatra trágicamente unidos, tragedia
de la que pasamos ahora a hablar.
Pero... intercalaremos aquí dos palabras sobre el "clima" y el
sentido del drama.
Poseemos tres obras de Shakespeare en que el título ya lo dice- se halla
una pareja en el centro de la acción: "Romeo y Julieta", "Troilo
y Cressida", "Antonio y Cleopatra". Se ha dicho que en el primer
caso se trata del amor elevado, mientras que los dos últimos representan el
amor sensual, la voluptuosidad. Tal aserto no vale sino con ciertas
restricciones. Por mucho que Shakespeare, desde joven y en medida creciente,
hable contra aquel elemento en el amor que llamamos voluptuosidad, y por más
que le agrade el análisis crítico cada vez que se lamente del amor o lo acuse,
la verdad es que, cuando da forma y vida a seres humanos y a sus destinos, el
poeta no reconoce sino un amor: el amor enterizo. El sabe que el impulso, aun
en su aspecto más rudo y más animal, cuando se manifieste en seres que no son
como Calibán, está siempre como iluminado por el ensueño y la imaginación y que
fancy es un elemento en que coexisten, armoniosamente, el placer y el capricho,
la pasión y el alma, la necesidad ineludible y la libertad y el espíritu con su
juego divinamente ligero. Él no conoce sino un amor, el amor íntegro, pero
conoce, al tiempo, un sinnúmero de humanos que caen presa del amor y reaccionan
cada uno a su manera; conoce un sinfín de grados y estados del amor y las
múltiples transiciones entre ellos. El elevado amor de los hermosos jóvenes que
son Romeo y Julieta, es todo alma y, sin embargo, es sensual y poco espiritual;
y en cuanto a Troilo y Cressida, observamos como rasgo característico de esa
pareja, que el joven vierte indeciblemente más de su alma y espíritu en el
cáliz del amor sensual que la muchacha. Del mismo modo vale que el amor entre
Antonio y Cleopatra es mucho más que un mero amor sensual. Al presentarnos los
sentimientos de estas personas, ya no jóvenes, ya conoce doras de la vida, del
hombre maduro, más que maduro y de la mujer madura, Shakespeare no se limita a
ello. Nos muestra lo individual, lo irrepetible, lo que es único en el mundo.
Nos muestra el amor apasionado y fatal, amor que se adueña del alma, del cuerpo
y del intelecto pese a cuántas huidas y raciocinios y calumnias experimente, el
amor del estadista y guerrero, del romano y griego que es Antonio y de aquella
mujer única, esa serpiente del Nilo como Antonio la llama, esa reina en Egipto
y reina en el amor que es Cleopatra.
Antonio... ya lo conocemos por "Julio César", y es todavía el
mismo que conocimos en ese drama. Hombre hercúleo -según la tradición de su
familia, Hércules fue, efectivamente, uno de sus antepasados-, deportivo,
púgil, atleta; valiente, aguantador, inagotable, de una constitución férrea que
podríamos llamar "colosal" con la acepción primitiva de la voz. Con
todo, es un carácter fogoso, fervoroso, simpático a todos; representa la unión
tan rara e imponente, de la enorme fuerza con la refinada elegancia, de la
calma imperturbable de un energúmeno con la agilidad mental más etérea y
espiritual posibles. Piensa velozmente y como de un salto, y toma, por ende,
sus decisiones sin consideración ni escrúpulos. Mientras tenga dominio de sí,
será capaz de poner sus grandes talentos al servicio de sus fines y, entonces,
no hay quien se le oponga. Pues es un carácter muy dotado, lleno de sentimiento
y de espontaneidad, y cuando se vale de sus dones naturales, manejándolos con
su arte de gran histrión -arte innata que perfeccionó en largos años de
práctica-, entonces sí se impone a todos, porque es como es, y porque le ayuda
la popularidad de que goza.
Es un hombre en que no hacen mella ni los excesos ni las más duras
penurias. Para un hombre de su talla no vale ese o.… o.…, ese: o una cosa o la
otra, valedero para los hombres normales pequeños o medianos. ¿O voluptuoso o
disciplinado, o apasionado o reflexivo?... Él es lo uno y lo otro. Nunca, ni
siquiera en instantes de estallar, de dejar rienda suelta a la cólera, llega al
extremo su tensión interior; siempre, antes de llegar al extremo, se impone, en
él y en torno a él, cierto sosiego propio del comedimiento, de esa agradable
dejadez e indiferencia que tiene.
Con ello nos hallamos, asimismo, frente a lo que es peligroso para
Antonio, máxime en ese ya estéril mundo de la política... Él no sólo puede,
sino que a veces debe hacer abstracción de su finalidad porque no aguanta estar
siempre sobre aviso, alerta y calculando cómo acechar a los adversarios y
lograr sus fines... No, él necesita olvidarse de sí, entregarse, perderse,
descansar perezoso y gozando: necesita del placer y de la embriaguez...
Pensemos también que Antonio se halla en el límite; que la juventud lo
dejaría pronto si él no supiese retenerla a la fuerza.
Lo que le repugna en Octavio, es sin considerar la rivalidad polí-tica
que este joven parece no tener presencia alguna, parece no conocer ni dicha ni
vicios humanos, pues vive tan sólo en el porvenir, en la tensión, para sus
fines políticos, en la abstracción... Para Antonio, en cambio, parece que valga
aquel mandamiento que el poeta de la era augustea, Horacio, resume en dos
palabras: Carpe diem, "goza del día, cosecha lo que cada hora te
brinda". El placer es el que él necesita sumergirse de vez en vez; el
placer llevado hasta la licencia... Hay en torno a su caza del placer, un aire
trágico por lo íntimamente relacionada que está con el tiempo en cualquier
sentido del término.
El tiempo se escurre, la juventud huye... Y se vive, además, en un clima
de ocaso en esa época en que se mezclan las civilizaciones oriental y
occidental. La virtud republicana ya no existe. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde
que Antonio mismo persiguió a Bruto, obligándole a quitarse la vida y
llorándole luego en un emocionante panegírico!...
La frivolidad y el escepticismo dominan el momento; el mundo no tiene
sostén, ni tiene fe en nada: en aquellas grandes luchas no están en juego los
principios éticos, sino individuos en busca del poder personal.
Es como un símbolo paisajístico, un símbolo de la naturaleza misma para
expresar ese vaivén de los sentimientos -encontraremos el mismo símbolo luego
en "La Tempestad"- el que, en este drama amplio, tan a menudo
tengamos que ver con las olas, las del mar y las del río. Hay, por desgracia,
algo blando, ondulante, nebuloso, algo de agua que corre... No falta sol, pero
es el sol que hace nacer a los gusanos... Estamos nadando en un río de placeres
y cada vez que salgamos del elemento húmedo, tampoco pisamos tierra firme, seca
y segura, sino el fértil y bochornoso pantano del delta del Nilo...
Navegando en un río, Cleopatra fue al encuentro de Antonio, aquella vez
primera, allí en el Asia menor, en el río Cidno, en Cilicia. La espléndida y
exuberante descripción de aquel encuentro es de invención de Plutarco, pero los
modernos tenemos ese impresionante cuadro -que es cual realidad mágica, vuelta
leyenda- con los colores con que Shakespeare lo pintó para placer de todos los
sentidos; colores imperecederos que nada habrán perdido de su frescura y brillo
cuando el óleo con que el pintor Makart ilustró la escena, no existía ya
por-que sus colores son sólo químicos y perecederos:
The barge she sat in, like a burnish'd throne,
Burnt on the water; the poop was beaten gold;
Purple the sails, and so perfumed that
The winds were love-sick with them: the oars were silver;
Which to the tune of flutes kept stroke, and made
The water, which they beat, to follow faster,
As amorous of their strokes. For her own person,
It beggar'd all description: she did lie
In her pavilion, (cloth of gold, of tissue),
O'er-picturing that Venus, where we see
The fancy outwork nature: on each side her
Stood pretty dimpled boys, like smilin Cupids,
With divers-colour'd fans, whose wind did seem
To glow the delicate cheeks wich they did cool...
Her gentlewomen, like the Nereides,
So many mermaids, tender her i the eyes...
A seeming mermaid steers; the silken tackle
Swell with the touches of those flower-soft hands...
… … … … … … … … From the barge
A strange invisible perfume hits the sense
Of the adjacent wharfs... 1
¡Hela aquí, por vez primera, Cleopatra, la serpiente del Nilo! Es cierto
que los espectadores escuchamos ese entusiasmado relato del general Enobarbo,
hombre tan prudente y sosegado en otros momentos, sólo después de conocer a la
reina en sus caprichos ora gratos ora feos. Extraño y muy a la manera de los
más grandes poetas es ese proceder -casi tan indirecto como el de Homero al
presentarnos la belleza de Elena a través de su efecto sobre los ancianos de
Troya- de decirnos, en el referido relato sobre la juventud de la hermosa
Cleopatra que tenemos a la vista, mucho más sobre el ambiente en su torno, su
perfume y efluvio que sobre ella misma; mucho más sobre el efecto que causó,
que sobre el aspecto que tenía, y más sobre lo que es arte en ella que sobre lo
que es natural...
Los lectores del drama llegaremos a conocer el aspecto exterior de
Cleopatra, mejor que por aquella relación, por otra escena: aquella en que
Cleopatra pide le describan a Octavia, su rival. Es una escena en que se nota
la garra de Cleopatra, como se nota en ella la garra de Shakespeare. Censura
muchos rasgos y propiedades de Octavia, y así, por la oposición, nos enteramos
de cómo son las cualidades que a ella misma halaga poseer. Nos la imaginamos de
figura alta y cimbreante, graciosa en los movimientos: la cara ovalada, la tez
obscura -la llaman 'gitana'-; la voz clara y tierna. Es reina y es mujer;
domina y seduce porque es tan frágil...
He aquí un rasgo esencial de esa criatura que, hasta hoy, creo, no fue
interpretado debidamente. Para observarlo bien, tenemos que tener presente que
los seres humanos no cambian a fondo en el lapso de un par de siglos o si se
quiere milenios. Hay ciertas formas de expresión, vestidos, modas y, ante todo,
palabras y acepciones que si cambian; pero los rasgos esenciales no se alteran,
ni los inherentes a la norma ni los típicos de lo anormal. De modo que poco
importa si, con este criterio, examinamos los tiempos de Shakespeare o los de
Cleopatra. Caracteres femeninos como los conocemos hoy en día -lo que se llama
"conocer"-, han existido siempre. Yo, por mi parte, creo ver... no,
estoy seguro de ver que Shakespeare -el más grande entre los conocedores de los
humanos y ante todo de las mujeres- nos presenta en Cleopatra un tipo de mujer
que comprenderemos mejor cuando lo ubiquemos en el círculo de aquellas figuras
femeninas que, en un lenguaje que nos es más familiar, y por descripción
inmediata, nos han ofrecido primero Stendhal y luego, más que otros,
Dostoievsky.
Sí, la Cleopatra de Shakespeare es de la estirpe de Aglaia Epanchin y de
Nastasia Filipovna, de "El Idiota", y ante todo de Grushenka y
Catalina, de "Los Hermanos Karamasov". Sólo que, en Cleopatra, a la
grandeza del alma -que en ella como en las figuras aludidas se eleva siempre de
nuevo y se impone no obstante las múltiples derrotas, las casi serviles
entregas, las grandes humillaciones-, se agregan la posición de reina auténtica
con poder, lujo y riquezas fabulosas y el hecho que su amante es el emperador.
Digamos sin remilgos la palabra certera: esa reina y gitana egipcia es
una histérica, inmensamente dotada en lo sensual, lo sentimental, lo
espiritual, una histérica de la especie brillante, múltiple y fúlgida que
consume sin miramientos a los hombres, y los atrae como por encanto: esa
especie frente a la que palabras como "verdad" y "mentira"
y hasta "naturaleza" y "arte" se tornan términos
insuficientes para describirla.
La frase decisiva, desde la cual es preciso construir la figura de
Cleopatra, se dice en conversación familiar entre Antonio y su primer general e
íntimo Enobarbo. Antonio ha resuelto abandonar a Cleopatra; urge intervenir en
Italia; la noticia de la muerte de Fulvia lo acicatea y surte efecto, porque
con ella desapareció uno de los motivos para vivir, como en un escondite, con
esa mujer egipcia, y para olvidarse de todo, pero ahora murió su mujer, esa
mujer hombruna y marcial a quien él tenía respeto, mucho respeto, y hasta
miedo... Cuando Antonio confía su decisión a Enobarbo, éste opina meditabundo:
"¡Ay! Cuando Cleopatra se entere, morirá, morirá en seguida... Y sus
damas" -que viven con ella en una especie de mimetismo conocido en las
amistades entre mujeres-, le seguirán, y morirán también..." Con estas
palabras, el pícaro que usa de un lenguaje cínico como de una coraza contra el
mundo, da a entender: "¡Qué escena nos hará ella! ¡Cómo
desfallecerá!"
I have seen her die twenty times upon far poorer moments; I do think
there is mettle in death, which commits some loving act upon her, she hath such
a celerity in dying... 2
A esta observación bastante extraña, por cierto, Antonio que no se
siente a sus anchas, replica de mal humor: "Es astuta por encima de toda
imaginación." Con lo cual interpreta -en ese instante- la fragilidad de
Cleopatra, sus arrebatos, sus desfallecimientos, y sus caprichos y amoríos de
toda clase; los interpreta como el hombre medio los interpretaría: como
falsedad, astucia y mala intención.3 Enobarbo, agudo observador y de gran
sensibilidad no obstante su lenguaje algo brutal, nos ahorra ahondar más y expresarnos
con más claridad, porque sigue analizando a aquel extraño ser, con mayor
penetración y con palabras notables y propias de una modernísima química
psíquica, cuando rechaza el malhumorado y poco fino juicio de Antonio alegando:
Alack, sir, no; her passions are made of nothing but the finest part of
pure love: We cannot call her winds and waters, sighs and tears; they are
greater storms and tempests than almanacs can report: this cannot be cunning in
her; if it be, she makes a shower of rain as well as Jove. 4
Los modernos profetas de la teoría de la periodicidad se expresarían
menos plásticamente y se valdrían de fórmulas científicas y, sin embargo, ellos
también relacionarían las veleidades de Cleopatra con el viento y el tiempo,
con flujo y reflujo del calendario...
Con ello está dicho, pues, que sus gritos, sus lágrimas, sus
desfallecimientos, sus arrebatos de ira (con que tanto tienen que ver su
encanto sensual y seductor y su manera de jugar con el amor, y su carácter
gatuno), en el fondo no son otra cosa que la supersensibilidad con que ella se
entrega al amor y a la pasión. El amor es el centro de su ser y, por ello, el
suyo no es un amor exclusivamente por dentro, no es amor de alma casta. El amor
de Cleopatra está omnipresente en toda fibra de su cuerpo; hasta en la piel,
hasta en cada gesto, Cleopatra es toda amor e impulso... Si ella apresa a todos
en sus redes, es porque ella misma cayó en las redes, en el cautiverio, en el
servicio del amor: toda, de pies a cabeza. Sus veleidades son debilidad; y esa
debilidad es una fuerte arma contra los hombres. Ella es mortífera cuando ama,
porque de su alma se ha adueñado el amor, ese elemento mortífero, que lo
absorbe todo, que ahoga a todos como una serpiente, y que se agita, y agita a
todos sin cesar. En forma más hermosa, más emocionante, o más clara por ser más
sincera, no podría decirse cómo es Cleopatra, que con las palabras del romano
Enobarbo... Ella lleva una vida oriunda de la muerte y sombreada, en cada
instante, por la muerte; y esa muerte que le dio vida, esa muerte que ella vive
en todo instante de su existencia temblorosa y agitada, la lleva a extraños
estremecimientos y fogosos arrebatos a los que se abandona como a actos de
amor... Al verla como Enobarbo nos enseña que debemos verla, ¡cuán grande no es
nuestra admiración porque esa pobre rica, pese a sus impulsos elementales,
tiene una especie de contrapeso para contrarrestarlos; porque, además y pese a
todo, tiene un gran intelecto y dominio de sí, y un amor, digno de una reina, a
todo lo grande en este mundo y a los grandes de este mundo; y porque -digámoslo
por paradójico que suene- es fiel a este amor suyo! Admira cómo supo convertir
su natural inquietud, esa palpitante y enervante inquietud, en gracia suave y
silenciosa, y conservando de la serpiente que es por naturaleza, nada más que
el irresistible embeleso de su ondulante andar... siempre que su naturaleza
telúrica no rompa todas las vallas de las costumbres y estalle, desenfrenada,
brutal, vil y aborrecible... Mucho me cuido siempre de salirme del límite de
los dramas de Shakespeare y sacar de sus obras poéticas conclusiones respecto a
la vida personal del autor. Pero, frente a Cleopatra, no puedo menos que creer
que Shakespeare mismo conoció en su vida a semejante mujer maravillosamente
seductora y peligrosamente bella, y que aprendio a maldecirla como hombre...
Al decirlo, pienso -y como es lógico, y como otros también han pensado-
en aquella Black Lady que es mencionada en muchos pasajes y especialmente al
final de los Sonetos; aquella mujer en que Shakespeare veía la encarnación del
amor sensual, del sexo, de la voluptuosidad, a la que dedicó sus tan inauditas
y enigmáticas lamentaciones. Más tarde nos ocuparemos de ella en otro contexto,
pero para que la tragedia de Antonio y Cleopatra nos llegue a lo hondo del
alma, a Honduras shakespeareanas, haremos bien en escuchar ahora mismo el
Soneto CXXIX... Como queremos que los pensamientos, el sentimiento y el extraño
clima de esta poesía nos hieran con toda su acritud, la citaremos en su forma
original -donde la claridad del pensamiento es aún reforzada por el ritmo
mágico, por las rimas entrelazadas y el martillo del final y en prosa:
The expense of spirit in a waste of shame
Is lust in action; and till action, lust
Is perjur'd, murderous, bloody, full of blame.
Savage, extreme, rude, cruel, not to trust;
Enjoy'd no sooner, but depised straight;
Past reason hunted; and no sooner had,
Past reason hated, as a swallow'd bait,
On purpose laid to make the taker mad:
Mad in pursuit, and in possession so;
Had, having, and in quest to have, extreme;
A bliss in proof, and prov'd, a very woe;
Before, a joy propos'd; behind, a dream:
All this the world well knows; yet none knows well
To shun the heaven that leads men to this hell. 5
Así habla, así llora, así acusa Shakespeare el hombre, quien, hasta en
esa confesión directa, a menudo se deja llevar, tan hermosa y profundamente,
por la fantasía poética que todo lo comprende, todo lo forma y transforma, esa
fantasía que se llama amor, o también se llama amor, amor celestial, y que,
así, logra hablar con la más amable benevolencia, aun cuando, implacable y
cruel, descubre la triste verdad. He aquí la perfección del poeta dramático, la
que reside en ser tan horriblemente cruel y al mismo tiempo tan adorablemente
clemente y amable al decir su verdad. Ninguno, ninguno de los poetas
anteriores, contemporáneos o posteriores tiene esa inaudita amplitud del alma
como Shakespeare.
Volvamos a nuestro drama, para observar, desde el comienzo, cómo es la
vida que aquellos dos, en cuyas almas el gran mago ha penetrado esta vez,
llevan uno con otro, o, mejor, cómo es la vida a que son llevados.
Ella vive -y más que Antonio- temblando, en eterno miedo de envejecer.
Cleopatra se nutre de recuerdos, de sus grandes recuerdos, de cómo cayeron en
sus redes Julio César y luego Pompeyo...
Y ahora les siguió Antonio, el dueño de la tercera parte del mundo y
hombre tan admirable que debería ser emperador del mundo entero...
Mas para serlo, él debería abandonarla, irse a la guerra, exponerse a
peligros. Pues bien, ello no sería tan grave, aunque Cleopatra, la mujer, no es
menos cobarde que atrevida... Lo grave es que ella no puede dejarlo, porque su
amor, que es un continuo e indefinido deseo, no puede vivir sin la presencia
del querido, y, lo que, es más, si él se retirase, para dedicarse a su deber,
se aproximaría a la que es el mayor peligro para ella: a Fulvia... No deja de
inquietarle el hecho de que Antonio es un hombre casado, casado también por
dentro, en alguna región noble de su alma; casado con otra mujer, con otro
mundo menos tropical, con Italia. Ella lo atribula con malicias, con escarnio,
con "censura, risa y llantos". Cuando él está triste, ella quiere
bailar; cuando está alegre, ella finge estar enferma... Cuando quiere conversar
con ella, no le permite decir palabra...
Y cuando Antonio, sosegado, entre grave aflicción y gran alivio, le
comunica la muerte de Fulvia, ¿qué siente Cleopatra, esa condenada mujer?
Siente un gran dolor, porque, todo lo demás, ¿qué importa a quien, como ella,
no piensa sino en sí misma, en su destino, en su amor? Así nos tratan
-reflexiona- a las pobres mujeres, una vez que hemos muerto; así se consolará
Antonio con otra mujer, cuando desaparezca Cleopatra... Sin embargo, desde que
Antonio se fue, ella se pasar el día y noche pensando en él...
Como Octavio, el político, envía diariamente sus mensajeros para estar
siempre en comunicación con cualquier parte del imperio, así van y vienen,
diariamente, sus mensajes de amor a donde está Antonio…
Su repentino casamiento con Octavia no es más que un recurso político;
la única posibilidad para postergar la decisión entre Antonio, cuya estrella
está declinando, y Octavio, cuya desconfianza y poderío bélico están
culminando...
Es una alianza política, sí, y sin embargo, al recibir la noticia,
Cleopatra se encoleriza, se pone fuera de sí. Verdad que Shakespeare nos ha
pintado su conducta en esa situación, sin halagarla en lo mínimo; pero mientras
en una pintura o escultura abarcamos con una mirada toda la profundidad de lo
que el artista nos revela, aquellas obras artísticas que, como la poesía en
general, y el drama y la música, en particular, se desarrollan en el tiempo,
requieren, para su adecuada interpretación, ser intuidas en una sola visión
simultánea, desde el comienzo, el medio y el final, a través del único prisma
que hace posible proceder así: a través de una íntima compenetración con la
obra entera. Cuando algún joven llega a conocer, por vez primera, una de las
sinfonías de Beethoven, suelo decirle, en seria broma, que de ninguna manera
hay que por primera vez... Efectivamente, la diferencia entre las artes que
trabajan con impresiones sucesivas, y la realidad, estriba en esto: que la
realidad no ofrece, en ningún instante, la totalidad, sino tan sólo el
transcurso lineal entre esperan-zas y angustias. Sólo en la obra de arte,
también entre esperanzas y angustias, podemos llegar a tener, como por milagro,
el saber redondo que todo lo abarca y, con este saber, un consuelo celestial en
medio de todos los horrores y penurias de este mundo. Así es como podemos, como
debemos tener presente el encanto de Cleopatra, su suavidad de terciopelo y su
grandioso y tierno fin, cuando presenciamos cómo al recibir la noticia golpea al
mensajero y le tira de los cabellos, porque se entera de que Antonio volvio a
casarse...
El impresionante arte y la honda humanidad de Shakespeare, de mostrarnos
a todos sus personajes con todos los rasgos e impulsos que se entremezclan en
su alma, se evidencia en ningún drama en forma más convincente, más brutal, más
consciente que en "Antonio y Cleopatra". Estos personajes no pueden
ser reducidos a una fórmula abstracta, porque escapan a toda tipificación: no
son ni buenos ni malos. De querer aplicarles estas denominaciones, deberíamos
decir que son ora buenos, ora malos, y a veces ambas cosas a la vez.
El Antonio, como Shakespeare nos lo presenta, tiene la mejor buena
voluntad de olvidar a Cleopatra, desde que volvio a pisar suelo romano. Pero
ella sabe mantener fresco su recuerdo con esos mensajeros que le traen su
perfume... Su relación con Octavio ya no es tan buena, a pesar de haberse
casado con la hermana, y pronto empeorará aún más... Y cuando vuelve a respirar
el aire griego, ya sabe, ya está convencido de que la salvación en lo político
y en lo humano- no puede venir sino del oriente...
Se traslada, pues, junto a Cleopatra y organiza los países orientales
para la guerra. Octavio sabe la noticia en seguida. Ha llegado la hora
decisiva.
Antonio, el Heraclida, es el primero entre los héroes de su tiempo, y
casi invencible allí donde se trata de valentía personal: en una batalla en
tierra firme. Cleopatra, orgullosa de su aparatosa flota e impulsada por el
deseo, osado, tentador e incontenible, de exponerse al peligro y a la
perdición, le sugiere ensaye suerte en lo que es el elemento propio de ella:
las aguas. En la guerra marítima no decide el valor personal, sino la táctica
calculadora, la calma, la frialdad: y en estas artes Octavio es insuperable.
Así comienza la guerra con la desgracia de Accio y todo termina
pronto... Cleopatra, quien emprendio la guerra por capricho, la tímida
Cleopatra, huye al primer golpe serio que Octavio le asesta; todas las naves
egipcias siguen la de la almirante... Hasta Antonio pierde el tino y huye, a la
zaga de Cleopatra y con toda su flota…
The greater cantle of the world is lost…
…We have kiss'd away
Kingdoms and provinces. 6
Like a doting mallard ("como un pato alocado"): así le siguió
Antonio. Al menos se valen de este giro y otros parecidos, los generales que
están aterrados y como si alguien les hubiese dado una ducha fría. Ven
claramente que alguna fuerza demoníaca gobierna los destinos de Antonio; y uno
tras otro de los generales se dispone a abandonarlo…
No antes de llegar al palacio de Alejandría, Antonio vuelve en sí. La
vergüenza y la cólera se adueñan de él. No mira a Cleopatra, ni la escucha, tan
fuera de sí está. Luego la colma de injurias, sin dominarse, abandonándose a su
ira. Ella, en cambio, nos conmueve por lo frágil, lo femenina que es. Pues en
ese instante, ¿cómo pensar en la guerra y en la política? Obedeciendo más bien,
y ni siquiera consciente de su conducta, a su instinto de mujer, e hiriendo con
ello a Antonio más que con cualquier otro gesto, se inclina ante él, como si no
fuese reina, sino una gitanilla cualquiera:
O my lord, my lord!
Forgive my fearful sails; I little thought
You would have follow'd. 7
En momentos de debilidad y aflicción, ella no sabe hacer otra cosa que
pedir perdón; y cuando la ve llorar, Antonio sucumbe. Todo ha terminado; él lo
sabe muy bien; pero ¿quién pensará ahora en esto? ¡Que traigan vino para su
banquete; a besarse, a aturdirse, ¡a olvidar!...
Cleopatra, para quien el amor es vida y la vida amor, y que, cobarde,
como una esclava, ama su existencia, su bienestar, el placer y el lujo;
Cleopatra, cuyos amantes fueron los dueños del mundo: Pompeyo, César, Antonio,
se halla en esa hora ante la tentación más grande de su vida.
Octavio ya llegó con sus ejércitos hasta los alrededores de Alejan-dría;
ya llegó su mensaje: Con tal que le entregue a Antonio, Cleopatra puede estar
segura de su gracia y favor...
Los generales han abandonado a Antonio, casi todos; hasta el leal
Enobarbo, que lo adora, pese a su cinismo de palabra, se decide a dejarlo...
(Pronto, en una maravillosa escena, lo vencerá el arre-sentimiento y se
suicidará.) Y ahora, cuando los romanos desertan de su dueño y señor, cuando
Antonio está perdido, ¿qué quieren que haga ella, la egipcia, la gitana, con la
muerte segura a la vista?...
Sabemos tan sólo que ella recibe con toda deferencia al mensajero de
Octavio, pero ¿daría el paso decisivo? ¿Quién lo sabe? El poeta nunca sabe más
de lo que quiere saber. La duda, el dejar las cosas en suspenso, es un recurso
artístico tan suyo como lo es la claridad; la elección depende de los
personajes y de la situación que quiera destacar. En esta oportunidad no nos
revela nada. Por más luces que ponga, para hacernos ver bien la centelleante
piel y el alma de Cleopatra, su intención es que ella sea un enigma, y nada
hace para ayudarnos a resolverlo.
Antonio interviene. Tan peligrosamente hábil es el estado de ánimo de
este hombre en el umbral de la muerte y aferrado a la vida -aunque algo en él
sabe en todo instante que todo ya ha terminado-, que deja rienda suelta a su
ira. ¿Cleopatra permitió que el emisario le besara la mano? Él lo hace azotar.
No como si no quisiese que nadie la tocara, pues unas pocas horas más tarde
Antonio mismo, contento de una rápida victoria y nuevamente consciente de su
gracia y dignidad, procurará que su valiente general Escaro, el único que le
permaneció leal, obtenga la suprema distinción, la de besar la mano a
Cleopatra. Pero pensar que lo hizo el emisario de Octavio, ¡ese perro!... Desde
las honduras de lo subconsciente, sube, burbujeando, la mar de palabras nunca
dichas, de sentimientos jamás expresados, en ese hombre amenazado por la muerte
y que vislumbra ya al heredero ansioso enriquecerse con lo suyo... Todo el
odio, toda la dureza que él lleva dentro, se vuelca sobre Cleopatra. Ningún
autor moderno nos ha revelado más despiadadamente que Shakespeare ese odio en
que la voluptuosidad puede convertirse en todo instante. Con la fulminante
agudeza que la cólera le inspira, le echa en cara lo peor que alguien pudiera
inventar para herir a la pobre mujer:
You were half-blasted ere I knew you. 8
Y más tarde:
I found you as a morsel cold upon
Dead Caesar's trencher: nay, you were a fragment
Of Cneius Pompey's; besides what hotter hours,
Unregister'd in vulgar fame, you have
Luxuriously pick'd out: For, I am sure,
Though you can guess what temperance should be,
You know not what it is. 9
Puede ser que ella que vive de un instante para el otro (pero sin dejar
de ser íntegramente ella), sólo ahora, frente a ese rapto de ira por amor, ese
vejamen que Antonio le inflige sin sentir vergüenza, vuelva a darse cuenta de
que es fatal e ineludible el amor entre Antonio y ella, la azotada y colmada de
injurias... De todos modos, es verdad que la violenta escena provoca en
Cleopatra una reacción inesperada: jura a Antonio que lo ama, y jura con
palabras tan convincentes por lo apasionadas, que él da un brusco vuelco...
¡Que venga esa noche de amor antes de la última y fatal batalla!...
En esa noche, los soldados que están de centinela, oyen una extraña
música desde las entrañas de la tierra:
'T is the god Hercules, whom Antony lov'd,
Now leaves him. 10
Antonio era todo un hombre, era el varón ideal en persona, predestinado
a hacer obra de varones, y se hunde por ser esclavo de una mujer. Con aquella
música lúgubre y subterránea lo abandona su espíritu bueno, el espíritu de lo
varonil.
Este rasgo, usado por Shakespeare para provocar un clima de ocaso
trágico, proviene, como muchos otros rasgos aislados, de Plutarco. Sólo en
Shakespeare adquieren esos pormenores ilustrativos vida auténtica y hondo
sentido y pierden su carácter meramente anecdótico, porque él sabe insertarlos
con insuperable acierto en ese su gran simulacro de la lucha de las pasiones,
de la lucha del oriente y occidente, en un marco de una de las más grandes
catástrofes de la historia.
Al rayar el alba, después de esa última noche de amor, Antonio va a la
batalla. Lucha cual león, y una vez más es suya la victoria, sin que este éxito
momentáneo pueda contrarrestar la marcha del destino... Su astro está
declinando; el mundo está por perder la fe en Antonio; y cuando al día
siguiente los adversarios vuelven a medirse en una batalla marítima, toda la
flota de Antonio se entrega al enemigo.
¿Quién tiene la culpa? Shakespeare finge no saberlo: lo presenta todo
como si creyese que alguna fuerza elemental hubiera abandonado a Antonio. Lo
único que nosotros sabemos, es que Antonio, inmediatamente después de la
derrota, vuelve a acusar de traición a Cleopatra.
Antonio no cree en la fidelidad de la amante ni puede creer en ella. El
mundo no es como antes, sus experiencias le enseñaron otra cosa... Tampoco cabe
la fidelidad en su carácter y su manera de llevar la vida... Cuando se trataba
de mantenerse firme contra el mundo y de lograr sus fines, él mismo hacía
siempre comedia; su sentimiento tan pronto a simpatizar con cualquiera, su don
de gen-tes, su confianza de niño -todos ellos rasgos auténticos y naturales en
él, todo lo puso Antonio al servicio de la política, valiéndose de sus fuerzas
y de sus debilidades como medios... Cuando Enobarbo, quien lo conoce mejor que
los demás, alguna vez se acuerda de las lágrimas que Antonio vertió ante el
cadáver de César y luego ante el de Bruto, opina secamente:
That year, indeed, he was troublet with a rheum:
What willingly he did confound he wail'd,
Believe 't, till, I wept too. 11
Y... ¿cómo podría Antonio creer que alguien ame, sinceramente, al que
engañó a sus mujeres, una tras otra, como él lo ha hecho?
Acostumbraba creer en la lealtad; y sus compañeros de guerra, sus
soldados le eran leales, así que creyó en la amistad y devota admiración de
ellos; y hasta ellos acaban de traicionarlo.
Cree en el amor; gozó del amor, entregándosele apasionadamente; por el
amor se olvidó del mundo, de la fidelidad, del honor, traicionando a todos y a
sí propio. En estos momentos, Cleopatra volvio a ser, para él, la serpiente, el
alma traicionera, la egipcia, la gitana, pues ahora acabó con él, ahora le
vendio a ese "muchacho romano", ¡bruja que es!...
Ella huye ante el airado y se refugia en el mausoleo de la familia real
como en una fortaleza; angustiada y para que Antonio cambie de opinión -lo
conoce mejor que a sí misma-, manda decirle que ha muerto...
La noticia es el golpe de gracia para Antonio. Su papel político ha
terminado ya; no hay esperanza alguna; el muchacho romano, el frio calumniador,
ha vencido. Cleopatra se fue, cree, a morir antes de él, por él, por su
culpa... No puede más; la tradición romana vive aún en él: ruega a un liberto
suyo que le ayude a morir. Él mismo se siente incapaz de darse muerte. Pero el
liberto -se llama Eros, ya en Plutarco-, leal hasta la muerte, prefiere
arrojarse sobre su espada...
Antonio sigue su ejemplo; pero ya no es un romano integro; no muere,
sino que sólo se hiere gravemente. En este estado le informan que fue falsa
aquella noticia que tanto lo desesperó: Cleopatra está aún con vida... Ruega a
los soldados que lo lleven hasta ella.
Ella, entretanto, ¡en qué angustia, en qué arrepentimiento se estaba
consumiendo!... ¡Qué hizo! Ya antes de volver a verlo, sabe que esta vez fue
demasiado lejos... "Antonio cree que he muerto -reflexiona-, que he muerto
por él, por su ira, por amor; y desesperado como está, no sobrevivirá a la
noticia...
Emocionante es la despedida: Antonio muere besándola; no como un Romeo,
pero sí como un hombre, un varón, un amante a pesar de todo, como lo que es
como Marco Antonio...
Cuando vuelve en sí pues junto al cadáver había caído desmayada,
Cleopatra se siente como si no fuese de carne, sino de ceniza, toda; como si la
vejez se esparciese por todo su cuerpo... Terminó el sueño de ser reina, de ser
emperatriz; ya no es más que una pobre y frágil mujer, una sierva sin amo. Su
vela llamea, inquieta y pronta a apagarse...
Un saber superior a todo cuanto pensó antes, surge en ella: un saber
trágico, el saber de todos aquellos que fueron en pos del poder y del goce y,
nunca satisfechos, nunca sosegados, cometieron un crimen tras otro contra el
mundo y contra sí mismos; ese saber a qué llegó también Macbeth, ese condenado
de Macbeth que, sin embargo, en ese sentido, fue redimido; ese saber nihilista
de que la vida, esta vida es... nada.
My desolation does begin to make
A better life: 'T is paltry to be Caesar;
Not being Fortune, he 's but Fortune's knave,
A minister of her will: And it is great
To do that ends all other deeds;
Which shackles accidents, and bolts up change;
Which sleeps, and never palates more the dung.
The beggar's nurse, and Caesar's. 12
No, ella no es una Julieta ni tampoco es como Porcia la romana; y, sin
embargo, esa mujer voluble, que no vive sino para el instante, que no es sino
una superficie irisada porque su alma es así, porque es como el ópalo cuya faz
exterior revela su modo de ser más íntimo... ¿Quién sabe, digo, si esa mujer
voluble no sería capaz de sobrevivir aún a esto? Pero no: se entera que el frío
Octavio, ese primer emperador y césar sobre el que ella no tiene poder, no
planea otra cosa que apresarla y llevarla a Roma para su triunfo... Y ello
sería el más grande de los horrores para Cleopatra...
¿Esa tonta y glacial Octavia, la esposa legal de su amado muerto, de su
esposo, la contemplará con escarnio, allí en Roma? ¿La plebe romana le gritará,
delirando? ¿Algún necio actorcillo en un teatro de barrio la representará como
la gran meretriz del Nilo? No; todo terminó; está decidida. Tantas veces ha
jugado con el suicidio; ese papel era uno de los suyos en su vida agitada y
apasionada. Ahora, el juego se tornó serio. Tiempo a que ella sabe cómo morir
del modo más suave... Manda que le traigan su mejor vestido; recuerda el día
cuando iba navegando por el Nilo al encuentro de Marco Antonio, fascinadora
como si fuese la diosa del amor... Y luego cuando muere, valiente y libre, ya
no es la esclava que, pusilánime y miedosa, con un amor cohibido eleva sus
miradas hacia el amo, el marido de otra mujer, sino que dice:
Husband, I come:
Now to that name my courage prove my title!
I am fire and air; my other elements
I give to baser life. 13
My other elements: el elemento del agua al que pertenecía esa ninfa del
Nilo tan pronta a llorar, y el elemento de la tierra del que nunca logró
liberarse, deben volver a su origen con el cadáver, mientras que la parte noble
y etérea de Cleopatra como fuego y aire subirá al reino de lo eterno.
Otra vez más corresponde que nos refiramos a los Sonetos en los que el
poeta lamenta que los humanos no seamos íntegramente espíritu, sino cautivos en
la "burda substancia de la carne". Allí habla también de los
"amargos" elementos que son el agua y la tierra, que nos apegan a la
naturaleza: el cuerpo y las lágrimas son tierra y agua en nosotros. Los dos
restantes elementos, en cambio, simbolizan otras cualidades nuestras: el aire
es el espíritu, y el fuego es desire, el deseo de llegar a lo excelso, y nostalgia
celestial.
Así es cómo Cleopatra se apresta para su apoteosis. Un campesino trae
una serpiente...
Peace, peace!
Dost thou not see my baby at my breast,
That sucks the nurse asleep? 14
Suave, dulce, imperceptiblemente sorbe la serpiente la vida del corazón
de la serpiente y gota a gota entra la muerte. Con la sensación más pura, con
un sentimiento maternal, imaginario y lejano, la gran seductora se despide de
esta vida...
Una vez más se yergue en ella la eterna Isis, la eterna Eva... Ya en
trance de morir, expresa su satisfacción por arrebatar, con su suicidio, la
presa a ese inteligentísimo y tontísimo César, que creía poder darle caza...
La rodean sus damas, que la han acompañado en la vida, imitándola en
todo, y que ahora la acompañan en la muerte.
La profética broma de Enobarbo sobre la muerte instantánea de las damas
de compañía, está cumpliéndose en serio: una cae mordida por la serpiente y la
otra abandona la vida en circunstancias harto extrañas; se desploma, sin causa
visible, cuando Cleopatra, apretando el áspid contra su seno, la besa en señal
de despedida: mujer, ella también, en cuya alma hay una misteriosa relación
entre la muerte y el amor...
Así finaliza este drama, que es: tragedia de amor como "Romeo y
Julieta", tragedia romana como "Julio César" y panfleto contra
el amor sexual como "Troilo y Cressida". Es todo ello y no lo es; y,
lo que es mejor, es una auténtica y profunda tragedia. No es una comedia. Pues
-tuvimos que hacer una parecida consideración fren-te al tan serio drama de los
héroes de la guerra troyana- la aguda vista del poeta habría podido descubrir
en el argumento bastantes elementos para hacer de él un juego reidero. Es una tragedia:
la tragedia particular de esa pareja madura, más que madura y, sin embargo,
nunca bastante madura que forman Antonio y Cleopatra, que ambos se hallan entre
la juventud y la vejez; y es la tragedia que refleja aquel gran momento
histórico en que toda la antigüedad estaba por hundirse, madura, más que madura
e indecisa entre la juventud y la vejez.
Como en la historia de los pueblos resulta imposible separar la vida
privada de la vida pública, así en nuestro drama el amor y la política integran
una unidad indisoluble. De modo que las espléndidas escenas políticas del drama
no son menos reveladoras de su significado intrínseco que las escenas de amor.
Pensemos, por ejemplo, en aquella discusión política en oportunidad del
reacercamiento de Antonio y Octavio, la que, con su clima de glacial
diplomacia, no tiene par en la literatura -a no ser en las escenas políticas
del "Egmont" de Goethe-, la escena del banquete en la nave de
Pompeyo, donde en medio de la conducta seria y digna de la tradición romana (no
mantenida, por cierto, en todo su rigor), irrumpen la alevosía de los piratas y
el frenesí de los danzarines greco-orientales y donde Antonio y Octavio se
enfrentan en acentuada oposición, aquél con su ligero y resignado brindis:
Be a child o' the time, 15
y el otro con el suyo, frío e imperioso:
Possess it. 16
En "Antonio y Cleopatra" poseemos un drama que baja hasta las
honduras insondables del alma y se extiende, inmensamente amplio y abigarrado,
en el vasto espacio de la historia; un drama para hombres maduros solamente -lo
que vale para todos los dramas de Shaespeare y muy en particular para el
presente-; un drama que uno cuantas más veces lo lee más quiere y más admira y
que, sin embargo, nadie conoce todavía en toda su grandeza que nos aplasta y
edifica, sacude y libera... Pues hasta hoy no ha encontrado la forma que
reclama: la representación perfecta en un escenario.
Para algunas escenas importantes, conforme a las indicaciones de
Shakespeare mismo, y, creo, también para la introducción y algunos pasajes de
transición, necesitaría esta tragedia de una música tan fina y fuerte como la
creada por Beethoven para "Egmont", de Goethe, y necesitaría, además,
de una representación teatral que tenga un clima y un ritmo aptos para causar
la ilusión simultánea de sucesos vertiginosos, de sabroso idilio y de austera
profundidad: como si un Rubens y un Rembrandt, hermanados, pusiesen manos a la
obra.
1 La galera en que iba sentada, resplandeciente como un trono, parecía
arder sobre el agua. La popa era de oro batido; las velas, de púrpura, y tan
perfumadas, que digiérase que los vientos languidecían de amor por ellas; los
remos, que eran de plata, acordaban sus golpes al son de flautas y forzaban el
agua que batían a seguir más a prisa, como enamorada de ellos. En cuanto a la
persona misma de Cleopatra, hacía pobre toda descripción. Reclinada en su
pabellón (hecho de brocado de oro), excedía a la pintura de esa Venus, donde
vemos, sin embargo, a la imaginación sobrepujar a la Naturaleza. En cada uno de
sus costados se hallaban lindos niños con hoyuelos, semejantes a Cupido,
sonrientes, con abanicos de diversos colores. El viento parecía encenderle las delicadas
mejillas, al mismo tiempo que las refrescaba... Sus mujeres parecidas a las
nereidas, como otras tantas sirenas, acechaban con sus ojos. En el timón una de
ellas, que se podría tomar por sirena, dirige la embarcación. El velamen de
seda se infla bajo la maniobra de esas manos suaves como las flores... De la
embarcación se escapa invisible un perfume extraño, que embriaga los sentidos
del malecón adyacente…
2 La he visto morir veinte veces por motivos mucho menos importantes.
Creo que hay en la muerte una especie de pasión que ejerce en ella alguna
voluptuosidad: tanta es la prontitud que pone en morirse.
3 Omito 5 renglones del texto original referente a un juego de palabras
irrepetible en castellano. -N. d. T.
4 ¡Ay! No, señor. Sus pasiones están formadas por la más fina esencia
del amor puro. No podemos llamar lágrimas y suspiros a sus chaparrones y sus
ventoleras, porque son las más grandes tempestades y las más grandes tormentas
que recuerda el almanaque. Esto no puede obedecer a habilidad suya. Si es
habilidad, provoca un aguacero tan bien como Júpiter.
5 La lujuria en acción es el abandono del alma en un desierto de
vergüenza; la lujuria, hasta que es satisfecha, es perjura, asesina,
sanguinaria, vergonzosa, salvaje, excesiva, grosera, cruel e indigna de
confianza. Apenas se ha gustado de ella, se la desprecia; se la persigue contra
toda razón; y no bien saciada, contra toda razón se la odia, como un incentivo
colocado expresamente para hacer locos a los que en ella se dejan coger; es una
locura cuando se la persigue, y una locura cuando se la posee; excesiva al
haberse tenido, al tenerse y en vías de tener; felicidad en la prueba y
verdadero dolor probada; en principio, una alegría propuesta; después, un
sueño. Todo el mundo lo sabe perfectamente; y, sin embargo, nadie sabe evitar
el cielo que conduce a los hombres a este infierno.
6 Hemos perdido... la mayor parte del mundo; hemos dado el beso de
despedida a una multitud de reinos y de provincias.
7 ¡Oh mi señor, mi señor! ¡Perdonad a mis velas tímidas! No pensaba que
me habríais seguido.
8 Estabais medio marchita antes de que os conociese.
9 Os encontré como un trozo fiambre en el trinchero del difunto César;
o, mejor dicho, erais las sobras de Cneo Pompeyo. Y no hablo de las cálidas
horas, no registradas en el recuerdo del público, que os habéis pasado
lujuriosamente, pues estoy seguro de que, aunque os sea posible sospechar qué
es la continencia, ignoráis lo que es.
10 Es el dios Hércules, que amaba a Antonio y que le abandona en este
momento.
11 En verdad, aquel año le aquejaba un reuma; se lamentaba sobre el que
había destruido voluntariamente; creedlo, aunque yo también lloraba.
12 Mi desolación comienza a engendrarme una mejor vida. Es miserable ser
César; no siendo la Fortuna misma, no es sino el criado de la Fortuna, el
ministro de su voluntad. Pero es grande llevar a cabo la acción que pone fin a
todas las acciones, que atenaza todo accidente, que cierra la puerta a todo
cambio, que saborea el sueño eterno y no paladea nunca más la teta de la
Naturaleza, nodriza a la vez de César y del mendigo.
13 Voy, esposo mío. ¡Ahora pruebo por mi valor mis títulos a este
nombre! No soy más que aire y fuego; abandono a la vida más grosera mis otros
elementos.
14 Silencio, silencio! ¿No ves el niño que tengo al pecho, y que su
nodriza le da teta porque quiere dormir?
15 Acomodaos al tiempo
16 Dominadlo
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