domingo, 29 de junio de 2025

LANDAUER 1 CAPTURADO Y COMENTADO POR ALUMNAS DEL CURSO DE RENACIMIENTO

 

LANDAUER, GUSTAVE (1947), BUENOS AIRES, AMERICALEE, SHAKESPEARE, [OTELO:  247-286) 

CAPTURADO Y COMENTADO por AYLIN MOJICA CRUZ 2025A

LA TRAGEDIA de Otelo, moro de Venecia, fue publicada en una edición in-quarto, en el año 1622, después de la muerte de Shakespeare, pero antes de la edición completa. La nota preliminar, de autor desconocido, nos dice tan sólo que la pieza había sido representada en varias ocasiones, por los Actores de Su Majestad, en los teatros Globe y Blackfriar; ni en ella ni en otra fuente se dice cuando se estrenó. Malon, testigo fidedigno, tenía en manos los documentos en que se leen las fechas de fiestas y funciones teatrales en la corte. Estos papeles ya no existen, pero no hay motivo para dudar de su autenticidad, porque los datos sacados de ellos no están en contradicción con otros hechos históricamente confirmados. Según ellos, el Otelo habría sido representado en Whitehall, en el año 1604, y nada hay que sugiera suponer que haya sido escrito después de ese año, o mucho antes de él.

La fuente de Shakespeare es una narración de Giraldi Cinthio, en la colección Heatommiti, impresa primero en 1565 en Sicilia, luego reimpresa en Venecia. Existe una versión francesa de ella, de 1584; no hay vestigio de otra al inglés. El único nombre mencionado en el cuento es Desdémona; en lo demás se habla del moro que, como la novela misma, lleva el nombre de Moro de Venecia, del alférez y del capitán.

No se encuentra en aquella narración la primera parte del argumento shakesperiano, el secuestro. Desdémona es lisa y llanamente la esposa del moro con quien, es cierto, se casó contra la voluntad de sus padres y alguna vez, casados ya los dos, el moro tiene que emprender un viaje a Chipre, a donde la mujer lo acompaña. El alférez se enamora de Desdémona y cree que ella, a su vez, ama al capitán. Sin que mediase intriga alguna -puesto que la novela no conoce ni a Rodrigo ni a Brabantio-, el capitán es despedido por el moro por haber herido a un soldado. La esposa se esfuerza por reconciliarlos; y el alférez se aprovecha de la situación para suscitar la desconfianza del moro y luego, con ayuda de su hijita, demostrar la infidelidad de Desdémona, mediante la prueba del pañuelo. El alférez se encargará de dar muerte al capitán en determinado momento, cuando éste salga de casa de una mujer de la vida. Luego el moro y el alférez proceden a ahogar a Desdémona, con una bolsa llena de arena; logrado esto, procuran que se derrumbe el techo de la habitación, de modo que no se les descubre como asesinos. Más tarde, no importa cuándo, se enemistan los dos por motivos no del todo ajenos a la nostalgia con que el moro se acuerda de la desaparecida. El alférez denuncia al moro sin descubrirse a sí mismo; arrestan, y sólo torturan al moro que, constante, no confiesa. Así  es como lo condenan a destierro vitalicio; pero los parientes de Desdémona lo asesinan. Más tarde aún, y a causa de otro asunto distinto, se le apresa al alférez, que muere en el tormento. Sólo entonces su esposa revela todo lo sucedido. “Así vengó Dios la inocencia de Desdémona”.

 

Lo señalado por este cuento es, pues, que dos cómplices perpetran un asesinato, con tanta habilidad que nadie piensa en un asesinato sino en un accidente; sin embargo, ambos encuentran el merecido castigo; uno porque se han enemistado; el otro por continuar cometiendo crímenes. Es, pues, un argumento típicamente de novela corta, en que casi nada importan los caracteres de los personajes y muy poco sus relaciones mutuas, mientras lo que interesa es la serie de sus aventuras. Por astutos que sean los hombres malos, Dios, el dios novelístico de los sucesos extraños, es más astuto que ellos…

 

Shakespeare escorzó este argumento con rigurosidad tal que no se permitió intercalar episodio alguno que no sea imprescindible para la motivación general; desarrolla los sucesos trágicos y la catástrofe sin rodeos con base en la índole trágica fundamental y sin dejar intervenir en el curso de la acción dramática nuevos elementos o acaecimientos. Muy libremente dispuso el argumento tradicional, y cada vez que la narración reanuda su relato con un “Más luego aconteció que” o “Quiso la casualidad que…”, él no hace ver sino lo que, ineludiblemente, resulta de los caracteres y la posición mutua de los personajes. Con todo, ha extraído -como lo hace siempre- muchos rasgos y matices para su drama, hasta de aquellas partes de la narración que despreció. En el cuento, la hijita ayuda a realizar el truco del pañuelo. Shakespeare rechaza la intervención de la niña, y pasa la ayuda a la mujer de Yago, que tiene que intervenir de todos modos; en el drama como en la narración, es ella la persona que, finalmente, lo descubre todo, aunque por otro síndrome de motivos. Lo mismo procede con la mujer pública del cuento, aunque la muerte violenta de Casio en el drama tiene que efectuarse de modo muy distinto. La dama le viene muy bien, al igual que Emilia, por razones extrínsecas e intrínsecas; pues si Emilia es un pendant de Desdémona, un fondo de trivialidad del que la noble mujer se destaca más -abstracción hecha de que Emilia es necesaria para la intriga del pañuelo y la revelación final-, la mujer de la vida es útil aún en la intriga del pañuelo tan cuidadosamente motivada y sirve, además para aumentar en nosotros la convicción de que la relación de Casio con Desdémona no es de modo alguno culpable. Hasta aquella deforme bolsa de arena del cuento vuelve, en cierto sentido, a aparecer en el drama, como colcha de Desdémona; y aun los parientes de Desdémona, que en el cuento llevan a cabo la vendetta, han entrado en la trama de la pieza teatral de Shakespeare. No le servía la complicidad de Otelo y Yago le dé consejos al respecto, y es de Yago la idea de ahogar a la mujer con la colcha. Shakespeare eliminó del todo el rasgo novelesco de hacer denegar su crimen a Otelo, como en todo limpió a este personaje de manchas innobles. Del tormento que Otelo soporta con tanta constancia en la narración, resta, quizá, el detalle de que Yago, apresado, no se deja arrancar ni una palabra; cierto que el tío de Desdémona opina que la tortura abrirá la boca de Yago, pero queda en suspenso si la predicción se cumple o no.

 

Entre todas las tragedias, y más: entre todos los dramas de Shakespeare, Otelo es la obra más sencilla: no es más que una sola acción dramática directa, un solo haz de motivos, sin ramificación alguna. Y sin embargo, el que tengamos que decir “un haz de motivos”, y no un solo motivo, basta para revelar la riqueza y amplitud de la otra tan sencilla en sí; pues de ningún modo surgen todos los sucesos de los celos de Otelo o del odio del intrigante Yago o, menos aún, del deseo amoroso de Rodrigo, o del secuestro de Desdémona o del despido de Casio; pero todos estos sucesos, relacionados odos y cada uno con el carácter peculiar de un solo hombre que no se ocupa sino de su propio asunto, se juntan en un indisoluble nexo en torno a Desdémona.

Este drama -que, a juzgar por los acontecimientos dramáticos externos es, sin duda, una pieza de intrigas y una tragedia burguesa, no obstante, el fondo bélico y político que no es, en ningún momento, otra cosa que fondo-, con su acción directa y uniforme, hasta se aproxima a cumplir con la regla de la unidad de tiempo y de lugar. Pues si tomamos por preludio el primer acto que se desarrolla en Venecia, todo lo que sigue, sucede paso por paso, seguidamente, en Chipre.

 

El examen de la estructuración de nuestro drama nos conducirá pronto a observar una determinada propiedad en él y a convencernos de que quien no la tenga en cuenta, no puede interpretar debidamente esta tragedia ni el significado que encierra.

 

Lo primero de que nos enteramos, es que Yago odia a Otelo; comenzamos, pues, por conocer el carácter de Yago. Luego presenciamos el secuestro de Desdémona, por el moro; vemos cómo su padre acoge la noticia; escuchamos su acusación de que debe haber en juego fuerzas mágicas; sabemos del casamiento clandestino. Y ya se introduce otro motivo nuevo: Otelo es llamado a luchar contra los turcos, en defensa de las islas de Chipre. Lo acompañamos al senado y oímos explicar allí la naturaleza de su amor a Desdémona. Tienen que embarcarse y partir, con prisa, antes de poder formalizar el enlace. Otelo confía a Desdémona al barco de Yago, detalle que nos hace ver claramente que los recién casados no pueden haber empezado su vida conyugal antes de llegar a Chipre. Al final del primer acto nos enteramos todavía de la artimaña con que Yago se propone obtener el puesto de Casio y, si ello fuera posible, satisfacer su deseo de acercarse a Desdémona. Desde ahora nos encontramos en Chipre; al iniciarse el segundo acto, tras momentos de espera, la llegada de Casio, primero; luego la de Yago y Desdémona, y finalmente la de Otelo en tres barcos distintos. Menciono que Verdi, en su ópera, ha sabido componer, totalmente de acuerdo con el espíritu de Shakespeare, una nueva escena en que simboliza con medios musicales la tempestuosa naturaleza y vehemente celeridad con que viajan las tres naves, una tras otra; una escena como las que en otros dramas pasionales poseemos escritas por el mismo Shakespeare. Las escenas con que Shakespeare prepara la llegada de Otelo no están del todo a la altura del resto de un poema. Otelo desembarca: y sólo ahora llegamos a conocer todo su ardiente y profundo amor; la veneración de Desdémona por Casio, es también la nuestra. El plan de Yago se amplía, se robustece. Luego, sólo ahora, la noche de bodas, estorbada por un crimen perpetrado por Casio en estado de ebriedad. Casio es destituido; Yago le encomienda se dirija en seguida a Desdémona para que intervenga; mañana mismo le hablará… Con ello y con los preparativos de Yago para aprovecharse de esta conversación, finaliza el acto segundo, de modo que, al comenzar el tercero, es decir a la mañana siguiente, vemos a Casio presentar su ruego a Desdémona. Yago sabe despertar la sospecha de Otelo. E inmediatamente después sigue la larga conversación entre Otelo y Yago, en continuo aumento de tensión. Se intercala la breve escena entre Desdémona y Emilia, se prepara el engaño con el pañuelo; luego se reanuda la conversación entre Otelo y Yago y llega a un punto culminante en que oímos el juramento de venganza: el moro pronuncia  ya la condena a muerte sobre Desdémona y Casio. ¿Qué escena! ¿Qué mañana después de la noche de bodas! y en seguida lo que parecía punto culminante es superado ya: Otelo y Desdémona chocan; él habla del pañuelo que falta; ella, del perdón para Casio… Estalla la ira; sale Otelo, de prisa; vuelve Casio; Desdémona se empecina en ayudarle… Y al final del acto, Casio ya encuentra el pañuelo en su propia pieza. Así es como pasa este día, y con el acto cuarto amanece el siguiente. Por la conversación entre Desdémona y Casio y la prueba del pañuelo, Otelo llega a descartar toda duda posible: Desdémona es culpable, en el sentido más vil de la palabra. Viene el emisario veneciano, y en su presencia, el moro maltrata a su esposa, corporal y psíquicamente. La toma por mujer ligera, a Emilia por zurcidora de voluntades, y, jugando con escarnio, a sí mismo por el galán, por intruso en su propio matrimonio. Se dispone al asesinato. Desdémona, se acuesta temprano, atenta a la orden de Otelo. y encontré, como final de este día: el ataque a Casio; el asesinato de Rodrigo; el asesinato de Desdémona. Emilia demuestra al moro la inocencia de Desdémona. Desenmascaran a Yago, quien da muerte a su mujer; lo apresan; apresan a Otelo quien, desesperado, se suicida.

 

Es esta la trama. Con tenerla bien presente nos protegemos de las tan usuales interpretaciones equivocadas no sólo de los distintos sucesos, sino hasta de los caracteres entre quienes se realizan, Inmediatamente después del casamiento secreto, pues -otro acto formal que Shakespeare, aquí como en otros dramas, hace cumplir rápido y sin que lo presenciemos-, el senado da orden para que se embarque Otelo. Hasta ese instante Desdémona vivía, niña, en la casa paterna. Resta una hora de tiempo para los preparativos de la expedición y la despedida de Otelo de su virginal esposa. Desdémona le sigue en otro barco, con Yago. El poeta insiste en que nos demos cuenta cabal de estos hechos en grado tal que deberían ser bastante claros para toda persona normal; no lo es para los comentadores de oficio. Es un rasgo esencial en Otelo que, desde mucho tiempo atrás, viene poniendo freno a su sensualidad; es un rasgo esencial en la relación del moro con la joven veneciana el de que se trate ante todo de una alianza de las almas… Cuando Desdémona riega al senado que le permita acompañar a su marido, éste se apresura por declarar que está conforme, por tener ella misma este deseo, no por algún prurito juvenil a que, explica, él es muy ajeno. Y para acallar desde ya toda sospecha, e imposibilitar toda seducción de ser estorbado por Cupido en su empresa bélica tan trascendental, confía a su mujer al cuidado del alférez Yago, hombre casado y de probada confianza.

 

                                    Come, Desdemona, I have but an hour

                                    Of love, of worldly matter and direction,

                                    To spend with thee.

 

Claro está que tal hora of love, of wordly matter an direction no les deja tiempo para que su amor culmine; no está dentro del carácter de Otelo entregarse al goce, abrupta y sensualmente; otras cosas serán necesarias para desencadenar el huracán que está acechando en él, y para tomar primitivo salvajismo el orgullo, consiente y sosegado, de hombre tan urbano. En el acto segundo, después de llegar y volver a saludarse ambos, se proclama solemnemente ante el pueblo chipriota que el general celebrará sus bodas simultáneamente con la fiesta de regocijo público por el hundimiento de la flota turca. Otelo dice a Desdémona:

 

                                               come, my dear love,

                                    The purchase made, the fruits are to ensue;

                                    The profit´s yet to come´tween me and you…

 

Inmediatamente después oímos decir a Yago, en tono cínico, sin rodeos, sin alusión a flores ni frutos:

 

He hath not yet made wanton the night with her; and she

is a sport for Jove.

 

Y vuelve a exclamar: Well, happiness to their sheets!  Así, con este humor festivo, de embriaguez sensual, seduce Yago a Casio a beber.

 

En el cuento, ni una palabra de todo ello. Como todo en este drama de estupenda estructura, está también motivado por razones externas e internas el que Otelo celebre su noche de bodas no antes de llegar a Chipre. Pero ¿por qué quiere el poeta que sea así? Hubiese encontrado la motivación contundente para el caso contrario si hubiese querido, claro está; en la vida rige absoluta necesidad; en la poesía, en cambio, vale la credibilidad convincente para el sentimiento, la probabilidad.  ¿Por qué, pues? o mejor: ¿para qué? Para que la noche de bodas y las dudas del marido y el asesinato de la esposa formen una ininterrumpida serie de acontecimientos.

 

En efecto, el primer acto es una especie de preludio, que trae, después de la exposición muy sucinta, el principio de los sucesos cuyo significado se nos aclara sólo en su transcurso posterior. Luego, durante días y noches, las olas embravecidas separan a la joven novia del probado y constante general al que dio su alma. Y ahora cuando vuelven a verse, en vísperas de su vida matrimonial, golpe tras golpe: celebran sus bodas; y mientras los esposos se unen en la más sublime fiesta de amor, el pueblo, oficiales y soldados se entregan al regocijo… Casio, se emborracha por culpa de Yago: y de ahí surge todo lo demás del cuento con el plano esbozado ya por Yago en Venecia, todo: al promediar el día siguiente, Otelo está dispuesto a asesinar a su mujer. Pasa otro día más: las pruebas están reunidas; son abrumadoras; el círculo se cierra; en la misma noche, cuarenta y ocho horas después de la noche de bodas, asesina Otelo a su joven esposa.

 

Tengámoslo todo presente, tengamos en cuenta que el poeta mismo no se cansa de decírnoslo, sin dejar lugar a duda, clara y expresamente, no una sino varias veces, con afán de mostrar e inculcarnos todo, y tratemos de comprender luego cómo es posible que nada menos que Friedrich Theodor Vischer, después de ocuparse en este drama, detenidamente y no sin profundidad, después de examinar prolijamente verso por verso de la traducción, pudo escribir que en Otelo vemos representado “al amor constituido y consagrado como lazo legal, el amor matrimonial seguro, tranquilo y acrisolado”, añadiendo esta frase: “Verdad es que un matrimonio data de fecha reciente, pero el poeta lo trata como una unión cordial confirmada profunda e íntimamente a lo largo de los años”.

 

Comenzaré por decir: de tal palo tal astilla; si el autor hace hincapié en las comparaciones… Pues no cabe duda que nos dice tal alegato referente al matrimonio de Otelo, porque dice también que en -Romeo y Julieta presenciamos “el ardiente despertar de un primer amor entre jóvenes novios”. Pero ¿vaya una manera de hacer contrastes y transiciones al estilo de mi profesor de colegio! -Kuntze se llamaba; éramos alumnos del Gymnasium de Karlsruhe- quien en una tarde algo bochornosa peroraba ante nosotros: “Lessing murió en 1781, relativamente temprano; ¡pero sus actividades literarias no terminaron tan pronto puesto que nos resta tratar de su drama Natán el Sabio!... Muy bien, pero el auto de Vischer es un poco más serio, y leer sus comentarios referentes a las distintas escenas, es como leer materiales para un estudio sobre la psicología de la declaración de testigos, para ese terco no ver nada de lo que no le venga a propósito. Pasa por alto la declaración de Otelo ante el senado en el sentido de que el amor no le estorbará en sus tareas. Cubre con silencio las palabras con que Otelo se despide de Desdémona. Al hablar de la proclamación con que el heraldo anuncia las bodas de Otelo al pueblo chipriota, Vischer encuentra tiempo para intercalar el chiste, ja, ja, de que las festividades deben terminar a las once, hora de cierre obligatorio, pero no encuentra tiempo para decir palabra  sobre el significado de estas bodas. Ni una sílaba, ni acerca de las palabras de Otelo a Desdémona, alusivas al “fruto no gozado aún”, ni acerca de las manifestaciones que Yago hace a Casio con miras al placer de Otelo en su noche de bodas. Cuando Otelo interviene en aquella agitada escena nocturna, Vischer se olvida de decirnos, de dónde viene el moro. Y esto, aunque viene examinando casi servilmente toda la serie de escenas y mutis, ¡punto por punto! Puede que una de las causas de esta ceguera frente a lo esencial y de su modo de ver en general, sea la mojigatería propia de Vischer. Para nosotros hay, así, otro motivo más para mandar al demonio todo servilismo que se atreva a criticar a Shakespeare, genio de la libertad.

 

Con todo, sería imposible que un conocedor como lo fue Vischer se hubiera metido en ese callejón sin salida, si no hubiese un dejo de verdad en lo que él sostiene en forma tan enrevesada, no por cierto en el plano de los sucesos externos, sino en la escala de las vivencias anímicas. Pues sí, en las partes de la acción dramática promovidas por Otelo y también por Yago, se vive todo lo que sucede, con intensidad tan indeciblemente concentrada, con un temperamento ligero por sureño y casi africano que, como en ensueños, los minutos se tornan años. Sería, efectivamente, la norma lo que Vischer atribuye a nuestro drama:  en la vida normal, sí, pasarían años hasta que un marido enamorado se tornase indiferente y pasara de la indiferencia al oído y al asco. Pero nuestra tragedia no nos presenta un caso normal cualquiera, sino una catástrofe, que, cual géiser rompe la costra terráquea: representa el derrumbe de una ilusión en el mismo instante en que ésta osa volverse real. En la ilusión que Otelo se hace respecto a su matrimonio con Desdémona, había, eso sí, lo que Vischer sostiene equivocadamente con miras a su matrimonio nunca realizado. su ideal fue, en efecto, “un amor matrimonial seguro, sosegado, acrisolado”; y en el noviazgo de aquellos dos reinaba, como Otelo lo deseaba, absoluta confianza, como de alma a alma. Así debería ser; así se lo figuraba Otelo, el hombre ya no joven, hombre de experiencia y de autodominio. Y todo fue así, aparentemente, antes de materializarse en este mundo feo, antes de celebrarse las bodas. Las ilusiones de Otelo no se restringen a soñar con su futuro matrimonio con aquella joven, hija de patricios venecianos; sino que se extienden a toda su existencia, y su modo de ser. Él se había educado, haciendo de sí un noble digno y comedido, hasta que Yago vino a arrancar con sus garras la costra y hacer salir de los adentros todo el volcán allí encerrado: a ese Otelo reprimido, el moro descendiente de antepasados moros, el salvaje que, por aludir a una frase de Mirabeau, que volveremos a citar más tarde, al igual que en este africano, está oculto en todo representante de la libertad, debido a su índole natural.

 

Es verdad, pues, que el amor que une a Otelo y Desdémona tiene, ya en Venecia, cierta tesitura de noviazgo como también de matrimonio de probada estabilidad, así como Otelo se considera hombre probado, hasta que le llegue la suprema prueba. Y aún más podemos decir: la relación entre ambos tiene, además, cierto matiz de relación de padre a hija; pues él es un hombre hecho; y ella no tendrá, seguramente, más años que Julieta. Pero como toda civilización no es más que un color externo, un barniz, o, digamos, una morada en que uno, como si viviese en sí mismo, se hospeda por años y años, seguro y próspero, hasta que llegue la hora decisiva en que verá al ser que es lo más íntimo, separado como por un profundo abismo, del ser que había adoptado, así la confianza, éticamente bella, pacífica y serena, que caracteriza el amor entre Otelo y Desdémona, no reside en la unión de dos almas unidas por la nostalgia, sí, pero no por una íntima compenetración. Otelo soñó con su matrimonio, soñó con Desdémona; pero no la conoce. No que su amor no la vea como ella es, en el alma y en cada impulso; Otelo capta el ser de Desdémona íntegramente con el amor de su alma. Lo capta, sí; pero es incapaz de retenerlo porque no se apercibe de lo que percibe. Durante la crisis, su intelecto no cree más de lo que su sentimiento sabe respecto a ella.

 

Un motivo muy importante de la acción dramática -motivo, además, inventado por Shakespeare- se destaca, pues, ya en un primer examen del orden de las escenas: inmediatamente, en la mañana misma después  de la noche de bodas, estallan los celos de Otelo y aumentan rápido hasta hacerlo rabiar. La embriaguez de Casio y el acto violento consiguiente hicieron que Otelo se levantase del lecho; destituye a Casio; éste, transcurrida la noche, presenta su súplica a Desdémona. El poeta ubicó, pues, la catástrofe en un lugar muy cercano al comienzo del drama donde nos hizo ver el rapto de Desdémona; no hay tiempo para que los dos lleguen a conocerse en el amor conyugal, en la vida común hasta en asuntos cotidianos, ni a aprender ese mutuo respeto que es producto de la convivencia y del que es muy distinto el escaso conocimiento mutuo de novios enamorados…

 

Secuestro… travesía… tempestad… noche nupcial… embriaguez… ira: estos elementos sucesivos y constituyentes de la acción inicial, hablan elocuentemente del vertiginoso ritmo que pulsa en este drama, ritmo que resulta de los caracteres cuya fuerza activa y pasiva lo pone en marcha todo: de Yago y de Otelo. Ese Yago tiene en su carácter algo rápido, asaltante, directo, punzante que se traduce en el odio y la lógica propios de él, por ser fruto de su juventud sana, robusta, recia, osada y emprendedora. Es imagen de la celeridad que él más que nadie imparte a los sucesos, aquella travesía; él, con Desdémona, partió mucho más tarde que su general, y cruzó el mar con viento tan favorable que, con rapidez de saeta, desembarcó aún antes que Otelo. Y así como para él Venecia es punto de partida, Chipre la meta, y nada más, unidos ambos por una línea recta, así fijó ya en Venecia, su meta y su plan que de inmediato se torna acción en la que los demás no son sino títeres en manos de ese ingenioso jugador. El mejor, el más acabado entre sus títeres, maravillosamente adecuado al carácter de aquel titiritero, es, no obstante, su índole muy peculiar, es Otelo. Así como el demonio de Yago es el más rápido de cuantos hay en el infierno, es rápida la ira de Otelo, que irrumpe de imprevisto, cual fuente que salta de la tierra y arroja rocas enteras…

 

Lo que venimos diciendo, podría ser formulado así: con arte descomunal y superior, Shakespeare estructuró los caracteres y las situaciones de modo tal que la catástrofe en este drama surge, casi con la ineludibilidad lógica de un silogismo, de las premisas dadas, extrínsecas e intrínsecas. Muy fina y convincente de una observación del joven Herder quien, respecto al arte de Shakespeare, apunta esta consideración general: “Cual un ángel de la creación, algún invisible emisario celestial de la previsión divina ponderó las pasiones de los humanos y agrupó sus caracteres, poniendo a cada uno en su lugar dentro de la creación, para luego brindarles, en el transcurso de los tiempos, múltiples ocasiones y acasos por que actúen, para rodearlos de una serie de circunstancias que los determinen, y así orienta sus condiciones y acciones de acuerdo con su eterno designio: tal Shakespeare, imitador de la naturaleza…” Herder procede entonces a aplicar este concepto a Otelo y al que es el motor de este drama, con resultados que confirman nuestra opinión aludida antes, de que ese Yago es un hombre endemoniado cuyo arte de destruir es afín al arte de crear; un rebelde que tiene no poco parecido con un gran consumador; un genio del proyecto en que se hallan unidos un gran intelecto y una gran naturalidad. La divisa de Bakunin; “El placer de destruir es un placer creador” podría ser el lema de Yago si se quiere aplicar, por un momento, la expresión de una emoción general e idealista de Bakunin, a un egoísmo cotidiano y realista. Yago es un destructor cuya fuerza muscular no es menos grande que su fuerza intelectual. Parece que el parecido más grande, la afinidad más estrecha en lo formal de su índole, exista entre ese Yago y el artista dramático, su creador, Shakespeare mismo. Herder, con tono de genio vigoroso, al estilo de su época, lo confirma. al exclamar: “¿Qué mundo! y qué engranaje de ruedas para formar un solo mecanismo! ¡Qué Yago! y ¡qué a él, precisamente a él, ha de asociarse un Otelo, un Casio, un Rodrigo, una Desdémona! Y ¡cómo sabe valerse de todo, de todo cuanto le caiga en manos, para lograr su fin! ¡Qué sería de este mundo, si tuviese muchos Yagos como él, y en tal conjunto de caracteres y circunstancias! En efecto, es extraño ver cómo Yago, con virtuosidad de genio, repite en su mundo lo que Shakespeare hizo al crear ese mundo y a Yago para que lo ponga en movimiento: ambos trabajan con suma economía arreglándoselas magistralmente con un reducido número de condiciones dadas, y tanto Yago como el autor de Otelo descuellan porque saben calcular, combinar, resolver su problema en forma interesante y elegante como apenas si lo logró algún autor de un drama de intrigas, y porque, al mismo tiempo, tienen esa exuberante plenitud de fuerza, una riqueza, una vitalidad: la del Renacimiento.

 

Lo que resulta cuando caracteres como el del hombre Otelo y el de la mujer Desdémona caen en manos de un Yago, nunca será algo cómodo y grato; y, efectivamente, no falten quienes censuran el resultado, la catástrofe, el asesinato De Desdémona, como horrible, martirizante, y no satisfactorio. Y para poder admitir, que, sin embargo, se sienten satisfechos, tales críticos preguntan, angustiados y ansiosísimos, por la culpabilidad, sobre todo por la culpa de Desdémona. Yo no puedo adherirme a ese procedimiento esquemático a lo Aristóteles (quien naturalmente no tiene la culpa de ello). Tales normas fallan En el caso de Shakespeare. El orden del universo, la “frágil institución del mundo” -como Kleit dice hermosísimamente-, la índole de los hombres, su condición recíproca, el suceso, la manera propia de ver el mundo del poeta y la disposición de su alma: estos son los elementos constituyentes de la poesía; y con ellos, no faltará ni el temor ni la compasión ni la purificación, no faltará ni aplastamiento ni resurrección, ni desintegración, ni ígnea refundición del alma para que se torne lúcida, armoniosa y concorde consigo misma.

 

El proceder arbitrario de Desdémona, su fuga de la casa paterna es lo que Gervinus llama su grave culpa. Vischer duma tres deslices: la fuga de la casa de los padres; exceso, muy femenino, de actividad en sus ruegos en pro de Casio; y, en cierto modo, su mentira oficiosa porque no dice que perdió el pañuelo, sino que lo extravío… Hasta Otto Ludwig busca y encuentra en Desdémona una culpabilidad “inconsciente, negativa, un… omitir toda precaución; culpa fundamentada en su carácter”. A mí no se me ocurre siquiera querer defender a la mujer joven contra semejantes reproches, suaves o enérgicos. Ella es un individuo muy peculiar, que, por consiguiente, tiene sus rasgos y faltas peculiares, inherentes a su amabilidad peculiar. Sólo que los señores críticos no se interesan por analizar el carácter de Desdémona, sino por suavizar el horroroso desenlace, por reconciliarnos con el trágico final,  por rabiar el drama, encasillarlo en una especie literaria de ley, y por poder declararlo drama clásico… Siendo así, hay que decir que esa clase de intérpretes hacen las veces, digamos, de verdugos; parangonar a Yago con Shakespeare y con Dios me parece fecundo; ellos, en cambio, lo extreman hasta llegar a la identificación: según ellos, no fue Yago quien llevó la muerte a Desdémona y Otelo y por ello fue atormentado y probablemente ajusticiado horrorosamente; no, es el poeta quien los asesinó y ellos no permiten que lo haya hecho sin tener especial licencia por parte de la estética. Por ello es tan grande su esfuerzo por sumar desliz con desliz, porque, de acuerdo con las normas aritméticas de esa estética o arte de calcular, el motivo para investigar el asesinato debe estar en Yago, el para asesinar, en Otelo, y el para ser asesinada, en Desdémona. Estos señores jueces tan severos parecen olvidar una cosa: que el buen Dios nos manda a la tumba a todos, sin excepción alguna, raras veces previo permiso por parte de ellos, y sin preguntar mucho si somos o no trágicamente culpables; olvidan asimismo que el poeta se ve y verá obligado a recurrir a las muertes violentas y los asesinatos, mientras nosotros sigamos haciendo tanto bombo por la simple existencia de un individuo. Si las hormigas tuviesen tragedias, la muerte de una hormiga extraviada en una azucarera humana no sería, probablemente, tema para una tragedia, pero sí, quizá, la ruina de todo un hormiguero en una supuesta guerra de hormigas…

 

Ese cajón del que los críticos sacan su culpabilidad con guillotina automática acoplada quede abierto -así lo propongo- sólo para aquellos poetas que han leído la “Dramaturgia de Hamburgo” y le hayan prestado juramento de la lealtad, como por ejemplo Schiller, quien inventa un amorío de Juana de Arco y Lionel con el expreso propósito de atribuirle una culpa. No hay desprecio demasiado fuerte para hablar debidamente de tales lucubraciones, y máxime cuando se piensa en que sirven, en nuestros colegios, como modelos recomendados a toda futura generación, y cuando se agrega que el mismo Schiller permite que su Tell, que no es más que protagonista de una pieza teatral festiva, después de haber asesinado desde una emboscada -lo que, por cierto, no es un crimen esencialmente menor que enamorarse, como Juana, de un inglés tan brillante, garboso y moralista como lo es Lionel- que Tell, digo, siga viviendo y pueda mecer sobre sus rodillas a sus hijos y los hijos de sus hijos…

 

Son distintos, más apreciables, más genuinos, y… más reveladores los motivos que hacen hurgar en el alma de Desdémona, a un hombre de la capacidad de Strindberg, quien lo hizo, él también con la intención de descubrir su culpa. Si los estéticos obrasen como Strindberg, por pasión, por anormalidad, olvidándose de sí mismos hasta humillarse y envilecerse en su búsqueda de la pureza, en su lucha contra el mundo, no les negaríamos ni mucho menos nuestra simpatía y estima. Strindberg tiene en su alma algo de los celos no de Otelo, sino de Yago, y tiene esa visión de lo sucio típica de los que desconfían: a él le importa lo humano; que se equivoque, ¿por qué no? Pero si Otto Ludwig en un análisis, dedicado preponderantemente a lo artesano de la dramaturgia, pregunta con sangre fría: “¿Por qué no tiene, sin embargo, su horrible muerte (la de Desdémona) nada horripilante?”, no podemos, a tan horripilante pregunta de maestro de escuela y criticón, contestar otra cosa que: “¡Caray, que, si tiene algo y mucho de horripilante, espantosamente horripilante! ¡De atenerse uno en la vida común a vuestra justicia poética, sería más lícito ahogar bajo el colchón a esos preguntones que a la pobre Desdémona!” En este horroroso mundo, en nuestro mundo, el mundo de los impulsos humanos y las instituciones humanas, el mundo de la desarmonía entre el sentir y el pensar, entre alma e intelecto, en nuestro mundo, digo, en que Otelo sueña con amar una ideal criatura de niña, y mata a una impura convicta que se había hecho pasar por pura, y luego, frente al cadáver, frente a su víctima, se entera de que en realidad, en la más viva realidad, la que él mató fue su esposa, y que la impura no existía sino por el espejismo de su furia…, en este mundo, que está en eterna evolución, naciendo y deshaciéndose, en cuerpos en desintegración continua, mientras que en nuestro espíritu vive la perfección, acabada y tranquila y divina; en nuestro mundo, pues, nada se dice contra una poesía con decir que trae algo horroroso. Es horroroso que se asesine a Agamenón quien asesinó a Ifigenia, y horroroso la muerte de Clitemnestra, asesina de Agamenón -y no obstante, la “Orestiada” no deja de ser la obra más elevada, la más sublime de cuantas hay en la literatura dramática. Y es sumamente horrendo el enredo con que las Potencias atrapan a Edipo. La tragedia no está hecha para nuestra diversión, pero tampoco para la satisfacción moral- a no ser que uno haya alcanzado un grado tal de lo ético, de la paz, que todo ese real horror de la conducta de los humanos entre sí, de la herencia mundial y de la evolución mundial en contra de los humanos ya no le hace mella. Ya nos hallamos en la escala que conduce a tal altura, logremos contemplar, con ataraxia, imperturbables, cuán indisoluble es el encadenamiento de todo en el mundo, cuán indesenmarañable es el entretenimiento de impulsos abismales en el alma de unos y de los contrarios en otros y de ambos con las situaciones dadas, y cuán implacable es la necesidad inherente a la naturaleza. Un hombre que así haya llegado a ser imperturbable, observará, quizá, como Spinoza en el pequeño mito de las anécdotas, tranquilamente como la araña atrapa en su red a una mosca; aquél experimentará, quizá, un “placer desinteresado” al observar cómo el desbarajuste de negligencias administrativas que contribuyó a que el techo de la iglesia no fuera reparado con tiempo, y la tormenta que la naturaleza hizo cernerse en algún lugar del nordeste del Asia, y el niño enviado por su madre para que compre leche, se combinan en forma tal que la teja caída del techo destroza al niño mientras que el jarro de leche resulta ileso… Y tendrá la misma satisfacción al ver que Otelo y Desdémona y Yago perecen el uno por el otro, y es capaz de figurarse una tragedia -que no por su vigor, pero si por su clase superaría aún a la de Shakespeare- en que Otelo y Desdémona viven y por vivir perecen, mientras que a Yago lo nombran Dogo de Venencia… La justicia poética en Shakespeare no es demasiado escasa, sino por lo contrario, demasiado grande, especialmente en algunos insignificantes finales, porque Shakespeare tiene, en mayor grado que nadie antes o después de él, clara visión de la auténtica justicia objetiva y natural que reside en conocer la íntima realidad de las contradicciones intrínsecas de nuestro mundo, producidas por la casualidad.

 

Ahora bien: Con suma destreza y vitalidad el poeta nos introduce sin rodeos en el argumento general de este drama lo mismo que en las distintas escenas; pasa, pues, un lapso lleno de tensión dramática hasta que estamos al tanto de los sucesos. Véase este comienzo: dos hombres discuten, excitados, por algún acto cometido por otro y que les disgusta; pero lo que hizo, no lo sabemos ni lo sabremos por algún tiempo. Y ¿quién es? Un oficial; se trata del cargo de un teniente -es decir, del de vicecomandante, de teniente general-; el que habla está desilusionado, está enfurecido: nombraron a un extranjero, un florentino; éste es descripto como debilucho, hombre de libros, estudioso sin experiencia, hombre calculador; el que habla, Yago, se describe a sí mismo como soldado avezado, de fuerza brutal. En Trolio y Cressida vimos señalado -en un pasaje decisivo y serio- el contraste de los dos tipos de militares, el que aquí sirve tan sólo para una caracterización ocasional. Nos enteramos… no, todavía no nos enteramos del nombre del general, pero sí de algunos de sus apodos y nombres alusivos: su ‘moridad’ -el moro- -el belfo- -el chivo negro- -el caballo árabe- y otras veces más: el moro; nos damos cuenta de que -independientemente del odio denigrante del que habla- debe ser muy popular ese hombre de color que es almirante de la república de Venecia. Sólo en la tercera escena, después de tratar con él no poco tiempo, oímos su nombre, cuando el dogo lo saluda como ‘Otelo’.

 

¿Qué hay en esa ‘moridad’, pues? ¿Qué es Otelo: moro o negro? Evidentemente, Shakespeare se lo ha figurado como moro tal cual lo dice la palabra; Mauritania, el noroeste africano habitado por árabes, es su patria. Pero en cuanto a su aspecto externo, resultó un ser imaginario, producto de un error de etnología: es un árabe con algunas cualidades propias de los negros, como lo revelan ya sus apodos de “belfo” y “labiudo”. No debemos, naturalmente, ver en esa mezcolanza de rasgos, una prueba de la supuesta ignorancia de Shakespeare en asunto de geografía; más bien es verdad que comparte ese error con todos sus coetáneos. En un libro de referencias de la época, se dice expresamente: “Moro, un oriundo de Mauritania, noro negro o negro”. Sin embargo, no se recomienda darle al moro en el escenario un maquillaje exageradamente oscuro ni destacar demasiado su fisonomía de negro. Hay que encarar tales problemas con el mismo criterio que los de la decoración escénica: que en las tablas no estamos en la naturaleza, donde se encuentran siempre mil cosas ocasionales amén de las que tienen que ver con lo que sucede. Para el dormitorio de Desdémona no se necesita una mesa de luz con los útiles de costumbre, claro está; y lo mismo no se debe insistir en la negrura del moro, más allá de la intención del autor, pues cuando el poeta no insista en un pormenor que quiere despierte nuestra atención, el escenario no tiene por qué mostrárnoslo constantemente. Si el regisseur no sabe dar con la medida justa, si no sabe distribuir hábilmente los pequeños rasgos alusivos, siempre será mejor pecar por poco que por demasiado; no importa que los rasgos raciales aparezcan más claramente en la tendenciosa calumnia de Yago y en el prejuicio de otros que en la realidad de las candilejas.

 

A través de todo el drama y en múltiples rasgos aislados, Otelo se nos presenta como hombre orgulloso, hidalgo que en aquel país civilizado que es su patria, no es menos que un príncipe. Es un hombre dotado de fina cultura del espíritu y del corazón. Goza de gran renombre y de mucha simpatía entre los venecianos; sabe hacerse respetar, y cierta imperiosidad es segunda naturaleza en él. Brabancio, uno de los más nobles entre los senadores, lo vio con mucho agrado en su casa, y sólo, cuando se trata de un asunto íntimo, se despiertan los prejuicios raciales. Más acentuadamente los expresa Emilia, esposa de Yago, nacida en tre el pueblo inculto; nunca se refieren a la raza del moro los nobles venecianos que necesitan de sus servicios, ni tampoco Desdémona ni Casio que, en cuanto a nobleza del alma y pureza, están a la altura de Otelo.

 

Claro está, pues, que Oteo no es un negro en el sentido común de la palabra, ni mucho menos un nigger americano, aunque no han faltado virtuosos carentes de mesura y gusto, que lo hayan representado como tal. Shakespeare no lo vio así; el le hace hablar el lenguaje rico, fluido y abundante en imágenes, reservado para las grandes figuras del poeta. Hacer -y lo han hecho en algunos escenarios- que hable algún chapurreo porque el veneciano no es su lengua patria, revela una majadería comprensible a lo sumo en algún teatro de aficionados de barrio. Para el poeta no existen las dificultades idiomáticas entre gentes de distinta nacionalidad, a no ser que quiere valerse de ellas para lograr algún efecto peculiar. En Otelo no debemos notar ni el mínimo acento, tan poco como por ejemplo admitiríamos que Antonio hable un inglés o castellano con acento latino, Cleopatra, en cambio, con modulación egipcia… Y cuando Otelo dice ante el senado:

 

                                               Rude am I in my speech,

                                    And little bless’d with the soft phrase of peace;

                                    For since these arms of mine had seven years’ pith,

                                    Till now some nine moons wasted, they have us’d

                                    Their dearest action in the tented field;

                                    And little of this great world can I speak,

                                    More than pertains to feats of broils and battle…

 

Caracterizan sus palabras al guerrero, al oficial, no a un bárbaro; y además, hay que tomar en cuenta que habla así por diplomacia de hombre de mundo que sabe manejar a aquellos ante los que se halla como acusado.

 

Una característica queda, sin embargo, que se explica por su origen en la zona meridional, patria de él y su familia: su sangre ardiente, sus arrebatos de ira. No obstante, ha menester ver claramente que Shakespeare no trae siquiera este rasgo con miras etnológicas, sino como cualidad propia de aquel individuo Otelo. El que sea como es, resulta de su irrepetible peculiaridad de individuo humano; el que podamos explicárnosla por su origen africano, es resultado de su existencia social, entre otros hombres. Otelo soporta su condición de exótico como una maldición, echada sobre él por los demás, así como Ricardo III toma por maldición su desfiguración corporal. No es su figura de gnomo ni su deformación lo que crea el natural y carácter propios de Ricardo; sino lo que lo aísla, haciendo de él un rebelde y usurpador, es el cómo lo considera la gente y él como él cree que deben considerarlo: son pues condiciones sociales, no físicas que lo determinan. Es parecido el caso de Otelo: lo típicamente africano reside en la individualidad de este hombre apasionado y orgulloso, esparcido final e indivisiblemente activo entre otros factores, como lo es lo provenzal en Mirabeau, lo romano en Coriolano, lo escocés en Macduff. Más como Macduff no es un noble caballero porque es escocés, tampoco Otelo se abandona, en el momento crítico, a esa enceguecedora rabia porque es africano. Sin embargo, es un factor muy importante en su vida el que todo podría interpretarse tan equivocadamente, que en cualquier instante el hombre medio o algún malicioso podría argumentar que todo se explica por ser Otelo de reza negra…

 

Cuando nos propongamos enumerar los rasgos fundamentales de su carácter, nos sucederá lo mismo que frente a cualquiera de los personajes de Shakespeare: parece que esté compuesto de elementos contradictorios. En verdad, no existe, ni en Shakespeare ni el a vida, ningún carácter puro en sí y de por sí que pueda ser expresado en absoluto, en fórmula abstracta, tomándolo de representante típico de una especie.

 

Los que existen, son hombres determinados, en determinada condición histórica y determinado ambiente. Así parece que, al describir a Otelo con los términos de nuestro lenguaje conceptual, siempre contrastados y por ello demasiado simplificadores, que deberíamos llamarlo especialmente fino al par que en especial confiado y especialmente desconfiado. De todo ello resulta tan sólo que no se llega muy lejos pegando tales etiquetas en un ser viviente. Pues sólo cuando dejemos a un lado toda esa manía escolar de clasificación según cualidades y contemplemos a ese hombre en su condición biográfica, todo se aclara sin que quede lugar a dudas. Es verdad que el dramaturgo no nos ofrece tal ininterrumpida biografía y que no vemos sino unos cuadros aislados pertenecientes ya a la situación catastrófica; pero el arte de Shakespeare está en que por medio de tales cuadros se nos revelen también la vida exterior, todos los antecedentes y el modo más íntimo de ser de los personajes.

 

El moro es un guerrero, un héroe del mar, un hombre que ha corrido mundo. Ha estado en el cautiverio y hasta en esclavitud. Es varonil, imperioso, sabe mandar, es libre e independiente:

 

                                    But tha I love the gentle Desdemona,

                                    I would not my unhoused free condition

                                    Put into circumscription and confine

                                    For the sea’s worth…

 

Pero ahora él, hombre libre, termina por decidirse, no obstante, su edad, matrimonio que antes le parecía empresa bastante arriesgada y como una especie de cautiverio o esclavitud que él conoce en distintas formas y por propia experiencia. Parece que muy contadas veces la vida le brindó lo que encontró en esta niña; una simpatía pura y desinteresada, en un ser libre y, a su vez, independiente. Al igual que él, ella reúne en sí, aparentemente, muchas contradicciones: es la completamente libre y altiva al par que la complemente confiada y abnegada. Ella no se le dio tan pronto: muchas veces han estado juntos; él contaba de sus hazañas y sufrimientos en lejanos países y mares; ella contaba de sus hazañas y sufrimientos en lejanos países y mares; ella escuchaba; luego Casio debió hablar a ella del amor del moro y defenderlo cuando ella le criticaba; pues solía hacerlo, porque, evidentemente, no le resultó fácil acostumbrarse a él; veía rasgos enigmáticos que le inspiraban miedo… Pero ahora él, que sabe mandar como un hombre y llorar como un tierno niño, es todo de ella, y ella toda de él… ¿Cómo sucedió?

 

                                    She lov’d me for the dangers I had pass’d;

                                    And I lov’d her that she did pity them.

 

Por naturaleza, Otelo es el hombre más confiado, más ingenuo, más infantil del mundo. Tiene pundonor y supone honor en los demás; es honesto y supone honestidad en los demás. Así lo caracteriza Yago:

 

                                    The Moor is of a free and open nature,

                                    That thinks men honest that but seem to be so;

                                    And will as tenderly be led by the nose,

                                    As asses are…

 

Otelo mismo sabe muy bien que el tener confianza es natural en él; aun hacia el final del drama, realizada ya la horrenda acción por desconfianza, él mismo se llama “no propenso a ser celoso”.

 

Idéntica es la impresión que causa a Desdémona:

 

                                               And, but my noble Moor

                                    Is true of mind, and made of no such baseness

                                    As jealous creatures are.

 

No nos sorprende que un hombre de esta índole ya ha sido objeto de no pocos engaños; como hombre culto y que entiende de reglas generales, ha sacado enseñanzas de su experiencia. Cuando Yago -como es propio de él- titubea ante cierta pregunta decisiva de Otelo, titubea intencionalmente, éste opina:

 

                                    For such things in a false disloyal knave

                                    Are tricks of custom; but in a man that’s just,

                                    They’re close deletions, working from the heart,

                                    That passion cannot rule.

 

Muy bien, conoce la regla, pero es inerme ante ficción sistemática, con astucias e íntegras, pues es sincero y franco y por ende, crédulo, ¿Pues quién hay que no juzgue a los demás según como es él mismo? Yago lo hace también: no creen en una auténtica nobleza del alma; y siempre que no puede menos que reconocer sus manifestaciones, la identifica -las palabras recién citadas nos lo dicen- lisa y llanamente con la estupidez. No entiende por qué el inteligente no debe buscar su ventaja con todos los medios a su disposición, el superior hacia abajo, porque manda, y el subalterno con astucia, para arriba. Otelo, a su vez, no comprende por qué lo que tiene aspecto de verdad y suena cual verdad, no lo es, no es como fuera si se tratase de él, como fuera si él lo dijese. Sabe, si, que hay villanos y que tienen sus trucos; a lo mejor hasta conoció gente cuya malicia e hipocresía se les veía en la cara, se oía en la voz. Pero ese Yago, a juzgar por su conducta, es un muchacho vivaz, natural, honesto, si bien un poco brutal y tosco, pero de ninguna manera redomado o siquiera práctico en asuntos algo más refinados -siempre que su papel no sea desempeñado por un mal actor-; y porque Otelo ve en él tan sólo el soldado fuerte, leal y valiente pero de intelecto subalterno, no ha querido servirse de él para el puesto de teniente general. Yago es para él un majadero tosco; Casio, el fino, docto, que sabe hacer proyectos, el florentino del país de Maquiavelo, es el hombre indicado para tal puesto… Tratándose de Casio, no duda Otelo -hombre noble y primitivo al que tan fina cultura es ajena- de que es capaz de poner en práctica métodos que él mismo no podría emplear ni en la vida pública ni privada: ardides, engaños y alevosía…

 

Así como confía en los hombres, Otelo confía en sí: es orgulloso y esperanzado. Sin embargo, es éste el punto desde donde él no sigue siendo lo que es por naturaleza; es éste el punto vulnerable, desde donde todo toma su comienzo… El que este hombre cándido tenga que dudar de la pureza, que tenga que creerla capaz de la más sucia traición, que él tan confiado sea dilacerado por la desconfianza hasta que no puede menos que decidirse a asesinar a la inocente, que llegue así a un horrendo crimen, a la apostasía de sí mismo: todo ello puede ser logrado por Yago tan sólo porque el moro en un determinado punto desconfía de sí mismo y, partiendo de él, desconfía de otros: en el amor.

 

Es la suerte común de los humanos el nunca estar seguros del prójimo. Yo soy yo; no me tengo ni me sé desde dentro sino yo soy yo: “ser” no es susceptible de tener complemento directo; ‘yo soy yo’, pero no: ‘yo me soy”; y ahora: ‘yo soy tu’: ¿Quién puede decirlo? En el amor sexual, esta suerte humana común es anulada al par que elevada a potencia superior: en la unión corporal, la simultaneidad y comunión del placer, en que la pareja se pierde por deseo, en la figuración sublimada o no, de un nuevo ser en el que la dualidad se torna unidad, en la unión de las almas, cumbre del amor: en ellas, sí, hay por instantes una auténtica unión. Pero el ser humano, el individuo integrante de la pareja, entonces deja de ser él; el intelecto no comprende nada, nada de la sensualidad y menos aún de la imaginación y del misticismo con que se rodea el sentimiento; el intelecto se halla ante el oscuro y enigmático impulso de generación como ante algo extraño que se adueña del ser a que pertenece. El intelecto es idéntico como el desamor, el no amor; no puede amar, como tampoco puede comprender el amor. El intelecto vuelve y vuelve a decirle al oído a todo hombre: no es ésta de quien se trata; se trata de ti; es tu deseo, es el placer que tú experimentas por esa antinomia de deseo y satisfacción; esta mujer no es sino el receptáculo, el medio de tu placer, y tal eres tú para ella; no sois un solo ser; ella te es ajena; ¿quién es?

 

Así es, por regla; y en el caso particular de Otelo, el confiado, se agregan aún circunstancias especiales. La más sutil entre ellas ha sido claramente señalada por Shakespeare mismo, a cuyos personajes yo de ningún modo quisiera atribuir rasgos que no es imposible que tengan, pero de los que nada sabía el que los creó. Otelo ya no es joven, es un hombre probado que todo lo encontró en la vida menos a una mujer hacia la que su alma haya sentido tanta veneración que sintió la absoluta necesidad de hacerla su esposa. No le habrán faltado fugaces aventuras amorosas; se las habrá permitido hasta con mujeres de la talla de Emilia. Está acostumbrado a reprimir en sí la barbarie, el furor, la pasión dentro de su profesión de militar, precisamente por saber que en lo más hondo de su ser duermen no pocos impulsos salvajes. Y lo mismo, desde que encontró íntima felicidad en Desdémona, la ama sin sensualidad, en ese estado anímico de un hermosísimo y encantado noviazgo en que uno sabe que existen, dentro, en algún rincón, fuertes deseos, mientras “por arriba” todo es serenidad y bienaventuranza. Este sentimiento fundamental es aún reforzado porque Desdémona lo ama como hija al padre, y él a ella, como padre a hija. Pero en ella vive, como en Julieta, una muy tierna sensualidad, cual capullo que tiene el casi porfiado deseo de abrirse. Maravillosa relación entre dos amores que se complementan por los opuestos, siempre que no intervenga el intelecto, crítico y despiadado, para preguntar, censurar, analizar. No es mi propósito añadir nada, nada quiero saber de lo que sucedía en el alma de Otelo en aquel instante nocturno cuando el alboroto callejero lo obligó a levantarse. Pero como hay tantos que interpretan este asunto muy equivocadamente, diré algo. Sabemos cuán grande es la caída que experimentan almas sensibles y castas en la noche de bodas, aun cuando no la interrumpa un beodo como Casio. Imaginémonos, pues, a nuestra pareja en ese momento -unas pocas horas antes de que Otelo mirara, para nosotros por primera vez, a Desdémona con miradas extrañas y desilusionadas-, esta pareja desigual que debió unirse clandestinamente porque el célebre y tan popular general tiene, para el amor, la tacha de ser moro. He aquí el segundo, el más importante motivo que se añade a la extrañeza común entre los hombres y más entre los amantes, y que consiste en que Otelo sabe, por mil experiencias con los hombres, que lo necesitan, lo saludan con deferencia, pero que al fin y al cabo es siempre… el moro. ¿No fue ésta su experiencia siempre renovada? ¿Acaso no creyó el padre de Desdémona -él mismo qué, hospitalario y respetuoso, tantas veces lo había invitado en su casa- que era imposible amarlo, a no ser por obra de despreciable magia? Así es como desde un principio se agita en él una duda latente, la sospecha de que Desdémona pudiera llegar a engañarlo con otro….

 

Pero: ¡inmediatamente después de volver a verse los dos, después de haberla saludado él tan fervorosa, tan tiernamente! Tamaña caída, tamaña apostasía de sí, tan espantoso desconocimiento de la mujer tan pura y fina no sería, ni con mucho imaginable en un Otelo si no fuese sorprendido por la alevosa intriga de Yago. Otelo es incapaz de concebir un arte de simulación tan genial y una manera de pensar tan abyecta. Además, no concibe en su ingenuidad el menor motivo por qué Yago podría malquererle o hacerle mal. Ese joven -que tiene veintiocho años- ha obtenido un cargo muy respetable, posee la particular confianza de su general, no por cierto en asuntos militares delicados, pero en todo lo marcial y personal; vive, además, en un matrimonio que parece concordar con su robusta modestia. Nadie tiene en mal concepto a Yago; ni tampoco muestra él mismo su maldad; una que otra acción brutal suya se explica de sobra por el ambiente militar y porque es hombre de músculos, no de espíritu. Tal la idea que Otelo se ha formado de Yago.

 

Nosotros lo vemos de otra manera; sabemos cuán genial hipócrita es ese hombre; estamos presentes cuando él habla consigo y de sí, sin reservas ni pudor. Muchos han preguntado si es posible que exista tanta claridad respecto a sí mismo en un hombre malévolo como lo es Yago, tanto conocimiento de sí y tanto reconocimiento de sí propio y han dicho que es un progreso de los dramaturgos modernos el que presenten las acciones malas como resultantes, sin que los individuos sean malévolos ni aun se consideren o declaren como tales. Por lo pronto, es muy problemático si en esta diferencia entre la época del Renacimiento y la nuestra no hay algo más que sólo un progreso del arte dramática y de la interpretación psicológica; y si esta nueva manera de ver no está más bien relacionada con una evolución de los hombres y de las condiciones generales. ¿Quién sabe si en tiempos idos, el pensar vil y alevosamente no era requisito previo para cometer actos malos y novios? ¿Quizá esté el progreso en que en nuestra época escaseen los hombres activos y abunden los impulsados, que hoy en día los hombres dejen que un depravado ambiente y condiciones perniciosas obren sobre y a través de ellos, sin llegar a la reflexión de lo que están haciendo, de la culpa en que incurren? A lo mejor, nuestra manera de distribuir la culpa en infinitamente muchas partículas de masa, y toda la vida en masa, el pensar en masa, y la falta de individualidad de nuestra era, no es una nueva técnica de los poetas, sino, lisa y llanamente: nuestra técnica…

 

Sea como sea, los actuales atribuimos al grupo, a la tradición, al conjunto, a la sociedad, al medio ambiente lo que tiempos anteriores tomaban por debido al carácter individual. Y cuando un poeta se dispone a representar condiciones de nuestra época, como lo hace por ejemplo Hebbel en Maria y Magdalena, la auto vivisección de los personajes que ya no actúan con libre albedrío, sino como productos del medio ambiente, nos suma bastante rara, por genial que sea el lenguaje poético, porque notamos una contradicción que hace inseguros y productos de la abstracción tales personajes, así se tratase de una Judith o de un Gyges, puesto que su autor ya no se atiene con firmeza a una y la misma concepción psicológica.

 

Dejando a un lado a este gran poeta perteneciente a una época de transición, diremos ahora, respecto al modo como nuestra época ve a Shakespeare, que los actuales solemos emplear la moderna concepción materialista y económica de la historia y de la sociedad, demasiado mecánicamente; que con demasiada ligereza tomamos al individuo por el mero producto de las condiciones dadas. No hablo sólo del arte, hablo de nuestra vida. Hablo, al hablar de Shakespeare, de nuestra vida, y de la particular importancia de Shakespeare para nosotros; de ello hablo, y por ello. Hay efectivamente y sin lugar a duda, hombres que no son sino productos; los hay en masa; nuestra era técnica fábrica directamente tales masas; al nacer, salen de la fábrica y van a la fábrica hasta que mueren. Pero había siempre y hay y habrá hombres productivos. El gran drama no tiene que vérselas con los hombres adocenados, sino con el hombre descomunal, porque es representativo, no el hombre moldeado y hecho, sino el que hace y moldea; y representativo no de las condiciones reinantes en la superficie de una sociedad que se agita en formas de vida pasajeras y sujetas a la moda, sino representativo no de las condiciones reinantes en la superficie de una sociedad que se agita en lo que es lo esencial para la especie, lo que es la entelequia del mundo. Hay, claro está, también almas, digamos: entrecanas, con mucho intelecto y poca naturalidad, como la de Antonio en el “Tasso”; son interesantes, pero no son imponentes ni divertidos, y moran, algo salientes en aquella capa de la que descuellan los auténticos portadores de lo dramático.

 

Supongamos que un poeta de nuestros tiempos dramatizase la vida de… digamos: Suchomlinoff, ministro de guerra zarista (para no buscar un ejemplo en nuestras inmediaciones), y lo pintase negro en negro como a un malévolo consciente de su alevosía, sostengo -abstracción hecha de lo tendencioso de tal caracterización y admitiendo, por un instante, la premisa principal- que todos lo objetarían, y con justicia, diciendo: ¿No, no, no hay que simplificar así! Y efectivamente, lo peor de todo es que hoy en día los asesinos no son asesinos y que los responsables de infernales y horrendos crímenes contra millones de vidas humanas no son diablos ni aun hombres de mal andar, sino que, en la vida pública, con toda raspón deben considerarse políticos y en la privada, creerse buenos y honestos.

 

Porque ellos mismos no son, pues, ni en el mal ni en el bien, productivos sino productos. Los individuos de la clase citada que no son personalidades, no pueden ser objeto de una poesía que nos hace ver a representantes de lo productivo y se dirige a lo productivo en nosotros mismos, a la imaginación que reproduce en el alma la poesía y, conforme a la poesía, se torna productiva en la vida.

 

Ahora bien: cuanto más significativo es un individuo, tanto más reflexivo es en su actos de voluntad y por ende reflexivo en lo que atañe a su yo. El que esta discusión del hombre con su yo, la autocrítica de sus acciones e impulsos se efectúe en la vida real de modo distinto del empleado en los monólogos de Ricardo III o de Yago, es asunto perteneciente a otro orden de ideas: es asunto no de contenido, sino de forma. El monólogo -si no es uno del tipo de los declamados por una Juana de Arco o un Guillermo Tell, sino uno ideado y compuesto por un auténtico dramaturgo- es una forma poética que reúne, dándoles expresión concentrada y ordenada mediante el lenguaje, a ese sinnúmero de ocurrencias y medios pensamientos que, en el momento de tomar una decisión, oscilantes, palpantes, instantáneas, fugaces, entrecruzadas surgen desde nuestra vida anímica dispersa, sentimental, soñadora y soñolienta. Empleado tan sólo en momentos de culminación, y puesto en boca tan sólo de personajes capaces de conservar consigo mismo, el monólogo es uno de los medios artísticos del poeta dramático que sirven para revelarnos lo más arcano del alma humana.

 

La literatura moderna acercada a la ciencia en lo que al contenido como a la forma respecta, ha producido importantísimas novelas; baste enumerar a Stendhal, Flaubert y Balzac, Zola y Dostoievski. En lo referente al drama, diremos que ni siquiera los autores más importantes, lo que han encontrado formas nuevas para los contenidos nuevos, Ibsen y Strindberg, han podido escapar en todas sus obras del cautiverio que les impuso la época decadente y aplastada por la miseria de los adocenados y que, no obstante sus apreciables tentativas de fugarse se han quedado, en más que un aspecto en ese camino que baja desde Shakespeare a momentos importantes y sigue barranca abajo. Todavía son actuales las estupendas preguntas y réplicas formuladas alguna vez por Schiller, quien fue, en el dominio del lenguaje lírico de los conceptos y, por ello, también en el de la retórica y la polémica, un poeta tan grandioso como fue ineficaz en el dominio del drama donde supo darnos escenas, discursos y portadores de papeles políticos, si, pero ningún ser humano. Me refiero a estos dísticos:

 

            Woher nehmt ihr denn aber das grosse, gigantische Schicksal,

            Welches den Menschen erhebt, wenn es den Menschen zermalmt?

            “Das sind Grillen! Uns selbst und unsre guten Bekannten,

            unsern Jammer und not suchen und findern wir hier.”

            Aber ich bitte dich, Freund, was kann denn dieser Misére

            Grosses begegnen, was kann Grosses durch sie denn geschehn?

 

Estupenda es esta pregunta; sin embargo, no quisiera citar esa brillante tirada sin agregar que el mismo hombre que la puso en boca de su Shakespeare-Hércules, se ha atrevido a aguar, a su manera, al bastardo Edmundo en grado tal que éste se convirtió de monstruo creado por tal naturaleza en otro artificial al estilo de Franz Moor, en “Los Bandidos”, y a imitar la relación entre Otelo y Yago, con otra, suya y, deplorable, que es la entre Ferdinando y Wurm, en  “Cábala y Amor”, por no hablar de la más deplorable adaptación aburguesada que Schiller hizo de “Macbeth”...

 

¡Wurm y Yago! Una mamarrachada inventada para fines de combinación, un arabesco caricaturesco de Wurm, ¡Y Yago es un hombre de sangre y huesos!

 

¿Yago un hombre? ¿Es así? ¿Tal hombre existe y anda? ¿Un tipo sin un solo rasgo bueno? ¿El prototipo de taimado intrigante? ¡Calma! No estoy tan enamorado de los grandes malhechores shakespearianos que emprendiese “salvarlos”; pero diré que entre ellos ni siquiera hay uno que sea un demonio absoluto y nada más. Y diré respecto a Yago lo que es decisivo: que lo bueno en él es lo que es lo malo en él: su condición de estar abajo. Quiero decir que, si este hombre estuviese arriba, estuviese a donde todo en él lo impulsa, muy arriba, tendría madera para llegar a ser un celebérrimo monarca o papa con el nombre de Yago el Grande o Yago el Santo. Él no está en el lugar que le corresponde; es, aunque dotado de eminente inteligencia y fuerza, un ser abandonado por el destino. Lo peor que comete, es resultado de la envidia, y la envidia no es una cualidad individual si no queremos tomar todas las cualidades individuales por nombres para designar ciertas costumbres personales de conducta con los demás. La envidia es, en rigor, la relación existente entre las tendencias inherentes en una personalidad hacia su realización, -con lo que se señala, a su vez, no una cualidad innata, sino una relación recíproca-, por una parte, y la ausencia de condiciones favorables causadas por el medio ambiente. Las faltas de carácter típicas de los mucamos, mozos y escribientes de los notarios desaparecen con increíble rapidez, al convertirse esta gente en rentistas, hoteleros y propietarios, y estoy convencido de que un individuo perteneciente hoy a la clase de criminales que hay en toda metrópoli, y especializado, digamos, en robar bicicletas, ya no robará una, cuando llegue a tener coche propio… Los criminales, pillos, bribones y tachándolas en Shakespeare, llámense Yago o Ricardo o Tersites o aun Calibán, están perfectamente motivados y explicados por su tara hereditaria o la posición social que les tocó en suerte; sólo que las condiciones no se tragan su personalidad, sino que más bien las circunstancias que los condicionan han llegado a formar parte integrante de su carácter.

 

Pues bien, si hay algo simpático en Yago, es el hecho de que odia a su general de todo corazón, y que este odio no nace de móviles exclusivamente personales, sino de razones de carácter general:

 

                                    I hate the Moor. My cause is hearted.

                                    We cannot all be masters, nor all masters

                                    Cannot be truly follow’d.

 

Habla con escarnio de la gente servil y genuflexa, enamorada de su condición de esclavos:

 

                                    Whip me such honest knaves! Others there are

                                    Who trimm’d in forms and visages of duty,

                                    Keep yet their hearts attending on themselves;                                                           … these fellows have some soul;

 

                                    And such a one I do profess myself.

                                   

                                    Were I the Moor, I would not be Iago.

                                    In following him I follow but myself.

                                   

                                                           …I am not what I am.

 

“Yo no soy lo que soy”: todo está dicho con estas palabras. Primero: me toman, casi todos por un hombre honesto y servidor leal; ahora, ante ti, mi burro Rodrigo, me quito una vez la máscara, porque así me conviene; pero los demás me toman por un alma de Dios, por un muchacho servil; ¡qué estén alerta! Segundo, ¿por qué simuló ser otro, por qué engaño, por qué les pongo trampas? “¿No soy lo que soy…”, no estoy en el puesto que me corresponde, que podría desempeñar muy bien, que estoy decidido a conquistar… si yo fuese Otelo, quiere decir, estuviese en su lugar, yo miraría con desdén a un Otelo, quiere decir, estuviese en su lugar, yo miraría con desdén a un Yago y sus ardides serviles y sus costumbres… pues entonces sería todo un señor!

 

Por lo pronto, trabaja en él con toda fuerza el egoísmo del subalterno, la ambición; hay que eliminar lo que le cierra el camino, y a este impulso sano, común e irresistible, se añade un sentimiento secundario: la intriga, la malicia y hasta el placer de hacer de las suyas, de enmarañar relaciones aparentemente claras, de crear complicaciones, de instigar hombres contra hombres. Muy grata esa institución hecha por la naturaleza de que todo, a excepción del trabajo, cuanto sirve para fines egoístas, para colmo, nos causa placer. Yago no es tan gran artista del odio como lo es Shylock; pero bien pronto abandonaría sus perjudiciales empresas si tuviese que luchar contra la deprimente sensación de vergüenza, en vez de sentirse contento y plenamente satisfecho. El, en cambio, procede con pleno goce y, en todo sentido, sin vergüenza alguna, lo cual se evidencia sobre todo en aquel dominio del que provienen la vergüenza y el goce… Es un hombre ordinario -como solemos decir-,  extraordinariamente ordinario; pero unido a su brutal bajeza y al servicio de ella tiene un intelecto extraordinariamente chispeante, rápido, avezado, que no se asusta ante las consecuencias ni está frenado por inhibiciones anímicas como la veneración o la piedad o, digamos, por la religión. Religioso no es, ni en el sentido de pertenecer a cualquier grey religiosa ni en el de someterse a una disciplina ética: es chistoso y rabioso. Así es como en él se han formado las virtudes intelectuales que corresponden a su posición social: su ingenio es agudo, punzante y rebelde, especialmente en momentos de arrogancia y escarnio hacia los tontos (que él toma por tontos a casi todos); y trabaja con lógica, cálculo, sistema, perseverancia, seca calma y asimilación, improvisada al instante, a cualquier situación y cualquier accidente.

 

El indecible efecto de las grandes escenas con Yago y Otelo resulta de que en ellas chocan dos caracteres osados y rápidos, aunque de muy distinta tesitura, y con encarnecido odio mutuo, compiten por llegar a la misma meta que es la aniquilación de Desdémona. Dos inquietudes contra una tranquila alma de mujer. La rapidez de Otelo está en la pasión, la perturbación, el efecto, el ardor y furor del alma que salta de él, desde que se siente engañado y deshonrado. Es como si en Otelo se empinarse un toro, enfurecido, rugiendo, sólo que lo frenase, continuamente, el alma, la sensibilidad herida en lo más íntimo y, por obra de Yago, la reflexión, la dialéctica, la ira disfrazada de pensamiento y planeamiento. Yago, en cambio, es como un ágil torero que se aprovecha de cualquier ventaja, un tirador de sangre fría, flexible, elegante. Dentro de esta pareja, Yago, el plebeyo que quiere llegar, con su natural voluntad de destruir, posee todas las virtudes activas de un hombre superior; la voluntad de destruir en Otelo, en cambio, es como un inyección ocasional, aunque el veneno no pudiera surtir efecto si no encontrase materias afines en la sangre del moro. Otelo el general no es sino un instrumento subordinado para Yago. que le sirve con el primitivo salvajismo de su índole natural; es como un esclavo que, en actividad, es pasivo, y que a medida que viene soltando su energía más libre, más salvaje, más desenfrenadamente, se vuelve tanto más inerme y expuesto a ser sacrificado. Y con todo, aparece Otelo como hombre independiente, imperioso que, celoso de su honor, mantiene limpia su casa, mientras Yago aparece como el que no hace sino prestarle sus servicios, como corresponde al deber de un hombre leal y servidor…

 

La psicología de Yago es filosofía; él es el cínico perfecto que llama a todas las cosas por su “debido”, por su perro nombre; la entelequia del mundo es para él su bajeza; y en contados casos, con su nobleza, que para él no es sino estupidez.

 

Dotado de tales cualidades le resulta fácil y hasta le es imprescindible el calentar y recalentar su odio contra su superior. Corre la voz de que el moro lo ha engañado con su esposa, la de Yago, y ya cree éste que tal cosa es muy probable de acuerdo con su modo de juzgar a los hombres, y, además, quiere creerlo porque tal creencia lo acicatea, no importa si es o no fundada. Cree a Casio capaz de lo mismo. El auténticamente desconfiado y celoso en nuestro drama es Yago, quien considera -dada la oportunidad- posible cualquier vileza, cualquier acto irreflexivo, especialmente en lo sexual, trátese de él mismo, o de su esposa o de cualquier otro.

 

Así juega en lúbricas fantasías con la posibilidad de gozar alguna vez, más tarde, pronto, de Desdémona, cuya grácil belleza, cuya pureza es para él un atractivo de especial fuerza de seducción. El no cree en una pureza innata y esencial, del modo que Desdémona tiene para él algo inconcebible y, en el fondo, odioso en su modo de ser que más lo atrae que una robusta sensualidad que él es capaz de comprender. Además, dará mucho valor -como es costumbre de los hombres en cuentos orientales y novelas renacentistas- no tanto a castidad del alma, pero sí a cierta integridad física, a la virginidad garantida por severa vigilancia. De ninguna manera comienza Yago por querer lograr lo que logra en la horrenda realidad que esta tragedia nos obliga a soportar: de ninguna manera esperaba tal arrebato de Otelo, ni el asesinato de una encantadora mujer casi inmediatamente después de las bodas, ¡y por tal motivo! ¡Cómo si no lo hiciese todas, ponernos cuernos!...  su objetivo es eliminar a Casio mediante calumnias y con ayuda de Rodrigo; con ello quiere.

 

Make the Moor thank me, love me, and reward me,

For making him egregioualy an ass…

 

Y en el caso que se presente la oportunidad, de paso -pues la carrera es lo principal, lo sexual no es más que un grato y placentero aditamento como lo es el practicar su malicia- de paso, pues, y perturbado ya aquel matrimonio, tratará de inmiscuirse y de amansar a la joven esposa de ese burro viejo y negruzco. Se propone llevar a su general “hasta la rabia” -a ver si se puede- y sabe que los celos hacen rabiar a la gente; muy bien lo sabe por haber pasado él mismo por esa clase de rabias comunes, y sin perjuicio para su salud y sin que hayan costado la vida a él o a su esposa. Lo que no sabe es cómo será Otelo, cuando llegue a rabiar, pues no conoce ni el salvajismo ni la nobleza de este hombre en que siempre veía a uno de los más reflexivos y comedidos:

 

Can he be angry? I have seen the cannon,

When it hath blown his ranks into the air;

And like the devil, from his very arm

Puff's his own brothers -And can he be angry?

 

El procedimiento de Yago es, conforme a su gusto, muy complicado, muy mezclado de odio y cálculo y, por ende, de ninguna manera cauteloso sino atrevido y jugador hasta el extremo: con su intriga se propone avanzar a primer oficial y confidente de Otelo y, hasta lograrlo, lo torturará al extremo qué le brote la sangre… Ese temerario, cuya cabeza, cuyo sistema vascular rebosante de savia están en constante peligro de reventar por la impulsividad y el ímpetu de hacer malévolos travesuras, no experimentaría alegría alguna por su inteligencia si tuviese que actuar con reflexión. El procede de pleno acuerdo con su carácter y, también, su posición social y la situación particular dada: Otelo ha nombrado primer oficial a aquel joven buen mozo qué ante Desdémona hacía el padrino y la trata, por ello, con cierta familiaridad; acaban de contraer enlace el moro algo viejo y la floreciente veneciana; a invitación de Yago, se ha trasladado a Chipre este loco de Rodrigo, quien, no sin antes llenar bien su faltriquera, anda aferrado a la ilusión de que Desdémona será suya, y es, pues, un instrumento dúctil para Yago… Las cartas están barajadas, el juego puede comenzar: Casio es triunfo…

 

Emborrachan a Casio que, debilucho como es, nada aguanta; hacerlo es un juego de niños para Yago en aquella noche de regocijo, la noche de bodas; Casio se pelea con Rodrigo, desenvaina la espada, Yago se las arregla para que toquen a rebato la campana; el gobernador de Chipre qué interviene, resulta gravemente herido; acude Otelo: destituye a Casio. ¿Quién sabe si insistirá en su decisión? ¿Acaso no es el moro comprensivo y bonachón? Y más: hay que torturarlo. Yago no deja trabajo sin terminar. Todavía no se acabó el juego. Persuade a Casio que elija a Desdémona como intercesora a su favor, sin tardanza, apenas qué amanezca, Casio es llevado al jardín por la dócil Emilia, para que allí converse con Desdémona. Yago encuentra la vuelta para hacer venir, como por acaso, a Otelo, exclamando:

 

Ha! I like not that!

 

Y mordiéndose acto seguido los labios; no él ni ha dicho nada…

 

Lo que oyó, le roe el alma a Otelo; continúa hablando distraída, amable y sosegadamente; desea que lo dejen sólo, pronto; apenas si sabe por qué. Pero Yago no lo suelta; sabe entretejer, en una conversación sobre Casio, algunas observaciones, bien calculadas, respecto a las apariencias que engañan… Y, de repente, Se le desliza una alusión; quiere que Otelo se dé cuenta que ese amigo leal le habla con cautela y cuidadosamente… Un par de horas hace que Casio, desesperado, le ha dicho algunas patéticas frases sobre el buen nombre; Yago las emplea ahora, porque sabe que harán mella en Otelo. Luego pasa a advertir a su general que no se torne celoso, antes que éste pueda darse cuenta cabal que ya lo es…

 

¿Celos? ¿Como estado de ánimo largo y martirizante? ¿Acaso la tan divulgado y repugnante costumbre de los hombres, basada en la suposición -muy en boga-  de que las mujeres les ponen cuernos a todos? ¿Tal matrimonio? No, todo ello es inimaginable Para Otelo. No para ello ha tardado tanto tiempo en casarse; no para ello ha ofrecido su amor, su religiosa veneración, a una Desdémona… ¿Cómo fue ese saludo que le dio, cuando tras fuga, separación y tormenta, volvieron a reunirse?

 

O my soul's joy!

If it were now to die,

‘T were now to be most happy; for, I fear

My soul hath her content so absolute,

That not anoche confort like to this

Succeeds in unknown fate.

 

Así es Otelo: en el instante de suprema dicha piensa en la muerte. “So absolute”, dice el texto de Shakespeare; “tan absoluta” es la satisfacción de su alma; tan absolutamente imprescindible le es el amor, el amor enterizo e íntegro; tan Imposible le resulta pensar siquiera en hacer concesiones a lo parcial o a lo bajo.

To be once in doubt,

Is once to be resolv'd…

 

Pero -el veneno ya surte efecto en el pobre-:

 

I'll see before I doubt…

 

¡Pide pruebas, demostraciones!

Y Yago recurre a advertencias, francas, leales, sinceras:

 

I know our country disposición well…

 

Con diabólica simulación, le recuerda las palabras de desprecio con que lo despidió el mismo padre de Desdémona que debe de conocer a su hija:

 

Look to her, Moor, if thou hast eyes to see;

She has deceived her father, and may thee!

 

Ha tocado el sitio vulnerable; nada más lógico que seguir taladrando en él… ¡qué bien supo la niña ocultar sus planes, cuando huyó de la casa del padre y se fue con el moro! ¡con el moro! Ella qué fácilmente podía tener a tantos compatriotas, gente joven, hombres de su raza y color….

 

Nuevamente se interrumpe Yago; ruega a Otelo que no pierda el tino; qué no se ponga a cavilar sobre semejantes asuntos. Reteniéndolo, lo empuja adelante…

 

Otelo quiere estar a solas consigo; y hasta Yago considera bien el abandonar a sí mimo a su víctima, al menos por un tiempo. En breve escena intermediaria se encuentran Otelo y Desdémona. Ya le resulta difícil ser amable con ella, aunque el verla lo convence de que es la fidelidad en persona. En esta escena tan sucinta observamos, mejor quizá que en cualquier otra, la tensa economía de Shakespeare, la parsimonia con que emplea sus medios: Desdémona se angustia por el tono débil y sofocado con que Otelo le habla y le pregunta, preocupada, si no se siente bien. Otelo, ya no seguro si este interés es o no sincero, poseído por la asquerosa visión de maridos engañados

 

-Even then this forked plagues isfated to us,

When we do quicken… -

 

contesta, con acerba ambigüedad, que siente un dolor en la frente…

 

                                    Why, that’s with watching…

 

le replica Desdémona, recordándole la noche con amable franqueza, y se dispone a vendarle la frente con su pañuelo; ¡cómo le gusta acariciar esa noble frente! ¡Ella de que algo en Otelo está dudando, ella que acaba de conversar con Casio, tan familiarmente, evocó la noche, esa noche, y está por tocarle la frente, esta su frente, y atarle una venda!... Indignado la rechaza y la conduce al interior de la casa. Desdémona, extrañada por esa conducta que nunca conoció en él, ni presintió, queda perpleja; no piensa en el pañuelo caído al suelo, y se va con Otelo. Es éste el pañuelo que Yago viene esforzándose por tener, por el cual ya durante la travesía -tiempo ha que está hecho su plan- importunaba a su esposa. Ese pañuelo se extravío ahora de la manera más natural, no debido a algún inesperado accidente, sino en nexo causal con la pena de Otelo; cae, es encontrado y, acto seguido, “cobrado” por Emilia. Cuando Shakespeare, en una escena como ésta, que le hace falta para continuar los sucesos externos, sigue desarrollando los sucesos psíquicos hasta lo más medular y sin esforzarse aparentemente, se nos brinda una ocasión para ver que la más refinada técnica no es alcanzable sino para quien sepa adentrarse en lo más íntimo, sepa vivir lo que sucede entre los hombres; y de que la más refinada teatralidad no puede seguirle al poeta hasta la cumbre de perfección técnica que le es propia.

 

Yago ha logrado lo que quiso lograr: el objeto; ha llegado a la vuelta inevitable; tiene la prueba, que, irrefutable, por fuerza de los sentidos, acusa y convence; tiene el corpus delicti.

 

                                               Trifles, light as air,

                                    are to the jealous confirmations strong

                                    As proofs of holy writ.

 

Unos breves momentos soporta Otelo la presencia de Desdémona; luego vuelve al jardín, donde encuentra a Yago. Completa está su desesperación; culmina la crisis: si puede ser que Desdémona sea otra que aparenta ser, el mismo desearía de corazón ser otro que es. No lo aguantará no vivirá, si ella es infiel, es decir, si ella no es ella misma, sino mujer de vida. Pero: ¿si él no lo supiese? ¿Si para él nada hubiese cambiado? Tan horrible idea es su última ancla en esta vida querida; así, quizás, podría seguir viviendo, con esta grata apariencia que tomara por realidad; con fe en el amor… Pero ahora, -ya no comienza sus frases con un “por si acaso”; piensa como saltando; para él ya existe la prueba, la decisión, el fin… Lo primero que surge en la fantasía del hombre noble que es, no es la idea de lo que le hará a ella; es la imagen de su vida qu ahora ha de tocar a su fin: él se despide. Emocionados, nos enteramos de que el solitario hasta ahora no conoció otra cosa que, por dentro, cierta tranquilidad lograda no sin peripecias, y por fuera, luchas, arduas y valientes… En este momento de su separación de la paz del alma y de la guerra en el mundo, adivinamos qué fue lo que esa alma varonil esperaba de la dulce Desdémona. Quisiéramos hablarle, insistir que vuelva en sí; pero ya es tarde; ya está resuelto, sumido en tristeza, listo y decidido a mirar de hito en hito a la verdad y a la muerte. Cuando se lanzó sobre Yago, apretándole la garganta, gritando:

 

                                    Villain, be sure thou prove my love a whore,

 

ya es hombre trasportado, ya está más allá de su yo, en una nube de ira; ya no quiere investigar; él, hombre absoluto, no puede vivir en ese espacio intermedio de la duda, de la desconfianza, de los celos; quiere que le den pruebas; o ansía; no necesita ya otra cosa en esta vida que la prueba; quiere ver lo que lo aniquiló…

 

Yago trae pruebas, más que suficientes; pero en su afán de someterlo a torturas lentas, comienza por abyectas mentiras inventadas por él, pero de mucho peso en cuanto Yago es “un hombre honesto”; ¿y cómo quieren que alguien invente tal cosa? Y efectivamente, parecen verdad sus mentiras, merced a un detalle de que Otelo se entera por Yago: El pañuelo, un sagrado recuerdo, un talismán, la primera prenda de su amor, está en manos de Casio; que éste se mondó la barba con el pañuelo… Una vez más Otelo pone a prueba a Desdémona; le pide ese pañuelo. Ella se siente molesta, porque en seguida lo echó de menos, lo buscó, sin encontrarlo. Pero -como ella no está enterada de lo que está sucediendo- su pertinacia de hablar del pañuelo y siempre del pañuelo, le parece ser un recurso para salvarse de su intercesión, algo molesta, para el pobre Casio. De modo que la compasiva, bien intencionada que estima Casio y no vacila en su juicio sobre ese hombre valioso, contesta a cada pregunta por el pañuelo con palabras cada vez más fervorosas en pro de Casio…

 

¿No basta aún? Yago arregla un intervalo, porque necesita tiempo por razones externas, y hasta tiene el prurito de prolongar el tormento del moro hasta que Casio esté maduro para caer. Vuelve, pues, a envenenarlo con vagas alusiones tomadas todas del dominio de lo indecente porque quiere que Otelo no deje de figurarse a Desdémona en situaciones de las más repugnantes, para que vea, vea clara e irrefutablemente, que esta mujer, esa tierna niña que acaba de volverse suya del todo, es a whore, una puta, ni más ni menos. Y Otelo se enloquece. Está como en un delirio, profiere palabras incoherentes como de hombre que ya nada comprende: “la prueba” ... los objetos probatorios… “la venganza” ... toda esa bajeza porque tiene que pasar… la sucia vileza de este mundo de los cuerpos y de lo sensul…, todo ello se le mezcla:

 

Handkerchief, -confessions,... To confess and be hanged for his

labour; first, to be hanged, and then to confess… It is not words that

shake me thus: pish! -Noses, ears and lips: Is’t possible?...

 

Y cae, desmayado.

 

Apenas vuelto en sí, Yago le administraciones la prueba, palpable, para los ojos y para los oídos. Escucha -ya no queda la menor duda posible, por infantiles que sean los ardides con que Yago se puede contentar frente a ese hombre crédulo y poseído- escucha todo lo que Caso, charlando en ciega y despreciable confianza a Yago, habla de su aventura amorosa con… Desdémona. Un incidente, no previsto por Yago y no sin peligro para sus designios, es, al instante aprovechado por él que así se ahorra mucho trabajo: Otelo ve el pañuelo, ve como una despreciable ramera, tras retar a Casio, se lo arroja a los pies, diciéndole que se quede con lo que -según ella- otra amante le habrá regalado…

 

Nin una palabra de que Desdémona podría ser presa de un amor a otro; Otelo lo vio con sus propios ojos, lo sabe; para él, está comprobado que ella es un ser abyecto, que Casio al que tanto apreciaba, es como ella… El mundo se le desvanece; siente asco, un asco como siente quien quiera arrancar una flor y toque lodo…

 

Todo se concentró en él en extraña mezcla: inefable, incontenible furia y decisión férrea de vengarse, y dominio de sí y hasta una siniestra calma. No se cansa de evocar en sí su dulce belleza, su amabilidad, las horas que pasaron juntos en Venecia…. ¡Qué pena que el mundo sea así: que toda esa gracia que parece irradiar del alma misma no sea sino barniz, y debajo de él no haya sino vacío y bajeza: qué pena!

 

Más cuando luego llega el embajador de Venecia, que trae el nombramiento de gobernar en Chipre para… Casio -¡qué escarnio! - y Desdémona, ingenua y franca expresa su contento por la noticia, -horrorosamente desvergonzada, día Otelo- Otelo la golpea…

 

Y en la noche, la asesina. Cuando Yago se dio cuenta de que ese hombre no puede menos que buscar soluciones absolutas, no puede menos que asesinarla, el hipócrita, el virtuoso le dio un consejo de cómo ha de darle muerte. Y Otelo le sigue; la ahoga con la colcha del lecho en que ella ha pecado… mil veces, como la locura le miente a Otelo. Y ya no oye, ya no ve cómo es ella: puesto que no cree ni puede creer que ella es así como parece ser. Recordamos la dolorosa pregunta en labios del joven guerrero Troilo:

 

                                    Beauty, where is thy faith?

 

Lo que quiere decir no sólo: “Belleza, ¿dónde está tu fidelidad?” sino, al par: “Belleza, ¿cómo puede uno tenerte fe? ¿Dónde está tu garantía?” Y Otelo ha llegado ahora a preguntar: “Belleza del alma, que no puedes sino aparentar, ¿dónde está la prueba de que existes?” El se entregó, íntegramente, a ese amor; para él, que ansiaba hallar calma y paz, que se había tomado de la mano a sí mismo, se había dominado, no obstante, esa rebeldía que subterráneamente trabaja en él, para él Desdémona era la redentora, la salvadora, era su ángel bueno:

 

                                    Excellent wretch! Perdition catch my soul

                                    But I do love thee! And when I love thee not

                                    Chaos is come again…

 

Tales fueron sus palabras, palabras de advertencia, de conjuro, cuando el gusano empezó a roer el alma: ¿y ahora? Ahora ha vuelto el caos… La que le pareció ser pura y que en verdad es la pureza sin mácula -sólo él no lo sabe- se ha tornado apariencia para él, nada más que envoltura que engaña… Él cree en Yago, en el hipócrita, porque Yago ha “evidenciado sus alegatos” así como la belleza y la pureza nunca pueden evidenciarse. El intelecto que habla y analiza, ha vencido el alma que se oculta y calla.

 

 

Sin embargo, ha menester que nos acordemos a tiempo -cuando la compasión nos sacude y el pensar en nuestro propio mundo, tan amargo, tan serio, ese mundo de hoy donde todo se analiza y destroza, está por aniquilarnos -acordémonos, digo, de lo que el poeta quiere que no olvidemos ni por un instante: de que todo aquello no es sino una imagen. Es éste el mejor remedio para vencer esa sensación de que presenciamos algo horrendo -ya lo dijimos con palabras de otro origen-, ese saber de que lo que allí muere, no es sino un símil. Aun en la vida real en que los dolores reales duelen realmente, ¿cómo aguantaríamos, si no nos dijésemos: “¿Ved, el hombre se va -pero algo hay que trasciende a través de la muerte, algo que queda, algo que es?”

 

Así, conmovidos por aquella imagen onírica de la vida y, pese a todo, ya tranquilizados y serenados -en cualquier obra de arte autentica misma hay, junto con el fervor paz y serenidad que pasan  los que la reciben en su alma, ingenuos y puros-, podemos decir: El alma que muere allí, ante nosotros, seguirá viviendo, viviendo hasta en el crimen que le dio muerte. Pasemos por alto todos aquellos funestos errores en que Otelo se enredó, y que no son sino fantasías, malas, confusas, de una vida hendida, y digamos que la idea que lo obsesiona y motiva su acción, a pesar del aturdimiento, del ofuscamiento, de su furia, es noble, elevada, grande, es digna de él y de Desdémona.

 

                                    It is the cause, it is the cause, my soul,-

                                    Let me not name it to you, you chaste stars,-

                                    It is the cause…

 

Es la causa : la causa es, en efecto, lo que importa  Otelo: un ser tn bello debe ser expresión de la naturaleza, debe ser signo de una existencia, debe ser real y verdadero; o, si no es sino voz, como la de la boca humana -agregamos: voz como la de Yago-, si no es sino mentira y apariencia, no tiene derecho a vivir. Otelo, en el instante anterior a su acción, piensa de acuerdo con la exigencia que Hamlet se formula así mismo: que tan inconcebible engaño no debe llegar a manchar la tierra; que algo muy importante en el mundo no está como debería estar, mientras viva esfinge tan horrorosa; y que él está llamado a restablecer el orden en el mundo.

 

Porque asesinó obediente a este espíritu, su dolor es tan grandioso, tan comedido, tan expresivo de un gran ocaso, cuando luego Emilia, presa de auténtica pena, se elva sobre sí misma y -en presencia de su marido al que antes temía, temblorosa y cobarde- con valentía testimonia la verdad y lo revela todo. El mundo perderá a una noble pareja; pero nosotros podemos volver a creer en la virtud, en la belleza, en la ternura: todo aquello no fue sino una pesadilla. En el alma de Otelo resurge, fugaz, resumida, esa vida que fue la suya: la de un navegante, de un peregrino, que el viento llevó a través de vastos océanos:

 

                                    Here is my journey’ end, here is my butt,

                                    And very sea-mark of my outmost sail…

 

¡¡Yago!! ¡¡Embustero!! ¡diablo! ¡El verdadero asesino! Otelo, el oscuro, blande l espada contra él; pero Otelo, el claro, sabe lo que es mejor: ¡que viva!

 

                                    For, in my sense, ‘t is happiness to die.

 

Morirá, sí, pero morirá con honor, sí como vivió. Les describe su modo de ser para que sepan cómo caracterizar en su informe a Venecia. En este instante, cuando no le importa sino lo esencial, no surge en su mente ni siquiera el más fugaz pensamiento de que es de otra raza, de otro mundo que todos aquéllos cuya estima le es imprescindible: fue hombre, fue niño, fue firme y débil, señor cuando sosegado, sirvo cuando airado, cuando el delirio lo enceguecía… Y echa  contar cómo alguna vez, prese de ira, defendió el honor de Venecia… Todos están atentos  lo que dice, desatentos a quien les está hablando… Y, entonces, con ademán de soldado que mata y muere honestamente, se apuñala, rápido cual relámpago.

 

Y muere, junto a Desdémona, abrazándola, besándola.

 

¿Desdémona? ¿No deberíamos más bien callar de ella, evocándola tan sólo en el alma? ¿No sería más hermoso el silencio que el análisis? ¿Aun sabiendo que un comentarista bastante conocido dijo que Desdémona es una niña maleducada, terca, egoísta, ingrata, arbitraria, engreída? Verdad es que ella es pura y dulce, hasta fuerte cuando se trata de su amor, aunque en lo demás -por repetir lo dicho por su padre -nunca atrevida-, “nunca desenvuelta”.

 

                                               A maiden never bold,

                                    Of spirit so still and quiet, that her motion

                                    Blush’d at herself,

 

Y, por otra parte, suave cuando se trata de hacerle bien al moro, de cumplir con su voluntad. Su alma es tan acabada y bella como son acabadas y bellas las imágenes de la Virgen frente a los que aquél crítico se siente trasportado halla qué criticar… Muy fina, muy certeramente se caracteriza en cierta ocasión Yago al decir que sí que es a criticar, un crítico; y me parece que nos acercamos a la verdad con decir, invirtiendo ese aserto, que cada crítico es un Yago…

 

La suavidad y gracia de Desdémona culmina en su postrera conversación con Emilia. La muerte ya está echando sombras sobre ella que, al acostarse, canta, melancólica, apenada de presentimientos, esa antigua canción popular del sauce y del llanto; sin embargo, no puede menos que charlar porque hay en ell tanta alegría, tanto placer que en los últimos días estaba por brotar desde dentro y fue reprimido, sin que ella comprenda por qué…; la oímos decir que por todo el mundo no podrí ser infiel; y ¡cómodo descuella por el contraste, cundo Emili retom ese por todo el mundo -cualquier debería pensárselo un poco, eso de la fidelidad…!” Desdémona no podría pensar así; cree que también Emilia hace bromas; mientras que Emilia, mujer de Yago, es efectivamente incapaz de creer en la castidad y la fidelidad, opina Desdémona -que toma por norma a sí misma- que naturalmente todas las mujeres deberían ser como es ella…

 

Con todo, no deja de ser sensual tan fina e ingenuamente sensual como una muchacha del pueblo, como lo es Margarita para cuya creación Goethe se inspiró en más de un rasgo de Desdémona. Cuando el senado, inmediatamente después del casamiento clandestino, mandó a la guerra a su general, preguntó, algo en ella preguntó, cándidamente: “¿Esta misma noche?”

 

Este pormenor se lee, por cierto, tan sólo en l edición in-quarto; y el mojigato Vischer está muy contento de poder decir que Shakespeare lo hbrí eliminado ulteriormente. En mi vida lo creeré, porque la edición in-quarto es, muchas veces, más fidedigna que la infolio; además, data la in-quarto de Otelo sólo del año 1622. Sea como fuere, de todos modos, es un rasgo muy de Shakespeare (de lo cual ni Vischer duda) y yo agrego: muy de Desdémona. Está segura de sí, no conoce mojigatería, ni diplomacia: es un ser natural, una criatura con alma, y posee, como tantas otras grandes mujeres del Renacimiento italiano, el espíritu y la actividad correspondientes a su carácter y su alma. Durante no poco tiempo se ha resistido  a querer al aguerrido Otelo, sin ocultarle lo que no le gusto en él; cundo vio que su padre por prejuicio les opondría dificultades, se refugió, atrevida, en el casamiento; la frente en alto, llevó a cabo su designio, imponiendo hasta los sensores congregados en solemne reunión, su voluntad de acompañar al marido en l guerra, allende el mar; nada pudo desorientarla en su decisión de interceder  favor de Casio. Es una mujer independiente y de pensamientos propios, semejante a aquella Hermione que Shakespeare puso al lado de su celoso rey Leontes. Y, por otra parte, ¡cuán suave cuán indulgente, cuán capaz de sufrir es frente  las inconcebibles rudezas, las afrentas de su marido! En el postrer instante de su vida, no piensa sino en el amado, en él que, debido al azar -pues antes de irse, ella comprende, como desde muy lejos, todo cuanto le sucedió-, debido  la nefasta fatalidad, tuvo que darle muerte. Pregunta Emilia:

 

                                               Oh, who has done

                                    This deed?

 

y, con postrer esfuerzo, murmura la moribunda:

                                               Nobody; I myself; farewell;

                                    Commend me to my kind lord…

 

He ahí lo que es Shakespeare quien, en uno y el mismo ser humano, sabe conciliar las contradicciones -en Desdémona la orgullosa rebeldía y la suavidad- y que tiene el don de intuir el mundo, ora con implacable desamor, ora con amor el más comprensivo; el que conoció a la mujer como Cressida, y la conoció como Desdémona, y aún como la que, insegura y trunca, oscila entre estos dos polos, ordinaria y bonachona, buena con tal que no cueste mucho, y mala, con tal que no cueste mucho: como Emilia.

 

 

 

 

 

 

Hamlet: 159-207).

CAPTURADO Y ANALIZADO por MELISSA CONDE CAMACHO

HAMLET es Shakespeare otra vez más. Con lo cual decimos, en primer lugar, que cuánto hay de enigmático en este drama, no surge desde dentro, sino viene de afuera. Mucho, infinitamente mucho se ha escrito y discutido sobre el caso de Hamlet y, sin embargo, me animo a decir desde ya que no hay para la intuitiva comprensión cosa más clara ni más inmediatamente plausible que el significado de esta obra y, con ello, la esencia de Hamlet mismo. Mucho más difícil es, por supuesto, expresar en abstracto lo que es esa individualidad, precisamente, porque es una individualidad. Añádase que Hamlet es una individualidad poco cómoda y hasta enervante para aquel tipo humano que Has más de las veces hasta ahora se ha ocupado de ella en libros y revistas. Lo enigmático, lo proteico no reside tanto en su carácter como en la estrechez de los que lo juzgan. Quienes hablen, conforme a la tradición de la crítica literaria, con la mayor indignación sobre Rosencrantz y Guildenstern mientras en lo demás, en la vida cívica, en lo humano son iguales a esos señores de que Hamlet se burla (podrían ser dignos afiliados del partido conservador), no podrán evitar que, de algún modo, su propio conflicto se refleje en su juicio sobre Hamlet.

En efecto, Shakespeare es un inmenso enigma con que la humanidad no va a acabar nunca. Sin embargo, me parece, y espero demostrar-lo, que es uno y el mismo ser humano el que, madurando y no exento del vaivén de los cambiantes sentimientos, está en toda su obra, de manera que creo que la vida interior de ese hombre puede analizarse tan bien como la obra que nos dejó. Un poema en si cerrado, una Cobra literaria e impresa, debe destacar su carácter propio clara y definidamente contra todo lo demás; no puede tener lindes borrosos que se pierden en las regiones vecinas. Pues sería imposible que tal producto se mantuviese oscuro y susceptible de múltiples interpretaciones, a no ser que tan proteica falta de claridad residiese o en el contenido del poema en cuestión (donde se vería entonces clara y distintamente que tal situación le es propia) o en los críticos mismos. La vida exterior del hombre genial, en cambio, es decir todo cuanto no está en su obras, nunca puede conocerse sino fragmentariamente, aun cuando podemos reanudarla día por día y, a menudo, hora por hora como en el caso de Goethe. Y ¿cómo no va a ser fragmentario nuestro conocimiento de Shakespeare, donde las paupérrimas noticias y dudosos documentos nos confunden más que iluminan?

 

En este sentido digo que el caso de Shakespeare mismo se repite con su tragedia “Hamlet”. Su significado, su esencia son claros, y cuando (no lo niego) quedan, sin embargo, sin resolver ciertos problemas, ciertos pasajes oscuros, éstos no arraigan en lo más íntimo de lo que se nos presenta, sino más bien en la relación de ese proceso psíquico y espiritual con los sucesos externos del argumento. Y me atrevo a decirlo de otra manera: no tenemos que ver aquí con un trozo de vida que se nos oculte, ni con la naturaleza que no permite se revelen sus enigmas ni con comentarios ni con “palancas ni tornillos” (Goethe), sino con… un texto impreso que comienza en la página primera y termina con el punto final. Y si, aquí o allá, no todo es absolutamente claro y estable respecto a la relación entre el sentido y el suceso dramático, no debemos pensar sólo en lo insondable que es nuestro poeta inalcanzable, por cierto, por nuestro intelecto, sino que debemos encarar también otras posibilidades, como ser defectos en la impresión del texto, su mismo origen y, hasta su falta de perfección. Nadie en el mundo puede estar más que yo dispuesto a concebir a Shakespeare como una fuerza natural; pero si se trata de discriminaciones exactas, debemos admitir que Shakespeare no es una fuerza natural, sino un ser humano, como todos nosotros. Con ello ya está dicho que el príncipe Hamlet no es un ser humano como todos nosotros, y que no debemos incurrir en el error tan frecuente a que seduce la psicología natural (que es distinta de la valedera en obras literarias), de agregar a ciertos rasgos con que el poeta reviste sus personajes, otros que según nuestras observaciones del alma humana los suelen acompañar. Lo que define y limita el personaje en una obra literaria, no es, como en los seres vivientes, la naturaleza sino el espíritu, la intención y la fuerza creadora del poeta. Doy un ejemplo algo burdo que invento, convencido de que en este dominio difícilmente se puede inventar algo que vaya a saberse dónde, no sea ya realidad. Si, por ejemplo, se ventilase la cuestión de que hizo Hamlet en Wittemberg, y cuáles son las influencias filosóficas y doctas que allí sufrió, deberíamos contestar con la pregunta de si acaso Shakespeare ha dejado indicaciones al respecto, si ha sabido algo de ese asunto y si le ha interesado ese pormenor.

Muy bien, esta vez tenemos, pues, que prestar suma atención al examinar la historia del origen de nuestro drama y su relación con el argumento tradicional, y cuando entonces nos veamos frente a enigmas irreducibles, consideraremos si muchos de los enigmas que el drama nos presenta no se remontan a aquellos anteriores.

El argumento proviene de una saga nórdica antigua de carácter completamente distinto del de nuestro drama. Como suele ser en las sagas de Islandia, también en la nuestra todo cuanto sucede es salva je, pagano, robusto y propio de gente campesina y guerrera. El primer autor por el que encontramos apuntada la vida de Hamlet, es Saxo Grammaticus quien, a fines del siglo escribió su “Historia de Dinamarca”, reimpresa en latín en varias ediciones aun en el siglo XVI. El mismo asunto se lee, abreviado pero exacto, en las “Histoires tragiques” de Belleforest (1530 a 1588), autor consultado por Shakespeare también para otros dramas. Diremos de paso, que, probable mente hacia 1580 y como publicación aparte basada en la fuente citada, la saga de Hamlet apareció vertida al inglés en forma de libro popular.

Lo que allí se relata es, en resumidas cuentas, lo que sigue: El rey Horwendill ha sido asesinado por su hermano Fengo en un banquete público. Amleth, hijo de la víctima, venga la muerte de su padre, recurriendo a la astucia de fingir haberse vuelto loco. Sin embargo, deja escapar de vez en cuando unas palabras mordaces que despiertan la sospecha de los demás. Para que descubra su disimulo, lo ponen en trato con una hermosa mujer de la que, advertido, goza sin revelar su secreto. Recurren, pues, a la treta de llamarlo a presencia de su madre para espiar la conversación con ella. En fingida locura, da muerte al escucha, a través de un tapiz, corta el cadáver en pedacitos que cocina y arroja a los cerdos. Dice a la madre palabras fuertes, que la emocionan hasta tal punto que ella retorna a la virtud. El tío y rey trata entonces de deshacerse de Amleth, enviándolo a Gran Bretaña donde, con ayuda del rey, será muerto. Dos cortesanos llevan al rey británico las necesarias instrucciones escritas en runas que Amleth logra falsear de modo que el rey hace ejecutar a sus acompañantes. Se casa con la hija del rey, regresa a Dinamarca y, sin parar mientes y del modo más salvaje, lleva a cabo su venganza. El pueblo lo elige rey y… pero sus demás aventuras no nos interesan ya. Termina por morir en una de sus guerras.

Lo que encontramos, pues, en la tradición literaria, es la muerte violenta del padre de Amleth a manos de su propio hermano, y el papel destinado a la madre en los sucesos anteriores y posteriores al asesinato. Pero nada de un asesinato perpetrado con sigilo y refinamiento, nada tampoco de la aparición del fantasma. La locura fingida no es sino gran astucia para preparar bien la venganza; este rasgo se encuentra, idéntico, en la leyenda de Bruto mayor. Este rasgo conservado y transformado por Shakespeare- me parece muy difícil de comprender dentro de la saga tradicional. Supongo, pues, que no es sino un residuo, oscurecido y mutilado, de una caracterización más amplia en sagas primitivas que desconocemos. El loco fue, en todos Tos pueblos, sacrosanto y podía hacer lo que se le antojaba: he ahí el por qué tenía mucho sentido para Amleth el hacerse el enajenado y, para sus perseguidores, el querer saber con exactitud si aquél era o no era loco. La bella dama que debía sorprender el secreto del príncipe es, en Shakespeare, Ofelia; el escucha es Polonio; y del horroroso tratamiento de su cadáver en la saga, queda en nuestro drama su indigno entierro clandestino. El viaje a Inglaterra y su alevosa finalidad, la inteligencia con que Amleth se salva, la perdición, por la carta fraguada, de los dos cortesanos que en Shakespeare son Rosencrantz y Guildenstern, todo esto se encuentra en Shakespeare lo mismo que en la saga.

Pero, en el caso de “Hamlet”, sabemos a ciencia cierta de un drama que hizo de eslabón entre la saga y nuestro autor. Ha existido un “Hamlet” anterior que no se ha conservado. Más aún: sabemos que en él había pasajes de los sucesos internos y externos que faltan en la saga primitiva. En lo referente a las demostraciones contundentes de la existencia de tal obra precursora, no diré sino lo siguiente: Thomas Nash escribe, en 1587 0 1589, que la versión inglesa de Séneca facilitaba espléndidas máximas hasta a gente de poca instrucción y “si se lo pedís a tal persona, cualquier mañana frío os proveerá de Hamlets enteros o mejor dicho de puñados de discursos trágicos”. Alrededor de 1596, Thomas Lodge dice en una publicación impresa que el envidioso crítico por lo general anda vestido de negro y tiene aspecto tan pálido como “la máscara del fantasma que, tan deplorablemente como una vendedora de ostras en el mercado, clama en el teatro su: Hamlet, véngame”.

Que todo esto no se refiere a nuestro “Hamlet” como hoy lo leemos, está claro por datos históricos y de interpretación. Pero si se desprende de las alusiones que el argumento tradicional ya había sido modificado al igual que en nuestro drama. Lo que llamaba la atención, era la acumulación de “discursos trágicos”, la aparición del fantasma del asesinado que debe haber sido motivado de alguna manera; de modo que la muerte violenta y clandestina pertenecerá ya a esta obra. No lo considero imposible, aunque asimismo indemostrable, que el autor de ese drama de venganza que nos hace pensar en Séneca, fuera Shakespeare mismo cuando muy joven: debería haberlo escrito más o menos en la época de su “Tito Andrónico” o más bien antes. Hoy en día se menciona frecuentemente como autor del drama a Thomas Kyd, sin la menor razón, como me parece. Cierto que algunos rasgos en el “Hamlet” de Shakespeare, con la aparición del fantasma al comienzo de la obra, y el espectáculo intercalado en el espectáculo, nos recuerdan la “Spanish Tragedy” atribuida a ese mismo Kyd: pero es mucho más probable que un poeta novel se haya dejado influir por Kyd que suponer que éste haya repetido sus motivos. Creo, pues, que hubo un drama de un autor desconocido bien puede ser de Shakespeare mismo y que ha servido de modelo para nuestro “Hamlet”, aunque difería de éste en muchos y esenciales puntos. Ante todo estoy convencido de que en el drama primitivo. Hamlet llevó a cabo su venganza conforme a la tradición de la saga, es decir con gran energía y cierto salvajismo al estilo de su conducta en el viaje a Inglaterra. Me confirma en tal suposición la siguiente nota que, en el verano de 1602, el editor Jacob Roberts hizo poner en el Registro Oficial de la Asociación Gremial de Libreros en Londres y que dice: “Un libro La venganza de Hamlet, Príncipe de Dinamarca, como estrenado hace poco por los actores del Lord Chambelán”. Fue éste el elenco a que pertenecía Shakespeare, y que, según lo dicho, hacia 1602 había dado una obra que merecía aún el título de “La Venganza de Hamlet”. No se ha conservado ningún ejemplar de tal libro. Supongo que ni siquiera haya aparecido porque, precisamente en aquella época, Shakespeare se dispuso a modificarlo a fondo. Sea como fuere, cierto es que, en 1603, apareció, a expensas de otro editor, pero impreso por un tal J. R.: La trágica historia de Hamlet, príncipe de Dinamarca. Por William Shakespeare. Así como ha sido representada repetidas veces por los actores de Su Alteza, tanto en Londres como también en las dos Universidades de Cambridge y de Oxford y en otros lugares.” Por ventura, han llegado hasta nosotros dos ejemplares de esta edición. Ya no se trata pues de la "Venganza", sino de la  ”Historia Trágica”; se trata, en lo esencial, de nuestro Hamlet. Sin embargo, hay todavía variantes de importancia y que de ninguna manera -como algunos críticos lo hacen pueden ser explicadas por algún descuido de los editores, plagio u otra cosa por el estilo. El texto acusa notables diferencias; rasgos importantísimos faltan; la ubicación de varias escenas es distinta; se lee allí una expresa y solemne declaración de la madre de Hamlet, para demostrar que ella es inocente del asesinato de su esposo, problema que en la versión definitiva queda completamente sin discutir; Polonio lleva todavía el nombre de Coram-bis, el criado Reynaldo se llama aún Montano, y otros detalles más. Me place suponer que esta obra no cesó tan fácilmente de ocupar a Shakespeare quien la hizo representar y hasta imprimir después de la primera y decisiva transformación, pero sin dejar luego de continuar modificándola, hasta obtener en 1604 el resultado que es, en todo lo esencial, nuestro texto. Si bien la versión que los editores imprimieron en la publicación póstuma de 1623 difiere a su vez de la que leemos en la edición in-quarto de 1604, las diferencias son tan insignificantes que se ve que no se trata de una nueva y fundamental transformación, sino que las divergencias se deben a un mejor o peor original para la imprenta. Muchas veces, la in-quarto tiene un texto mejor.

Resumo: hay tres “Hamlet”, o cuatro, si así se quiere: el primero conocido por Nash y Lodge en representaciones teatrales; nosotros no lo conocemos ni podemos saber si su autor fue Shakespeare u otro dramaturgo. Es bien posible que lo que en 1602 iba a ser impreso, ya fuera una adaptación; sin embargo, se llamaba todavía "La Venganza de Hamlet". En 1603 apareció entonces “La Trágica Historia”, tragedia de Shakespeare, y en 1604 un texto modificado que es el de nuestras ediciones actuales. Y ahora preguntamos si esta compleja evo lución se trasunta en el drama. Yo digo que sí; que hay que reconocerlo. En los dos últimos actos, los sucesos externos no siempre se producen conforme al desarrollo de los caracteres. El viaje de Hamlet a Inglaterra, el episodio con los piratas, su traición en la persona de Rosencrantz y Guildenstern y su salvaje alegría a causa del éxito de su ardid: todo ello es, en parte, relleno, forzado y poco esmerado para promover la acción; por otra parte, no está a nivel con la profunda concepción de la vida interior del protagonista; por lo demás, el poeta ni siquiera se vale de estos sucesos para la evolución interior de sus personajes. Aquí ha quedado, pues, materia prima, historia dramatiza-da fielmente según la tradición, pero que no se amalgamó con lo que es el mérito peculiar de Shakespeare: la interpretación de lo más íntimo. Tampoco está todo bien logrado en las escenas que preparan el duelo entre Laertes y Hamlet. Más bien se ha procurado juntar, y muy flojamente, dos versiones distintas: diríase que hasta se notan aún las costuras. Pues, por una parte, se trata de aquella apuesta preparada por el rey intrigante, y por otra, de una justa de índole bien distinta, provocada por Hamlet: de quién de los dos ama más a Ofelia y se aflige más por su muerte, él o Laertes… De todo lo ocurrido entre ambos frente a la tumba de Ofelia, toda la larga escena en prosa que sigue no menciona nada: ni el mensaje del rey cuyo embajador es Osric, ni la siguiente conversación entre Hamlet y su amigo Horacio. Sólo cuando el poeta prosigue con versos, nos hallamos de nuevo en la ver dadera continuación de la obra. Más importante aún me parece ser un punto que se refiere a los antecedentes del suceso trágico si bien influye decisivamente en toda la acción. El asesinato del viejo rey Hamlet, tiene que ver con motivos dogmático-cristianos cuyo empleo en esta forma no es shakespeariano. Pues ¿dónde en Shakespeare se da importancia al motivo? ¿acaso tiene la menor importancia en el heroico final de esta tragedia de Hamlet? de que alguien se va de este mundo, sin haber obtenido perdón de sus pecados: “Sin comulgarse, sin confesarse, ¿sin la unción”?

Fácil es de explicar cómo este motivo entró en la versión primitiva. En el argumento tradicional quedaba algo oscuro el por qué la venganza de un asesinato de todos conocido debía lograrse mejor, si el vengador fingía ser loco. Pero esta locura simulada era precisamente el motivo fundamental en la saga e indudablemente debía atraer a un poeta como Shakespeare si él realmente es, como me gusta suponer aun sin poder demostrarlo, el autor del drama primitivo. De todos modos, se trataba de motivar en forma distinta esa simulación. Fue así supongo como entró en el drama el asesinato clandestino y tan refinado que nadie suponía que un hecho alevoso había causado la muerte del rey que, así, debió volver como fantasma, para revelar algo del misterio que la rodeaba. Pero las palabras de un fantasma naturalmente no tienen y menos para hombres de tendencia racionalista fuerza demostrativa: de modo que Hamlet (cuyo carácter iba a sufrir modificaciones considerables) debió recurrir a la máscara de la locura para poder demostrar la culpa del malhechor. Y una vez aceptado que el asesinato debía reaparecer como fantasma, se hizo necesaria una motivación particular para ello. No todos los asesinados salen del conjuro de la tumba. Debió suponerse, por consiguiente, que el muerto se hallara en el purgatorio y no conciliara la paz porque había muerto en pecado. Surgen aquí y allá en el drama otros motivos parecidos (por ejemplo, que Hamlet no quiere “mandar al cielo” al asesino mientras éste esté rezando) y que se deben a otro empleo, extraño por lo externo, del mismo motivo dogmático. Sin embargo, no hay necesidad de explicar tales motivos por la juventud de Shakespeare ni de declararlos residuos de las ideas de otro autor, porque pertenecen al dominio de los escrúpulos y dudas de Hamlet.

Otra característica más de los sucesos externos me parece reflejar la paulatina concepción y transformación de nuestro drama. Es como si el príncipe Hamlet hubiese evolucionado a la par que su poeta. Pues en cuanto a su edad, hay contradicciones, hay cierta flojedad en la tragedia que hoy leemos. Según la impresión que recibimos de Hamlet al comienzo de la obra, donde se presenta como hijo huérfano y nadie en la corte piensa en proclamarlo rey y Ofelia y Laertes u Ofelia y su padre no hablan sino del ‘joven’ príncipe, deberíamos considerarlo como muy joven, como adolescente, y hasta más joven que Laertes que, a su vez, es bastante joven aún. Efectivamente, en un pasaje de la in-quarto de 1603, se dice que Hamlet tiene diecinueve años. Más tarde, se ha borrado esta indicación, pero las razones por que debe tener diecinueve años quedaron en pie. En otras escenas, en cambio, donde la fingida locura se torna imponente crítica y polémica, y en otras, donde Hamlet se nos presenta como un hombre sano, pero absolutamente solitario, que sufre de este mundo en grado tal que los pedantes, y no sólo los que actúan en el drama, lo consideran realmente loco. Hamlet adquiere rasgos de hombre de más años y más maduro. Cabe suponer que con este enfoque el poeta creó la escena inicial del acto quinto, la del cementerio, donde en tres pasajes que se corresponden se nos dice que Hamlet tiene treinta años. En el año 1589 (fecha más tardía para “La Venganza de Hamlet”), Shakespeare tenía 25, y en 1604, año de la última versión, tenía cumplidos los cuarenta.

Ahora bien: ¿Debemos asimismo culpar a la historia de la lenta formación de nuestro “Hamlet”, cuando nos vemos frente a la casi infinita serie de posibles interpretaciones del drama y de los caracteres en especial, y hasta de algunos sucesos aislados? No hablemos de Hamlet mismo, pues de querer enumerar todo cuanto se ha querido que simbolice, no terminaríamos quizá nunca. Pero tomemos a Polonio, quien, en las interpretaciones de los distintos críticos se nos presenta en forma la más variada, desde el hombre de Estado extraordinariamente sabio hasta el bobo acabado, y no carecería de sentido como tantas observaciones que se han hecho sobre este drama el aserto de que la amonestación dirigida a Laertes debe pertenecer a otra etapa de la evolución del drama que el carácter -o si se quiere la falta de carácter que Polonio revela frente a Hamlet en aquellas escenas donde éste finge ser loco. Una vez, el rey Claudio es celebra-do como hombre de hermosa figura y digno de ser rey y, en otro pasaje, se llega al extremo de declararlo asqueroso fauno y criminal voluptuoso. Y hasta Ofelia sería un camaleón que ‘se muda de colores do se pon’ si reuniese en si todas las cualidades que los distintos críticos le atribuyen y que formarían una línea sesgada que comienza con ‘casta doncella’ hasta terminar con ‘corruptísima ramera’… Ni si quiera parece estar exenta de dudas la significación del pasaje más celebre en toda la obra de Shakespeare, aquél monólogo: To be or not to be… El romántico proteo Tieck, para no dar sino un ejemplo, ha demostrado renglón por renglón lo que el llama ‘demostrar’, por cierto, que ese monólogo no contiene ni sentimiento ni pensamiento que se refiera a la muerte libre, al suicidio, sino que trata exclusivamente de la acción, de la venganza…

 A todo ello contesto: No, tal proteísmo no va a cargo de Shakespeare ni de las transformaciones de nuestro drama, y vuelvo a llamar la atención sobre lo que dije al comienzo de mi conferencia. El que no se haya podido definir univoca y terminantemente a aquellos caracteres, no es consecuencia del poema dramático mismo: es consecuencia, en primer lugar, de la vivacidad, de la irrechazable individualidad de los personajes en cuestión. Pues sólo personajes tipificados pueden ser reducidos a fórmulas expresadas en palabras, porque sólo como instrumento poético el lenguaje pasa más allá de lo formal y esquemático.

Sin embargo, podrían estar en lo cierto quienes afirman que algunos personajes del drama tienen uno que otro rasgo que no casa con su carácter general: Yo también he creído en algún momento deber explicar este hecho con la incapacidad de caracterización del poeta novel y la renuncia a ella del poeta maduro, pues tenía la impresión de que esa plenitud de sabiduría y de polémica en Shakespeare maduro era como un injerto hecho en cierta garrulidad del joven. Pero nunca se debe ser más desconfiado de si propio que cuando se critica a Shakespeare quien, casi siempre, ha sabido mejor lo que quería y prestado mayor atención que nosotros; y así será también en el caso aludido.

Para mayor claridad, comenzaré por citar las palabras de Tieck, crítico, en fin, cuyas consideraciones siempre merecen ser escuchadas. El dice: "Los dos hermanos, el rey asesinado y su hermano asesino, tienen en común entre si y ambos con Hamlet, un llamativo parecido de familia: los tres gustan de oírse hablar y poseen el don de hablar bien; se placen en pronunciar apotegmas, observaciones y máximas (como lo hacen los demás personajes del drama), y esta indecisión que en Hamlet se opone a que surja a pesar de todo su talento-un auténtico carácter, paraliza asimismo, en mayor o menor grado, toda manifestación en esta tragedia."

Así es como Tieck, al decir que Hamlet es... un romántico al estilo de él, o sea 'un talento y no un carácter, y al afirmar el aire común de familia entre Hamlet, su padre y el rey Claudio, quiere demostrar que éste último posee cualidades muy apreciables y hon-10sas: en una palabra, quiere 'salvarlo' de la misma manera como ha 'salvado' a Lady Macbeth. Ese voluble crítico, tan rico en abundantes y finas ocurrencias, no se dio cuenta de que en este caso mató una ocurrencia con otra que se le deslizó en la misma frase: pues ¿cómo quiere que tomemos por parecido de familia aquel rasgo de la inteligente elocuencia si de paso añade que también todos los demás personajes de la obra tienen el mismo rasgo?

Ciertamente que encontramos una descollante inteligencia y acentuada inclinación a decir apotegmas y máximas generales no sólo en Hamlet mismo, sino también en el rey Claudio y en Polonio. Las más de las veces, no se puede estar del todo seguro de que lo que los personajes en las obras maestras de Shakespeare dicen, -a más de ser dicho porque la situación así lo requiere o por motivos generales-, sirve para caracterizar los personajes o al menos no contradice su carácter. En las comedias, Shakespeare casi nunca lo toma muy en serio; además, hay una serie de dramas de una época tardía y de transición, en que el dramaturgo, por amor a la polémica y la enseñanza ha descuidado mucho la caracterización. He aquí un rasgo que hace tan difícil el ordenamiento cronológico de estas obras porque a me-nudo se incurre en el error de creer que tal proceder es típico de la juventud. Tienen esa particularidad el “Timón”, el “Pericles” y el “Cimbelino”, y “A Winter’s Tale” no está del todo exento de ella. No se puede negar es más bien importante tenerlo en cuenta, que el poeta se vale de casi toda situación en “Hamlet”, para hacer decir cosas que son de importancia porque echan luz sobre el suceso íntimo, el supremo sentido de la tragedia y sobre Hamlet mismo. Una vez, Shakespeare señala claramente ese doble sentido de las máximas. Me refiero a la escena en que Polonio recomienda a Ofelia tenga un libro en la mano cuando vaya a su cita con Hamlet, aquella cita que, por casual que parezca, es en realidad, bien premeditada. En esa oportunidad, Polonio agrega una observación general sobre la hipocresía que el autor quiere se refiera también a otros sucesos del drama y que el rey en seguida aplicará a sí mismo, murmurando palabras de arrepentimiento.

Esas manifestaciones de alta inteligencia, especialmente en labios del rey y de Polonio, preguntamos, ¿están allí tan sólo por su significado general y contradicen en lo demás el carácter de sus voceros? De manera alguna. Polonio es un hombre inteligente y avezado y en lo que a su amonestación dirigida al hijo respecta un padre de familia circunspecto y cauteloso; lo que no impide que, en lo demás, sea demasiado servil ante los de arriba y de ningún modo “fiel a si mismo”, como él mismo lo recomienda tan hermosamente, ni que sea para colmo, ya un poco abobado y senil. Muy bien: a menudo observamos que un autor de cierta edad conserva en sus trabajos todavía suficiente vivacidad y fuerza para pensar y formular, mientras que en la vida privada ya no le es dado conservar su línea de conducta. De modo que parece haber una gran contradicción entre la linda arenga del ministro a su hijo y su conducta, que a menudo es bastante miserable; pero es una contradicción que es, en rigor, característica de gente como él, de su posición, de su acomodo al ambiente y de sus años. Y referente al rey Claudio, tendré que demostrar todavía que su extraordinario intelecto (que lo capacita para pronunciar frases que realmente revelan el más íntimo sentido de la tragedia), es una componente decisiva en su modo de ser y que Tieck, no obstante su tan errónea intención y motivación, no se equivocó del todo cuando hablaba del llamativo aire de familia común a Hamlet y su tío.

Las palabras que salen de labios de los distintos personajes de este drama no siempre están dichas para que se destaque el carácter de los que las pronuncian o se nos aclare la situación dramática, sino que sin que por ello no sean a la vez significativas para la caracterización de los personajes- sirven en varias oportunidades para hacer patente el sentido general del conjunto poético o el del carácter de un personaje principal. Tal empleo del discurso y de la situación dramáticos revela cierta afinidad de la tragedia de Hamlet, con los dramas más tardíos, ya mencionados arriba y de que “Cimbelino” es un excelente ejemplo, pero de manera alguna se lo puede explicar por la paulatina evolución y mucho menos por la primera versión de nuestro drama.

Y ahora, después de hacernos presente la antigua saga, cabe dar, ante todo, una visión clara de los sucesos reales en el drama mismo. Sólo después, podremos examinar qué significa ese drama para nosotros y qué posición corresponde en él al príncipe Hamlet, y veremos si la acción dramática sirve tan sólo para manifestarnos la índole de este hombre o si ella abriga en sí más bien un arcano significado propio.

Al comenzar el drama, han pasado más o menos dos meses desde que el rey Hamlet murió, inesperadamente, mordido por una serpiente como dicen. Su hermano le ha sucedido en el trono. Si que remos creer al joven Hamlet quien, quizá, exagera un poco el nuevo rey, Claudio, no ha dejado pasar más que un mes después de la desaparición del antiguo rey, para casarse con la viuda, su cuñada. De todos modos, están casados ahora, y aquellos que han acudido desde lejos para los funerales y la coronación, como Laertes desde Francia u Horacio desde Wittemberg, no han llegado mucho tiempo antes de las nuevas bodas. También Hamlet había estado en Wittemberg. No se dice claramente desde cuando está de regreso; pues, por una conversación con Horacio, se podría inferir que regresó hace mucho y que, así, fue testigo de todos los graves acontecimientos en el país. Ahora quisiera retornar a Wittemberg, pero con grata sorpresa del rey la madre lo convence fácilmente para que se quede. Sumido en honda aflicción, en que se mezclan la pena, la indignación y el asco, el joven príncipe se entera de lo inverosímil: que el espíritu de su padre aparece de noche. Se traslada al lugar que le indican y, efectivamente, a medianoche se presenta el fantasma y le habla. Le revela lo que Hamlet parece haber presentido: que el padre no murió a causa de la mordedura de un reptil, sino que su propio hermano lo asesinó. Éste, que vivía en adulterio con Gertrudis, esposa de Hamlet rey, dio alevosamente muerte a su hermano vertiéndole veneno en el oído. Se hizo rey y se casó con la viuda de su hermano, lo que ya de por si constituye un incesto. El espíritu del padre reclama al hijo, a Hamlet, que lo vengue: que nada haga contra la madre, dejándola a merced del cielo, pero si vengue a su padre en la persona del incestuoso asesino. Queda librado al juicio del príncipe cómo quiere proceder. Este promete la venganza ya antes de haber escuchado los pormenores. Parece que, inmediatamente después de haberse ido el fantasma, en Hamlet se forma un plan, pues obliga a los dos que con él han visto el fantasma, a que le juren absoluto mutismo, y se propone “adoptar una extraña conducta”: es decir fingía haber enloquecido. Así lo hace. En esa horrible máscara lo ve Ofelia, a que en los últimos tiempos él había hecho la corte pero que, amonestada severamente por su padre, Polonio, ha roto las relaciones con el príncipe. Polonio, mayordomo mayor del rey, se explica la locura de Hamlet por un amor no correspondido, y anuncia al rey los acontecimientos pertinentes junto con esa su interpretación. Ínterin, éste ha tomado sus medidas para encontrar el motivo de la enigmática conducta de Hamlet: dos compañeros de estudio, Rosencrantz y Guildenstern, han sido llamados a la corte de Elsinor, para que le sonsaquen su secreto. Hamlet, conversando con ellos, se da cuenta del ardid; está prevenido. El rey escucha una charla de Hamlet con Ofelia, pero todo lo con-fuso y extraño que oye, no basta para convencerlo de que se trata de una enfermedad, porque su mala conciencia le hace adivinar que Hamlet está abrigando peligrosos designios que el rey se dispone a contrarrestar.

Todavía vacila Hamlet, indeciso, en busca de seguridad y confirmación. Quizá fue obra de un demonio aquella aparición de su padre. Quiere la casualidad que venga a la corte un elenco de actores que desde antes le son adictos. Los hace representar una breve pieza teatral que trata de adulterio y asesinato, asesinato mediante un veneno destilado al oído de la víctima que duerme en un jardín, y Hamlet y su amigo Horacio, al que tiene fe y que está en el secreto, se proponen observar bien al rey cuando presencie la escena tan terriblemente alusiva a un crimen que el usurpador supone desconocido de todos. Así sucede: el rey, presa de indecible inquietud, se aleja de la función… Hamlet se regocija, convencido de que el fantasma ha dicho la verdad. Mientras que el rey, en terrible alarma interior, está urdiendo los pormenores de su plan de enviar a Hamlet a Inglaterra, pensando quizá ya en hacerlo asesinar allí, la madre de Hamlet hace lo suyo: en esta misma noche aun desea hablar con su hijo. Lo hace llamar. En camino hacia ella, Hamlet ve al rey que está rezando; rezando aparentemente, pues el rey, desesperado, torturado por remordimientos se esfuerza en vano por arrepentirse e implorar a Dios.

 Hamlet no quiere darle muerte en esta situación: su venganza ha de ser más terrible. Sin embargo, una vez en presencia de la madre cuando, decidido a apelar a su conciencia con inaudita franqueza, cierra la puerta a lo cual la angustiada mujer, temiendo lo peor, clama auxilio y Polonio se mueve detrás del tapiz donde hacía de espía, Hamlet, obedeciendo a un pensamiento momentáneo, cree tener delante al rey y usa ciegamente su espada. Ha dado muerte a Polonio, padre de Ofelia... Frente al cadáver empieza ahora a reprochar a la madre su pecado, con implacable insistencia. Aun no ha terminado su apasionado llamamiento cuando aparece el fantasma. Hamlet cree que éste vuelve para censurarlo por su inactividad y porque no ha llevado a cabo aún su venganza. El fantasma lo amonesta que no olvide. Hamlet tiene que hablarle a la madre atribulada ya por remordimiento, y le habla con enorme fuerza de convicción. Como parece que Polonio cayó víctima de la locura del príncipe, el rey tiene una razón suficiente para eliminarlo. Sin demora, se le trasladará a bordo; Rosencrantz y Guildenstern lo acompañarán a Inglaterra. Nos enteramos de que llevan una carta al rey inglés adicto a Claudio, con la orden de asesinar a Hamlet… Nada se nos dice de si los dos corte. Sanos saben o no del contenido de este mensaje. Mientras Hamlet está viajando por mar, su irreflexiva acción que costó la vida a Polonio sigue surtiendo efectos: Ofelia, tras haber perdido al padre por mano del amado, pierde la cordura y se ahoga; su hermano Laertes, de regreso ya, es testigo de su demencia y de su muerte. Laertes ha acudido desde Francia para vengar la muerte de su padre en la persona del rey a quien él toma por culpable. Su indignación ha despertado eco en el pueblo que está por proclamarlo rey. Fácil resulta a Claudio demostrarle que no fue él sino Hamlet quien ha cometido el crimen y es, asimismo, culpable de la locura y de la muerte de Ofelia. Llega. De parte de Hamlet, la noticia, inexplicable aún, de que ha vuelto y que ya desembarcó. El rey y Laertes planean ahora cómo acabar con Hamlet: Laertes ha adquirido en Francia fama de ser un excelente esgrimista y Hamlet, aficionado igualmente al arte de la espada, ha de medirse con aquél. Resultará, pues, fácil llevar a ambos a una puja en que Laertes usará contra el desprevenido no la espada roma, de costumbre en tales certámenes, sino un arma bien afilada… Así lo aconseja el rey, pero la sed de venganza de Laertes no conoce límites: para colmo, envenenará la punta del arma. Ínterin, Hamlet en alta mar, ha roto el sello en la carta al rey británico; enterado de que le cortarán la cabeza apenas llegue a Inglaterra, ha fraguado un mensaje en que se exhorta al rey a que dé muerte a los dos cortesanos; y él, en ocasión de un encuentro con piratas, sabe arreglárselas para caer prisionero, mientras que Rosencrantz y Guildenstern siguen viaje al encuentro de su destino fatal. Los corsarios lo dejan en la costa danesa porque les promete que "dará un buen golpe para ellos”, con lo cual alude evidente a su venganza. Ahora sí está firmemente decidido a llevarla a cabo: bastó el mensaje al rey de Inglaterra para que reaccionara. En el cementerio donde se pone al habla con su amigo Horacio, presencia el entierro de Ofelia. Muerta ella, su amor se exterioriza en un apasionado arrebato, de modo que en la misma tumba se traba en riña loca y salvaje con Laertes. Los separan. Hamlet siente la extraña necesidad de determinar por un duelo quién de los dos amó más a la desaparecida. Ha llegado, pues, la ocasión esperada por el rey que, de prisa, dispone se haga el certamen; lo presenta a Hamlet expresamente como una puja para decidir una apuesta. Para mayor seguridad, el rey tiene preparada para Hamlet una ponzoña… Los sucesos se siguen con vertiginosa prisa: Laertes y Hamlet se hieren mutuamente con la misma espada envenenada; la reina toma de la bebida preparada para Hamlet por el alevoso rey; ella primero, presintiendo lo que está sucediendo, y luego Laertes, sabiéndose culpable, empiezan a revelar la intriga; y Hamlet, moribundo ya, blande la es pada venenosa que tiene aún en su mano, contra el rey, dándole muer-te. El joven Fortinbras, príncipe de Noruega, quien, en este instante, de regreso de una expedición contra Polonia, pasa por Dinamarca, y los embajadores ingleses que vienen junto con él para informar que Rosencrantz y Guildenstern han muerto como lo exigió aquel mensaje, encuentran muertos a la pareja real, a Laertes, a Hamlet… Ante ellos, representantes del mundo de afuera, Horacio descubre las trágicas circunstancias en que todo aquello sucedió. En varias ocasiones habíamos oído hablar de la antigua competencia entre Noruega y Dinamarca y de las exigencias del joven Fortinbras de ser rey en Dinamarca. Ahora, el valiente y joven guerrero lo será: pues, moribundo, Hamlet le ha dado su palabra…

Confieso que he dado este relato de los sucesos externos no sin cierta vergüenza. Pues con nada puede ser demostrado con más claridad que con tal resumen, que lo importante para Shakespeare no es el argumento, las aventuras, los acaecimientos extraordinarios, sino la interpretación poética de una historia dada que él, quitando, agregando, cambiando, modificó a medida que la motivación lo hacía necesario. Seguro está que, como otras veces, también esta vez le interesó trabajar en cada detalle del argumento hasta que de él surgiese algo humano, íntimo y oculto a la vista profana. Ahora bien: cuanto más entremos en los pormenores y eslabones de la acción dramática (que acabo de resumir sin profundizar), valiéndonos para interpretarla de frases pronunciadas por los protagonistas, ya sea en momentos decisivos, sea de paso, con tanta mayor claridad veremos (aunque quizá nos sorprenda) que esta tragedia es, en un sentido sumamente irónico de la palabra y con todo lo demás que ella abarca y que no hemos dicho, es… una tragedia de sino, es decir que hasta los sucesos dramáticos externos, tomándolos por ahora como independientes en un todo de la naturaleza y del espíritu del príncipe Hamlet, expresan ya una parte esencial del significado integral que Shakespeare se propuso expresar con este drama.

Comencé por decir que para nuestra comprensión intuitiva no hay cosa más clara que el intimo sentido de nuestro drama. De ser así, sería muy extraño que no lo hubiese formulado ya aquel hombre que tan enérgica y cordialmente se ha ocupado del Hamlet y que poseía ese don que llamamos intuición en no menor grado que la capacidad de expresar lo intuitivamente captado: por Goethe. Efectivamente, encuentro que Goethe ha dicho lo esencial respecto al Hamlet, ante todo porque vio claramente la ambigüedad de esta tragedia que él caracteriza una vez como tragedia de carácter y otra como tragedia de sino. También en lo que al modo de ser de Hamlet y a su posición frente al mundo respecta, Goethe formula observaciones absolutamente definitivas; otra cosa no se podía esperar del que creara a Werther y a Tasso. Los posteriores que han variado, completado, reforzado la interpretación de Goethe, deberían de hablar con un poco más de gratitud de su gran precursor. Con todo, soy también yo de la opinión que el hombre que ha llegado a crear no un Hamlet sino sólo un Werther y Tasso, acentúa demasiado lo problemático, lo incompleto, lo receptivo, lo en todo sentido pasivo en la posición de Hamlet frente al mundo, y que no reconoce debidamente lo que hay en él de actividad y energía. No me ocupo todavía de aquella fórmula tan conocida de Goethe: “Una gran acción, impuesta a un alma que no está a la altura de la acción"; no hablo tampoco del carácter de Hamlet y su posición frente al mundo y frente a su deber. Hablo de la acción dramática de nuestra tragedia, de los extraños senderos que el destino recorre en ella, y no de la interpretación goetheana de la personalidad de Hamlet, sino de otra sobre la tragedia ”Hamlet” en conjunto. Aunque esta fórmula se lee también en el “Wilhelm Meister” y en el mismo pasaje que la citada tan a menudo, sólo pocos le han dado la importancia que merece. Sin embargo, no deberíamos se parar una de la otra puesto que ambas, juntas, expresan la opinión de Goethe, así como el carácter de Hamlet junto con los sucesos en que su carácter se evidencia, integran la tragedia de Hamlet. Goethe dice:

“Acaece un horrible hecho, sigue su curso trayendo consecuencias, arrebata consigo a inocentes; el criminal parece querer esquivar el abismo en que necesariamente ha de caer; y se precipita en él en el mismo instante en que cree poder seguir ileso su camino. Pues es propio del crimen el que extienda el mal también sobre el inocente, como lo es de la buena acción el que extienda muchas ventajas aún hasta los que no las merecen, sin que a menudo el autor de ambos sea castigado o recompensado. Aquí, en nuestro drama, ¡qué maravilla!  El purgatorio manda su fantasma y pide venganza, pero en vano. Todas las circunstancias se juntan e impulsan la venganza; en vano. Ni lo terrenal ni lo infernal logran lo que queda reservado exclusivamente al destino. La hora del juicio llega. El malo cae junto con el bueno. Una generación es segada; otra nueva brota.”

Que este resumen es cierto, se ve bien a las claras si nos atenemos tan sólo a los sucesos interiores. La acción que todo lo pone en movimiento está realizada: El rey Hamlet asesinado; el usurpador en posesión de la viuda y del trono. Hamlet padre y Hamlet hijo se proponen vengarse en la manera más horrible del asesino, perdonarle, en cambio, la vida a la reina; sin embargo, la pareja perecerá en el mismo instante. El príncipe Hamlet quiere dar muerte al rey y mata a Polonio. Aquí donde hablamos de designios meramente exteriores, prefiero no hablar de su enigmática conducta frente a Ofelia con la que Hamlet, de modo indefinible, parece contar para sus planes sirviéndose de ella como medio: el resultado, su locura y suicidio, Ilega sobre él como terrible y dolorosa sorpresa. El rey Claudio quiere hacer asesinar a Hamlet en Inglaterra y entrega así al verdugo a sus propios mensajeros. Laertes quiere satisfacer su sed de venganza con una traición; el rey quiere valerse de él; y ambos se pierden con ello. Y en el instante cuando todo va contra Hamlet y éste no piensa sino en el duelo que para él es símbolo de su renacido amor a Ofelia y cuando él, pues, se olvida del todo de su deber de venganza, se realiza la venganza que lo aniquila junto con los demás.

Tal interpretación de que Shakespeare, entre otros aspectos, nos presenta en “Hamlet” el irónico destino que se burla de los designios humanos, no es arbitraria ni artificial. Lo que, guiados por Goethe, tenemos a la vista, está claramente expresado por Horacio a quien el poeta, al final, cuando por encargo de Hamlet se dispone a revelar el verdadero nexo de lo acontecido, hace decirle a Fortinbras:

 

…So shall you hear

Of carnal, bloody, and unnatural acts;

Of accidential judgments, casual slaughters;

Of deaths put on by cunning, and fore’d cause;

And, in this upshot, purposes mistook

Fall’n on the inventor’s heads

 Desde aquí se nos abre ahora un camino que va desde el irónico destino simbolizado en esta tragedia, hasta el modo de ser de Hamlet desunido consigo mismo. El destino no hace fracasar todo cuanto los hombres se proponen; un plan resulta, otro se malogra; y preguntamos si realmente todo en el microcosmos de esta tragedia sucede por azar, ciega, arbitraria y antojadizamente. ¿O hay acaso un criterio con el que podríamos empezar a comprender la distinción, la selección del destino?

Tal criterio nos es dado con aquel reconocimiento tardío de Hamlet que tanto nos revela del misterio de su carácter múltiple. Ha dejado que lo lleven a Inglaterra como a un loco que hace peligrar el trono y el reino, y de regreso, relatando al amigo por qué raro encadenamiento de lo casual y la rápida e irreflexiva resolución se ha salvado del mayor peligro, de ser asesinado, exclama:

Let us know,

Our indiscretion sometimes serves us well.

When our deep plots do pall and that should teach us,

There’s a divinity that shapes our ends,

Rough-hew them how we will.”

 Esta deidad que Hamlet aprende a reconocer de manera que, meneando la cabeza, exclama:

There’s a divinity that shapes our ends,

Parece oponerse ante todo a los “profundos proyectos”, a los propósitos bien preparados, a las empresas que surgen del razonamiento; tales deep plots los hace fracasar. Pero: ¡praised be rashness! (¡Bendita sea la audacia!). Nuestras acciones conscientes, de determinada finalidad, son guiadas y transformadas por lo divino que con más agra-do viene en ayuda de nuestras rápidas e inconscientes decisiones que de nuestra reflexión.

Henos aquí ante un aserto muy serio, serio para todos nosotros, y también para Hamlet. Pues esto es lo que él tiene por dentro: ambas virtudes que están en pugna durante toda su vida y que sólo a veces coinciden: circunspección, reflexión, intelectualidad, consideración hasta la pedantería, y, por el otro lado, energía, actividad, decisión cual relámpago, elasticidad de acero y acción rápida. Cuando to-do está por terminar, Hamlet, este Hamlet al que observamos, cuyos

Monólogos, consideraciones, largos preparativos, autorreproches por inactividad y cobardía hemos escuchado, exclama:

Praised be rashness!

Ahora elogia la rapidez de acción, la desconsideración… Lo hace en un estado de ánimo en que se mezclan en él extrañamente la dolorosa claridad, el placer de haber actuado rápidamente desde dentro y, por ello, haber vivido, y la resignación. Su sereno placer no resulta sólo de la rápida acción con que se salvó y que relata al amigo; todavía vibran en él la dicha y el dolor a causa de aquel atrevido salto a la tumba de Ofelia y la tardía, demasiado tardía confesión de su amor antes reprimido con dudas, consideraciones, desconfianzas cuando se valía aún de la amada para su plan de venganza contra el rey. Ahora, cuando ha roto las cadenas que lo inmovilizaban, y vencido la reflexión y la melancolía: ¡qué bien se sentiría si no fuese demasiado tarde!… ¡Cuán unido a lo divino se sentiría ahora, consciente de su nueva fuerza y alegría de actuar, si no hubiesen acontecido ya tantas cosas que le hacen creer que a él ya no corresponde la alegría del que comienza, sino la resignación! Así es como él sabe muy bien que la divinidad lleva a cabo todo a su propia e imprevisible manera; sur gen y se desvanecen fugaces momentos en que Hamlet siente que está en acuerdo con lo divino; y ahora cuando ya es tarde para la acción valiente y satisfactoria, no le queda sino la modestia de resignarse, tomando sobre si su destino. Cuando se apresta para aquel duelo que lo decidirá todo, le sobreviene un presentimiento de la fatalidad; su corazón se aflige, siente “una especie de mal augurio.” Sin embargo, dice:

 

We defy augury; there’s a special providence in the fall of a sparrow. If the be now, ‘t is not to come; if it be not to come, it will be now; if it be not now, yet it will come: so readiness is all: Since no man has aught of what he leaves, what isn’t to leave betimes?3

3 No creo en presagios; basta en la calda de un gorrión interviene una Providencia especial. Si es esta la hora, no está por venir, si no está por venir, ésta la hora; y si ésta no es la hora, vendrá de todos modos. No hay más que hallarse prevenido. Pues si nadie es dueño de lo que ha de abandonar un día, ¿qué importa abandonarlo tarde o temprano?

 

Ya sabemos cómo se manifiesta la Previsión, la divinidad, que interviene en los proyectos de los humanos y entreteje los hilos de sus tejidos con los de su divina trama. Lo hace también en aquel duelo, esas ordalías a que Hamlet se apresta. Años atrás hubo otro duelo, el mismo día en que nació Hamlet, un duelo claro y honesto, de acción contra acción, y en que venció el más fuerte… Los reyes Hamlet y Fórtinbras de nombre- lucharon entonces por un pedazo de tierra. Venció Hamlet, el danés y desde entonces, el noruego anda rondando por allí, esperando su oportunidad. En el nuevo duelo, en cambio, en que lucha Hamlet el heredero, todo es equívoco y confuso: es una puja para decidir una apuesta; es la venganza de Laertes; es el esfuerzo de Hamlet de dar caballeresca satisfacción a Laertes y de arriesgar su vi-da para demostrar su amor a Ofelia que él ha impulsado al suicidio; y es un ardid del rey para asesinar a Hamlet. Nada parece en ese momento estar menos en juego que la venganza de Hamlet; parece esta su venganza ser de mayor utilidad para los corsarios que para la voluntad de poder del joven Fortinbras… Pero la Previsión echa su red, y vemos que los seres humanos con sus proyectos no han trabajado sino para ella… En uno y el mismo instante se hunde toda la familia real danesa, el usurpador, la desgraciada reina, Hamlet y, con ellos, Laertes ya designado rey por el pueblo. Para Fortinbras, que indiscutiblemente todo lo debe a la acción y que no ha hecho proyectos en agitada inquietud, sino esperado tranquilamente y ejercitado su fuerza: para él ha llegado la hora del desquite en que se cumplen sus esperanzas. La venganza de Hamlet no se realiza por él mismo, sino a través de él, por encima de él, por encima de su cadáver. Herido de muerte, blande, con un rapidísimo movimiento y sin conexión con sus designios anteriores, el arma envenenada contra el alevoso asesino. Es el destino el que le guía la mano como si la mano de un muerto ejecutara lo que el viviente no ha hecho. No ha hecho… ¿Tiene razón Goethe también al decir que en “Hamlet”, “una gran acción está impuesta a un alma que no está a la altura de la acción”? ¿Y que Hamlet es “un ser bello, puro, noble, sumamente moral, sin fuerza sensual que es la que hace al héroe”?

Tal concepción ha sido objetada agudamente, hasta el punto de negar del todo que haya en Hamlet una discrepancia entre el pensar y el actuar. J. J. Klein (ya en 1846 en un articulo de un diario hoy des aparecido y reimpreso luego en el “Anuario Shakespeareano” del año 1895) y luego, en un comienzo independiente de él y más tarde citándolo con gran placer como fuente, Karl Werder, en sus conferencias, han sostenido que Shakespeare nos hace ver cómo Hamlet, con espíritu superior, describe, indaga y a la postre venga un crimen envuelto en el más profundo, el más horrible misterio, y que toda su lentitud de proceder, toda su táctica particular está motivada por los mejores motivos externos que pueda haber. J. J. Klein llega hasta el punto de identificar con el don de adivinación de Hamlet la aparición del fantasma sin que tuviera en cuenta que amén de aquél y antes que él, lo observan Horacio, Marcelo y Bernardo. Con ello, todas las reflexiones de Klein, por espirituales y profundas que sean, y las observación esa que llega, carecen de valor, pues puede ser que haya hecho algo quizá muy interesante, algo que quizá sea poesía a pesar de su estilo abstracto y crítico, pero lo ha hecho de la tragedia de Shakespeare; no se ha quedado dentro de ella.

Es, sin embargo, sumamente importante el detalle que Hamlet no quiere condenar al usurpador sólo basándose en la aparición y las palabras del fantasma, sino que toma sus medidas para demostrar la culpa del asesino con un método normal. Pero, aun así, debemos preguntar si se puede decir que Hamlet “no está a la altura de su acción”, después de ver en qué manera el destino interviene en todos los sucesos.

Pues en esto está realmente el motivo universal de esta tragedia, el motivo que todo lo aúna: que se nos presenta el encuentro de un extraordinario destino con un extraordinario carácter. La enorme significación que la figura de Hamlet ha adquirido para la historia del espíritu de los pueblos europeos, arraiga en que Shakespeare amplió la lucha de Hamlet con su poder, su lucha contra el usurpador y sus cómplices, contra la voluptuosidad y la lúbrica concupiscencia, simbolizando con ella la lucha del hombre de espíritu contra el mundo que quiere aplastarlo y ahogarlo. Una vez por todas, Goethe ha visto muy bien que Hamlet es un ser que sufre del mundo, y aquellos críticos que ven en nuestro drama ante todo la historia de un crimen oculto a todos menos al asesino y al asesinado y descubierto por el as-tuto detective Hamlet, no hacen, en última instancia, sino lo que yo hice momentos atrás y sólo como una observación preliminar y no sin confesarme avergonzado: se atienen al transcurso externo de los acontecimientos y pasan por alto lo que en este drama es indiscutiblemente lo esencial: los pensamientos, las sensaciones, el inmenso sufrimiento que se trasunta en el lenguaje, en las palabras de Hamlet y no sólo en las suyas. No cabe duda: lo que interesó a Shakespeare para que se ocupase de tan bárbaro y tosco argumento, fue el motivo de la locura fingida del que la tradición hablaba y que él se propuso motivar y estructurar de una manera completamente distinta y nueva. Y precisamente: al poner en contacto esta supuesta locura con el abismal demonismo de lo infra mundano y de lo infrahumano de la fétida voluptuosidad, y a la par con un pesimismo de tan intima, tan impresionante hondura que el hombre medio lo toma por auténtica locura,

Shakespeare, él primero, supo imprimir a este argumento su cuño trágico y al tiempo agudamente polémico. Es también verdad lo que Goethe ha observado, que la pasión de Hamlet tiene extrañas transiciones hacia la pasividad, aunque no queremos negar que Goethe en este aspecto tampoco ha visto todo y que, caracterizando a su manera al príncipe danés que me parece cargado de las más fuertes energías-, lo ha “goethizado”, “meisterizado”, “wertherizado” y “egmonizado.” Además, es demasiado simple y tradicional el denominar “gran acción” a la venganza sangrienta impuesta a Hamlet y “falta de fuerza sensual” a su actitud frente a esta venganza.

Dispuestos a lograr claridad y seguridad sobre lo que Hamlet siente, lo que piensa; para saber si él, quizá no a la altura de la venganza que el airado padre en sus andanzas fantasmales le exige, no está tampoco a la altura de su destino, y para saber cómo arrostrar su acción y qué es lo que el autor simboliza con él, qué es el significado de esta figura trágica, damos con que aún sin que miremos de cerca de Hamlet, su actitud, sus empresas, sus palabras encontramos, dentro del mismo poema, muchas alusiones hechas en las más variadas ocasiones y que echan mucha luz sobre la personalidad de Hamlet. Ya he dicho que es un rasgo peculiar que esta tragedia tiene en común con otros dramas de Shakespeare, el recurso del autor de poner en labios de personajes secundarios y en situaciones no directamente pertinentes, una que otra palabra que, de repente, cual relámpago nos ilumina res pecto a la suprema significación del poema y del protagonista.

Ya J. L. Klein y nueva e independientemente Margarete Susman (ella también en un articulo, digno de conservarse en “Die Tat”, de 1915, que, de paso lo diré, al igual del ensayo de Klein no se limita al poema de Shakespeare, sino que, al lado de su gigantesca obra, a su luz y sombra, idea una pequeña poesía de abstracción) … los dos, pues, han mencionado como frases nucleares unos cuantos versos que se leen en aquella declamación del actor sobre el recio Pirro. En efecto, estos versos son de los más significativos, sólo que Klein y Susman, sin consultar el original, han confiado en Schlegel así que, inducidos al error por su traducción equivocada, no han podido ver toda la importancia del pasaje en cuestión.

Pirro, airado y aguerrido, se propone matar a Príamo, pero el débil anciano cae ya al suelo mientras la espada vibra aún en el aire; en el mismo instante, todo Ilión se derrumba estruendosamente; por un momento siente Pirro el inmenso poder del destino frente al que su ira su voluntad no son sino una brizna, y entonces:

 

Lo! His sword

Which was declining on the milky head

Of reverend Priam, seem’di’ the air to stick:

 So, as a painted tyrant, Pyrrhus stood;

And like a neutral to his will and matter,

Diednothing. 4

4 ¡Ved! ¡Su espada que ya caía sobre la láctea cabeza del venerable Príamo, parece estar clavada en el aire! Asi, como la imagen de un tirano, permanece Pirro, y cual si se hallara indiferente a su intención y a su tarea se mantiene quieto!

Like a neutralto his will and matter…De ninguna manera debemos interpretarlo como Schlegel lo hace por amor al del verso; Gundolf y otros correctores, por descuido, lo han dejado luego tal cual cuando traduce: Undwieparteiloszwischen Kraft undWillen(y sin to mar partido entre fuerza y voluntad). Apliquemos estas palabras a Hamlet mismo, y no encontraremos de ninguna manera en él una discrepancia tan sencilla como es la de que él quiere actuar pero no tiene la capacidad de hacerlo. En aquel instante Pirro está más bien neutral frente a su propia voluntad y a su propio objeto y meta: la es pada que blande, queda como lijada en el aire, de modo que por un momento él no es persona actora sino sólo la imagen, la fantasía, la semejanza casi inmovilizada de la acción. Aquí, en esta expresión simbólica se refleja la actitud de Hamlet frente a su tarea. Cuando urge realizar la acción, enfrenta su propia causa como si nada tuviese que ver con ella. Se desintegra, se desune consigo, se desdobla: es actor y espectador a la par o, mejor, es aquél que se propuso realizar la acción que le fue impuesta y, al tiempo, aquél que la realiza no en la realidad sino en la imaginación.

Muy ilustrativa para la situación psíquica de Hamlet es la, tan afín, en que el poeta con impresionante ironía coloca a Laertes frente a Hamlet. Hamlet debe vengar la muerte de su padre, castigando al rey Claudio; Laertes, aliándose a ese mismo rey, debe vengar la muerte de su padre, castigando a Hamlet. De modo que el rey Claudio se ve obligado a decirle las siguientes palabras que escuchamos como si con ellas se amonestase a Hamlet a satisfacer su sed de venganza contra el rey que habla, no anticipándola complacido en la imaginación y anulándolaasí, sino actuando:

And nothing is at a like goodness still;

For goodness, growing to a plurisy,

Dies in his own too much: That we would do

We should do when we would; for this would changes

And hath abatements and delays as many,

 As there are tongues, are hands, are accidents;

And then this should is like a spendthrift sigh,

Thathurtsbyeasing….5

 

5 Nada existe que se mantenga constantemente en el mismo grado de bondad, pues ésta, creciendo hasta la plétora, muere en su propio exceso. Lo que quisiéramos hacer, deberíamos hacerlo en el acto de quererlo, porque ese” querer” cambia y su frotantes lenguas y aplazamientos cuantos son los labios, las manos y las circunstancias por que atraviesa, y entonces ese “deber” vuélvase una especie de suspiro disipador, que hace daño al exhalarlo.

El poeta ha resuelto poner en labios del rey Claudio estas palabras de extraordinaria profundidad sin preocuparse de que, quizá, un Tieck a otro cualquiera pudiese valerse de ellas para demostrar que el rey que expresa tan profundos pensamientos no puede ser un vil y brutal voluptuoso: lo ha hecho ante todo por amor a la ironía (tan grata al Shakespeare de esa época para expresar su sufrimiento frente al mundo y su misantropía), porque quiso que ya en el proyecto de la venganza contra Hamlet sea formulada, por boca de un amoral, esa teoría de la acción contra la que el hombre imaginativo que es Hamlet, peca en todos sus proyectos de venganza contra ese amoral mismo. Y efectivamente, es Hamlet quien viene mejorando continuamente la cualidad de su voluntad hasta que termina por ser la voluntad perfecta, aquella que goza de encontrar satisfacción en sí misma, porque lleva en sí la idea de la acción ya acabada.

El príncipe Hamlet es un joven, rico en sentimientos y reflexivo, que necesita de amor para sí y para el mundo; sus inclinaciones lo guían hacia la ciencia y la filosofía; estuvo en la universidad y quiere volver a ella; asuntos de Estado poco le interesan. De manera que en sí ya se halla en peligro de sentirse solitario y abandonado en este mundo y ¿cuánto más ahora cuando el padre amado y venerable le fue arrebatado de un modo tan horripilante y detestable que el presentimiento de un crimen lo ofusca, ahora cuando el tío, el hermano del padre, si, pero que es su contrario en todo hasta en el aspecto corporal, usurpa la corona y eso es lo más horrible de todo-se casa con la amada, la adorada madre, se casa diríase junto al cadáver del padre!... Hamlet debe sentir todo ello como incesto en triple sentido, claro está toda aquella época concibe tal matrimonio entre la viuda y el cuñado como algo pecaminoso; y el alejarse tan abruptamente del recuerdo del finado y del duelo para buscar nuevo casamiento y nuevo placer, no puede parecerle otra cosa que traición del amor; y finalmente, debe parecerle la madre como manchada y vejada porque participa del lecho de tan asqueroso y concupiscente sibarita. Fue Strindberg quien destacó esta situación de Hamlet. Es natural que ca-da uno tome de esa insondable tragedia lo que le sea más afín. Sin embargo, es añadir un matiz no shakespeariana cuando Strindberg, muy a su manera, expone: “De repente se encuentra con un padrastro, y lo que un niño nunca observa en la relación matrimonial, lo observa hasta un niño de corta edad cuando presencia un nuevo matrimonio “bastardo”: Hamlet concibe el rebajamiento de su madre como incesto o prostitución…” “Su modo de ser”, prosigue Strindberg, quien revive, con fuerte asimilación, el estado anímico de Hamlet, está en rebelión; ve interrumpida la larga serie de antepasados como "por algo antinatural, monstruoso, impuro que mancilla el recuerdo del padre y la majestad de la madre”.

Pero lo que convierte, para Hamlet, la vida en aquella corte insoportable pena, no son sólo sentimientos, comparaciones como las descriptas, sino que son las realidades de la vida ahora en boga en esa corte. Es ese ambiente de “júbilo funesto y lamento nupcial” como el mordaz rey lo expresa con esa mezcla de sentimental dulzura y cinismo que se complace en adoptar, ese ambiente de voluptuosidad y de orgías en que el joven, ansioso de un medio ambiente puro y tranquilo, ve lo que debe parecerle un repugnante lodazal: banquetes, francachelas, alboroto, fiestas lascivas y adoración del vientre entre truenos de los cañones y preparativos para la guerra. Él, cuya naturaleza lo orienta hacia si, hacia dentro, él que quisiera vivir, rodeado de selectos amigos o en fino amor, está ahora condenado a vivir en esa corte, en la casa paterna, en la nueva vida que su madre se ha elegido: él, el único que está todavía de luto, vive como en un campamento de enemigos. Su carácter no es tal que lo deje inerme frente a todo ello y en depresiones; no; como debe tratar con este mundo ene migo, se vale del arma que le es apropiada: de su espíritu que se torna muy activo, agresivo, polémico cada vez que se le quiera sacar de su ensimismamiento mediante insinuaciones bajas y con vilezas; pues su ensimismamiento no es sino como una capa protectora bajo la cual se baten agitadamente la pena, la duda, preguntas y problemas. Así lida, indulgente, meditabunda es como su conducta es ora suave, comedida, y ora, de repente, violenta, aguda, maliciosa. Lo que en realidad vive en él, su auténtico modo de ser, su situación íntima no puede expresarse, al menos no hasta que encuentre en Horacio al auténtico hombre y amigo al que puede tener fe… Para nosotros, su forzoso silencio se traduce en monólogos. Tal es su estado de ánimo, aun antes de aparecérsele su finado padre; aun antes que al sensible, vulnerable, alcanza el más horrible mensaje desde el averno, la noticia del asesinato de su padre que la víctima misma le trae, la noticia de que el padre en el averno sufre real y corporalmente aquella tortura infernal que atribula asimismo, y con infernal rigor, el alma del hijo. Aun antes de enterarse de todo ello, hay en Hamlet una casi insoportable melancolía; cuanto ve, todo le parece ejemplo del estado en que el mundo se encuentra y que él aborrece porque es como es, y que censura apasionadamente cada vez que está a solas consigo mismo; él, espíritu en fin que puede vivir tan sólo en esferas etéreas, añora no ser humano entre humanos, por nada: añora el suicidio… ¡Cómo debe herir a tal hombre en tal estado anímico y tal situación, la noticia del asesinato, que, para él, es a la vez horrible noticia acerca de su madre, la noticia de que la ignominia, la suciedad, la pena de este mundo no terminan con la muerte sino que el alma que aquí no tuvo donde encontrar tranquilidad y paz, en el más allá seguirá batiéndose revuelta por ese eterno remolino del horror!

Esa vida en el más allá, en el purgatorio donde se halla el asesinado, la aparición visible tan sólo a unos pocos selectos del fantasma, y su conversación con el hijo: todo ello debemos tomarlo por la más horrorosa realidad, y quisiera ver a quien por estar convencido fríamente de que la vida y la conciencia no son sino una función de determinadas partículas materiales, haya perdido la capacidad de experimentar y vivir el horror ante la ‘vida en la muerte al par que el horror ante la ‘muerte en la vida’, que ambos están amalgamados en esta nuestra tragedia. Con este ingrediente esencial, el poema de Hamlet se ha tornado expresión poética de un sentimiento mundial nacido con el cristianismo; y precisamente porque tanto Hamlet como Horacio, al igual que su creador, son racionalistas pero sucumben a algo que no creen ni aceptan porque lo ven, lo oyen, lo sien-ten con sus propios sentidos: precisamente por ello estas escenas están más allá de todo lo que es dogma o superstición, y despiertan en nos-otros una angustia, elevada al par que íntimamente sentida, frente a lo eterno, como así no la sentimos ni por obra de Sófocles ni de Miguel Ángel ni de Rembrandt ni tampoco en lo demoníaco de la plástica gótica de Grünewald. Es ese clima shakespeariana expresado también por Claudio en “Medida por Medida”:

…And the delighted spirit

 To bathe in fiery floods, or to reside

 In thrilling regions of thick-ribbed ice;

To be imprison’d in the viewless winds,

And blown with restless violence round about

Thependentworld….6

 

6 Esta inteligencia deliciosa, bañarse en olas de fuego, o residir en alguna región de murallas de hielos espesos, estar aprisionado en vientos invisibles y arremolinarse, con violencia sin tregua, en derredor de un mundo suspendido en el espacio…

Ese clima en medio de una filosofía fuerte y paciente que busca res puestas, valientemente y sin amedrentarse ante sus descubrimientos, es el legado de aquella íntima, apasionada y dolorosa visión del mundo que, al través de Shakespeare, nos ha venido desde la era cristiana y se conserva fresca e impresionante, aún en la edad de las ciencias.

Muchos han admirado (y Lessing lo ha explicado con noble dolor y envidia) el arte con que estas escenas se hallan estructuradas, un arte como le es dado tan sólo al que, de la manera más íntima, la más potente, sienta la inefable tragedia de ese animal consciente de lo eterno que es el hombre. Al aire libre, en una noche bajo el infinito cielo: así comienza el drama. Centinelas que se relevan; en hora: están dando las doce… Desde las palabras que van y vienen nos roza la frescura de esta noche; sentimos escalofríos; y el continuo

“¡Alto ahí!” y “¿Quién?” nos sugieren el inmenso y angustiante silencio que reinaría sin estas voces… Y se inicia la discusión sobre lo que ha aparecido allí; escuchamos el frio "Pah" del incrédulo racionalista; otro que ha estado presente, se pone a contar lo que ha visto; y ya llega el fantasma mismo, visible para los tres hombres en el escenario, y vemos cómo pasa allí, tranquilo, digno, humano; oímos cómo el racionalista reconoce al adorado rey. Y luego, cuando vuelve, presenciamos la violenta tentativa de los soldados que, obligándose a ser valientes como los soldados deben serlo, tratan de retener la aparición; escuchamos el solemne conjuro por Horacio. El fantasma, callado, avanza; canta el gallo; y ya se ha ido… De tan enorme y extraño acontecimiento se entera Hamlet al que ínterin conocimos en su trato con la corte, con la madre, con el tío-padrastro y al que escuchamos clamar su pena, su añoranza de ser un espíritu, de no ser hombre o de poder abrir libremente las puertas a la muerte. ¡Admirable esa exposición con inaudito acierto,  arte soberano puesto al servicio de lo más íntimo! Desde ya sentimos por las palabras de Hamlet como por la situación misma que aquí la estrechez de un argumento bárbara mente vulgar y externo, ha sido ensanchado para que sea teatro donde se nos presente la lucha del espíritu con el mundo de los viles impulsos, y de la pureza del alma con la codicia sucia y la astucia calculadora. Y ya sabemos que observaremos al espíritu no sólo en su lucha contra todo lo grotesco, lo siniestro del mundo humano animal, sino en su vuelo sin pausa “en torno al globo que gira”, es decir en la infinidad de un sufrimiento cósmico.

Antes que Hamlet, una noche más tarde, cierre el paso al fantasma, Shakespeare, con esa técnica que siempre emplea en un argumento complejo, introduce todavía un nuevo motivo. Por la conversación entre Ofelia con su hermano y luego con su padre, nos enteramos del germinante amor entre ella y Hamlet. En esos tiempos, cuando Hamlet estaba tan desmesuradamente solitario y triste, ha confesado su inclinación a la joven, amable, dulce y suave, y puede creer que ella responde a su amor. Empezamos a temer cuando la obediente niña promete a su padre que cumplirá la orden de romper toda relación con el príncipe. Ambos jóvenes, Laertes y asimismo Ofelia, miran a su padre, el viejo Polonio, con una veneración de tipo pequeño burgués. El posee experiencia, es hombre de mundo, e inteligente, sabe decir de memoria las máximas generales para una correcta conducta y, con todo, le es propia cierta superioridad humorística y de poltrón que con sus órdenes patriarcales recorre toda la escala desde la bon-dad hasta la violencia, de modo que no nos maravillamos al ver tan dócil a su cría que lo venera. Tampoco nos maravillamos que un carácter tan tranquilo, ora oprimido, ora cordialmente alegre como lo tiene Ofelia, no pudo menos que atraer al príncipe en estos momentos en que una horrible muerte lo ha privado al padre, y una vida no menos horrible, de la madre. Ella es para Hamlet como una grata garantía de que el mundo no carece de alma. Aun esto será quitado después al que nada presiente todavía, al tan torturado que añora un mundo fresco y puramente espiritual y que, ahora, el corazón lleno de indefinibles cuitas camina allí en la fría noche invernal para encontrarse con el mensajero del mundo de los espíritus que dicen es el fantasma de su propio padre.

Ya en la primera escena, en oportunidad de volver al mundo, como demonio del averno, el heroico y venerado viejo rey, hemos oído hablar de cómo están las cosas en Dinamarca y que ese funesto fenómeno presagia una época de efervescencia y de fatalidad para el país. Ahora, cuando Hamlet, una noche más tarde, está esperando al fantasma, se inicia la conversación con alusiones a los cañonazos y trompetazos que acompañan los brindis del actual rey en su desenfrenado banquete nocturno y que se oyen desde la terraza. Hamlet habla con viva indignación, usa fuertes palabras contra tal conducta irresponsable y salvaje, para luego pasar a una consideración de índole general; se enreda en una frase demasiado larga que concentra sobre si toda la atención, la suya y la nuestra: y en ese instante aparece el fantasma. En aquella figura, oculta por la armadura, Hamlet reconoce a través de la abierta visera, rasgo por rasgo a su noble padre. He aquí otra faz de la naturaleza de Hamlet: su valentía. Es valiente a su manera que nada tiene que ver con carácter guerrero y de soldado, ni con bravura ni con dureza adquirida por la costumbre. Cuando, desde más allá de los límites naturales, nos saluda un ser demoníaco que puede ser un emisario del infierno, hasta el más valiente tiene derecho a amedrentarse. Así es como Horacio advierte sin más al príncipe contra la locura en que podría precipitar-lo el fantasma, caso que él le siguiese… Hamlet en cambio, siente que ahora algo extraordinario ha entrado en su vida, algo que será su destino: él no huirá. Nada le importa la vida en este mundo mor-tal; algo desde la eternidad lo llama, desde aquella eternidad que se halla, materializada, ante sus ojos y que él mismo siente en el alma. Del fondo de su imaginación

 

-he waxes desperate with imagination7

7 Su imaginación la exalta!

Exclama Horacio surge en él confianza, fuerza y resolución.

No, no era suyo este mundo de bajeza. El asco que lo llenaba frente a los últimos acontecimientos, la enorme desilusión vivida en la persona de su propia y amada madre no era sino la extrema realización de lo que él esperaba de este mundo. Por dentro, se sabe libre de toda posición, profesión o deber mundanos. Alejado está de todos los preparativos bélicos en torno, porque no le interesan y hasta le repugnan; todo aquello era para él nada más que un solo tejido de falta de dignidad y embriaguez. Ahora, en cambio, se le abre el mundo del espíritu y le impone un destino y un deber. ¡Pero en qué forma horripilante! Y ¡qué misión! No se ve elevado del caos que lo rodea hacia una esfera de pureza, sino que todo ese caos mismo, con todos sus horrores que lo hieren y apenan, le es señalado para que luche contra él.

Será ésta en adelante su tarea, para esto lo reclama el emisario del mundo de los espíritus que es su propio padre: para que vengue la pureza asesinada y envenenada y castigue la vileza. Pues así lo comprende sin titubear: para él no hay asuntos particulares, aislados, privados… Cuando se trata de cosas de la vida individual, del interés, de la ganancia y del placer, él está como paralizado, porque sólo desde su imaginación creadora cobra fuerza; pera él, lo individual no es sino representante de lo general. Así es como él transforma, detalla, amplía en seguida su nueva experiencia que le impone determinada y aislada acción; pues también este hecho individual le resulta simbólico de cuanto sucede en el mundo. Hay que anotarlo para que nunca jamás se olvide:

 

That one may smile, and smile, and be a villain…s

 

Pero ¿por qué le corresponde a él tal enredo, tal destino, tal deber? El destino de no poder alejarse para llevar, en algún lugar, la tranquila vida de contemplación y pureza a que aspira, sino el de tener que adentrarse en toda aquella vil y detestable concupiscencia, al de ir a la guerra contra la suciedad y la alevosia.

 

The time is out of joint; - O cursed spite!

That ever I was borne to set it right! 9

 

8. ¡que puede uno sonreír, y ser un bellaco!

9 El mundo está fuera de quicio!... ¡Oh, suerte maldita!… ¡Que haya nacido yo para ponerlo en orden!...

Toma sobre si lo que el espíritu le manda; aun antes de saber todo lo acontecido, se forma en él la firme resolución y la solemne promesa de vengarlo; a ello se atendrá en adelante, sabiendo que se trata de su última, su única tarea en este mundo, aunque concibe como maldición que tan horrible destino fue impuesto a él, precisamente a él. Acepta el llamamiento de modo totalmente heroico, espiritual, fantástico; nada existirá para él más que esta única tarea que él toma por algo enterizo, gigantesco, universal  e irrefutablemente decisivo. Como algunos filósofos y místicos nos han dicho que, conociendo a fondo una cosa, así fuera la más pequeña, intuimos en ella el universo, y como asimismo han dicho que la verdadera cognición es acción, y que quien hiciera bien una sola cosa, estaría con ello dentro de lo eterno, así Hamlet, desde el primer instante y sólo esto le hace ver un sentido en su venganza sueña con realizar esta su única acción tan acabada-mente, tan representativamente como si fuera un sacrificio que, hecho por un individuo, sin embargo redime al mundo. Concibe su acción como la de un Hércules que con ella llegaría a ser un Cristo para la humanidad, un purificador del mundo; el mismo Hamlet, que confesó que se consideraría todo menos que un Hércules…

Su tarea inmediatamente después del encuentro con el más allá, lo sabe con toda claridad, su tarea requiere el decidido regreso, inmune a todo asco, desde su alejamiento del mundo hacia la tierra y las condiciones que en ella reinan. Hay que indagar el crimen, determinar al criminal, sacarlo de su escondite, revelar el secreto. Es característico de una de las faces de su modo de ser el que surge, apenas concluida la conversación con el fantasma, un designio -tan extraño en cualquier otra persona, tan atractivo por lo natural y peligroso en él-: muy bien, ¡finjamos haber enloquecido! Lo que es, en cierto modo, verdad el hecho de que él enfrenta el mundo con extrañeza, con odio, con desprecio, con polémica, con saña, con furor, ahora ha de servir a su tarea, la de entrar en sus planes mediante la enajenación ficticia que bien poco ha de añadir o quitar a la realidad… Pues bien poco es lo que él debe agregar de conducta intencionalmente grotesca y de expresiones metafóricas, para pasar por loco ante este mundo cuando, en realidad, le dice su opinión sincera.

Strindberg ha vivido en esa misma relación trágica y grotesca para con el mundo, hallándose entre la genialidad y la locura, y es otra vez él quien nos aclara de modo excelente el por qué el Hamlet shakespeariano finge ser loco y para qué le sirve tal simulación. Dice: “La experiencia, pues, ha demostrado que cuando consideren loco a un hombre, todos los demás hombres le revelan sus secretos. Creyendo que el loco no entiende nada, vienen en masa y se descubren hasta la desnudez, mostrando, sin quererlo, todos sus defectos y vicios.” Cierto que, aquí como antes, Strindberg no se atiene estrictamente a lo que es de Shakespeare, sino que agrega algo de su propia y crasa invención; pero nos lleva a la comprensión de lo principal en que Hamlet arraiga por intención de Shakespeare y en que la locura que Hamlet finge, con que Hamlet juega, está arraigada dentro de su espíritu y su posición frente a los hombres. Al tomar la decisión de acercarse valiente, enérgica y examinadora mente al asesino, Hamlet se envuelve en el manto de una conducta extraña como para no ensuciarse, como para seguir siendo él mismo debajo del disfraz; para no revelar su propio secreto al sonsacarle el suyo al adversario. Además, cuando loco, podrá decir lo que quiere, impunemente y sin llamar la atención, sin que se le tome en serio, podrá hacer alusiones y observar tranquilamente.

Mientras Hamlet recibe, desde el demoníaco más allá, el encargo de su grande y horrible destino, al mismo tiempo y en el ámbito reducido y más cercano de la intimidad humana, le derrumban sin compasión el edificio que su añoranza, su amor habían erigido con tanta ternura y timidez… Es incomprensible y sin embargo tan comprensible; como hija obediente, Ofelia rompe las relaciones con él, le devuelve sus cartas, en que a su tímida inclinación tanto más fácil le había resultado expresarse que en el trato personal, y se niega a concederle unas horas de armoniosa plática a que en los últimos tiempos se habían acostumbrado. Comprensible, muy comprensible… Para él, es la prueba sobre el ejemplo, valedera para todo el sexo femenino. Nada podría dar a su afán de generalizar alimento mejor y más doloroso: tal la madre, tal la amada… porque todas son así, ¡las mujeres! Cuando, poco después, se ve con Ofelia, se ha acumulado todo: su amor destrozado, su pena, su desprecio por ella, su falta de fe en la pureza de las mujeres en general -que ella es como las demás, es mujer en fin, su melancolía, su reacción contra la madre, contra su esposo fratricida, su oculta e inefable resistencia contra el papel, contra la actividad, contra la tarea que le fueron impuestos, y su designio que le permite y hasta le impone hacer lo que es deseo natural en su desesperación: de conducirse como un loco. Así es como en ese encuentro se nos presenta una de las más grandes, más intimas, más emocionantes escenas en Shakespeare quien, para hacerla aún más intima, más suave, más misteriosa, alejándola de toda cruda realidad y limitación por los sentidos, para liberarla además de todo movimiento pasajero y elevarla a las alturas eternas e inmóviles del espíritu, nos ha presentado ese doloroso cuadro no en forma de acción escénica, sino como relato, como poema en el poema. Conocemos los sucesos sólo por la narración de Ofelia; y así sabemos con más profunda emoción que si estuviésemos presentes, que Hamlet se equivoca, se equivoca horriblemente, porque sentimos cuán pura y fina es aquella que por amor se ha alejado de él y de su propia felicidad…

 

He took me by the wrist, and held me hard;

Then goes he to the length of all his arm;

And, with his other hand thus, o’er his brow,

He falls to such perusal of my face,

As he would draw it. Long stay’d he so;

At last a little shaking of my arm,

And thrice his head thus waving up and down-,

He rais’d a sigh so piteous and profound,

That it did seem to shatter all his bulk,

And end his being: That done, he lets me go:

And, with his head over his shoulder turn’d,

He seem’d to find his way without his eyes;

For out o’doors he went without their help,

 And, to the last, bended their light on me… 10

 

10 Mecogió por la muñeca, apretándome fuertemente; apartase después a la distancia de su brazo, y con la otra mano puesta así sobre su frente, escudriñó con tanta atención mi rostro como si quisiera retratarlo. Permaneció así largo tiempo, hasta que, sacudiéndome suavemente el brazo y moviendo así tres veces, de arriba abajo a cabeza, exhaló un suspiro tan profundo y doloroso, que parecía deshacérsele en pedazos todo su ser y haber llegado al fin de su existencia. Hecho esto, me dejó; y con la cabeza vuelta atrás, parecía hallar su camino sin valerse de los ojos, pues se alejó por la puerta sin servirse de ellos, y hasta el último instante tuvo su lumbre a en mí.

Se comprenderá que esta escena que, en lo esencial, no es sino representación de una conducta, no es sino un indeciblemente profundo suspiro, no pudo ser dada como acción dramática. Sabremos algo de lo más íntimo de Shakespeare cuando espiritualmente lo acompañemos en una de sus horas productivas y de concepción y veamos cómo él, eligiendo entre la multitud de posibilidades dramáticas de dar forma al encuentro entre Hamlet y Ofelia, no quiso otra cosa que esa imagen muda puesta ante nosotros en lenguaje y en nada más que lenguaje...

El hombre que de esta manera juega con la locura y se hace el loco para los demás, no es en ningún instante realmente loco. Cierto que si se concibe la locura completa y exclusivamente como relación al medio ambiente, se dirá, variando una palabra de Hamlet: 'En si, nadie es ni razonable ni loco, sólo nuestra interpretación le hace ser una de las dos cosas, y entonces, ya no pensando en el público de Hamlet sino en el más amplio de Shakespeare en general donde estaremos pues frente a una relación mutua como la que Lichtenberg nos ha señalado respecto al libro y la cabeza, entonces sí, digo, Hamlet es realmente loco. Observamos su auténtico estado de ánimo en los monólogos, en las conversaciones con Horacio al que revela todos sus secretos, en las pláticas con los actores, en la gran discusión con la madre, ante la tumba de Ofelia y al final, en el subsiguiente duelo con Laertes y en su hora suprema.

Hamlet es hombre de gran fuerza de imaginación, el que sufre del mundo y se rebela siempre de nuevo y con espontaneidad contra la injusticia y la vileza, y más aún contra la mediocridad y la talentosa fatuidad de toda esa gente mentirosa, servil y aduladora. Generaliza sin límite, apasionadamente, como suelen hacerlo los que son intuitivos impulsivos, ansiosos de pureza e integridad como lo es él; “un caso le vale por mil”; tiene el afán y el don de expresar con palabras impresionantes su trágica vivencia del mundo… Y ahora se quiere que un hombre de tal carácter, valiéndose de ese su instrumento de la razón que le fue dada para una conducta tranquila, pura, contemplativa y ordenadora, proyecte un plan de venganza, que sepa encontrar la transición desde la lenta reflexión hasta la acción, desde la intimidad al actuar; él que tiene una ilimitada desconfianza ante todo y todos, él que está seguro de haber vivido experiencias definitivas con los hombres y de tener razón para despreciar el carácter humano, sin dejar a un lado a sí mismo y la herencia que lleva en la sangre! La des ilusión, que es consecuencia de sus desmesuradas exigencias y que ante todo la madre y Ofelia le han causado, no puede darle, de ningún modo, satisfacción y justicia consigo mismo. No hay sorpresa para la que menos sirviese… La hendidura que parte en dos al mundo, pasa, cortante, a través de él mismo. Debemos creer que él, aun cuando Ofelia no se hubiese retirado, habría puesto fin, abruptamente a esa alianza amorosa. La extraña mezcla de desesperación y de locura imaginaria lo hace probable. El ha de estar a solas consigo, no ligado a nada ni nadie. A solas consigo: y ¿qué posición más dudosa, más inestable podría haber para él?

 

What should such fellows as I do crawling between heaven and earth? We are arrant knaves, all; believe none of us: Go thy ways to a nunnery, 11

 

11 ¿Por qué han de existir individuos como yo, para arrastrarse entre los cielos y la tierra? Todos somos unos bribones rematados; no te fíes de ninguno de nosotros ¡Vete, vete a un convento!…

Arrastrarse entre el cielo y la tierra, confinado a esa carne sólida, a lo animal; y ahora cuando le sucedió el milagro de los milagros y se le abrió el mundo del más allá, se le abrió también el infierno que en cierra a su padre y con él al mundo entero, y le impuso aquel deber infernal. Es verdad, y sería extraño si no fuese así, que él, viviendo en esa abismal contradicción se excita, se rebela siempre de nuevo ansiando apasionadamente entrar en las tinieblas, en la locura y que juega con ella como juega con la muerte voluntaria; pero nunca logra franquear el límite. Su espíritu es demasiado fuerte, imaginativo y creador como para permitírselo.

Posee un carácter tan complejo y vemos con tanta claridad cómo él servía sin esa oposición a un mundo… bajo que lo excita a la ira y al sarcasmo, que debemos reconocer: por su índole sería bueno, tranquilo, suave, contemplativo, reflexivo y superior por lo sereno que es. Así lo revelan muchas palabras amables dichas a la madre querida, y las ingenuas pláticas que a veces le gustan; su trato con Horacio el amigo, con sus compañeros de estudio y más que nada la instrucción que él imparte a los actores. Habría podido encontrar satisfacción, no consumiendo toda su vitalidad en la reacción contra los hombres, sino obrando sobre ellos al través de la máscara, lejos de ellos y, con ello, en pro de ellos. Pero el destino no le concedió tal teatro para su acción… Así es como Hamlet, cual fantasma y como lo hace su padre en la terraza de su castillo, debe seguir andando por todos los escenarios de los teatros de todos los países y tiempos porque las condiciones que lo privaron de la felicidad y de la paz del alma no han cambiado desde que Hamlet, entre los hombres, debió ponerse la máscara de la locura y Shakespeare la máscara de Hamlet.

Es impresionante observar cómo Hamlet ni por un momento se sale de la acción dramática, cómo más bien el lento y retardado desarrollo de la acción en la parte media del drama, se explica en un todo por el carácter de Hamlet, y cómo, sin embargo, en aquellas escenas donde finge ser loco ante la corte, perdemos casi por completo el recuerdo de que él actúa frente al rey Claudio y sus cortesanos. Tanto nos hieren en lo íntimo sus espinosos y sarcásticos aforismos porque habla de nosotros, de nuestras condiciones de vida internas y externas. Bajo el disfraz de la locura, ¡cuántas verdades dice Hamlet y dice Shakespeare bajo el disfraz del loco Hamlet, a los poderosos, a la corte, a las mujeres, a la más íntima naturaleza humana, al mundo! Así Goethe se ha servido de su Mefistófeles para hacer oír sus propias agudezas, y durante un decenio no ha dejado de jugar con la idea de convertir en terrible pasquín las escenas en que Mefistófeles actúa en la corte imperial. Goethe es agudo y mordaz y en uno que otro pasaje rebosante de vitalidad demoníaca, si, pero su manera prudente (si se la compara con la de Shakespeare), nunca logra esa sublime fuerza que Shakespeare reúne mediante la íntima e indisoluble unión de la polémica con la acción y con lo trágico de la condición humana en sí.

¡Con qué finura maravillosa se nos presenta en los diálogos con Rosencrantz y Guildenstern, la transición desde el éxtasis de Hamlet torturado éxtasis que, obedeciendo a cierta compasión humanitaria gusta ocultarse detrás de espirituales agudezas hasta la locura fingida! En un comienzo tiene fe a los que fueron sus compañeros de juventud; Juego, aunque ya con un principio de desconfianza, los ve opuestos al mundo de los enemigos porque ellos confiesan francamente que el rey Josh ha mandado para sonsacarle su secreto; más cuando al final se da cuenta de que ellos son, como los demás, cortesanos mentirosos, se retira a la locura en defensa de su yo contra el vil espionaje de esas sabandijas.

Lo propio de estas escenas que se basan, no lo olvidemos, en un horrible crimen, en planes heroicos e íntima pena del alma es su vigoroso humorismo. Rosencrantz, Guildenstern, Polonio, Osric no son instrumentos en que ejecuta la sagacidad de Hamlet. En su defensa contra el mundo agresivo él no es menos agresivo: su arma es el espíritu: ni una palabra débil o lastimera sale de sus labios, por más que detrás de tal conducta esté, oculta, la pena que nunca lo deja, y por más que cambie su rostro y su expresión cuando está a solas consigo. Y es, creo, casi natural el que Hamlet en aquellas luchas chispeantes adquiera paulatinamente una expresión cada vez más vieja, más madura y superior. No hay en él nada de enfermizo, nada de decadente o degenerado; lo anormal de su posición frente al mundo no tiene raíces de modo alguno orgánicas, sino exclusivamente sociales, pues arraiga en la relación de su naturaleza que por tierna y fina no deja de ser muy sana con el medio ambiente sumido en bajeza, pero no es condicionada por un desequilibrio de sus órganos y sus funciones. Si él no fuese tan sano, sin duda se enloquecería, así como Horacio temía que sucediese; pero él, sano, puede recurrir a la locura con la seguridad de dejarla, en cualquier momento, por libre decisión.

Ahora bien: ¿qué hace Hamlet en ese disfraz? ¿Qué logra? ¿Cómo fomenta su venganza? Sólo a comienzos del segundo acto nos enteramos de su locura por el relato de Ofelia, primero, y luego vemos a Hamlet mismo en su trato con Rosencrantz y Guildenstern. Sin embargo, debe haber asumido su nueva conducta desde algún tiempo atrás, ya antes que los actores crucen su camino. Ínterin, habrá con versado mucho con Horacio, al que tiene absoluta confianza; lo habrá iniciado en todo. Ahora se despierta como de un sueño plomizo, y reacciona rapidísimamente como le es natural. Una vez escuchado el apasionado recital del actor sobre la perdición de Troya, la muerte de Príamo y la lamentación de Hécuba, y observado que ese poema, por la emoción que causa, y las lágrimas del histrión emocionan hasta al seco y pedante Polonio no obstante la ausencia de fantasía en él comienza a formarse su plan, sí; pero a la vez se eleva la terrible autoacusación de no haber hecho todavía nada para realizar su venganza. Al estilo de aquel poema que acaba de escuchar, habla ahora consigo mismo: apasionado, en abundantes imágenes, en exclamaciones, conjuraciones e injurias cada vez más impresionantes. Quiere lograr de si mismo que entre en saña y por ello en acción; se figura toda la alevosía del asesino para interrumpir ya su indignación con escarnio de si mismo porque otra vez más no hace sino palabrería, poetizando nuevamente sobre el nexo entre el crimen y la venganza, y porque otra vez más no sabe actuar. Y de veras, nosotros que sabemos cuán de repente se concretó en él el plan de hacer representar (¡pronto, mañana a la noche ya!) ante el rey una comedia que Hamlet conoce y a la que se apresta a agregar algunas alusiones que por lo directas, no dejan lugar a duda, sabemos también que ahora, mientras él se acicatea entrando ya en trance de imaginación creadora, y trabándose en feroz lucha con el asesino y, al tiempo, consigo mismo, algo en él ya está componiendo los versos que mañana por la noche han de ser recitados. Supimos en otras ocasiones con qué facilidad Hamlet sabe improvisar.

Cuando al día siguiente volvemos a verlo, ya se ha invitado al rey a presenciar el acto teatral en los aposentos de Hamlet. Hamlet mismo, debido a la excitación con que se puso en condiciones para cumplir su deber, ya ha penetrado nuevamente en el reino de los valores generales: Acción y muerte, acción libertadora, que libera al mundo del usurpador, del criminal, del tirano, y la muerte voluntaria que libera de la vida al que sufre del mundo: todo ello se confunde para él en una sola cosa. Su reflexión “Ser o no ser” es tan general, que no podríamos rechazar con los versos del monólogo una supuesta tesis de algún investigador en el sentido de que esa parte escrita con otro fin, ya habría estado entre los papeles de Shakespeare, quien la habría insertado aquí por armonizar ella con el clima general. Nada de todo cuanto Hamlet se figura, para intuir con claridad la vida tan difícil y la muerte tan grave, despierta asociaciones con su condición peculiar como sería lo más natural en alguien no tan aferrado a lo general como lo es Hamlet. Habla del tirano, de la injusticia, de la soberbia, de la opresión; no habla del rey Claudio. Medita sobre la pena de un amor no respondido: ni una palabra que recuerde a Ofelia. Afligido, piensa en lo que espera al hombre después de la muerte, de los sueños que le vienen cuando duerme: no lo ilustra con la horrible relación de su padre sobre el averno. Si hasta puede referir a un país incógnito del que ninguno regresa que allí llegue: sin estremecerse él que, poco ha, conoció a alguien que regresó y le trajo su destino. Todo pues es general en el monólogo, todo sin resto. Aunque realmente se tratase de una pieza intercalada en nuestro drama, estaría pues, de acuerdo con el carácter de Hamlet. Shakespeare sabía lo que hacía.

No es la única vez que encontramos en uno de sus personajes esa más auténtica, esa religiosa característica de nobleza que consiste en que un hombre en la cumbre de su propio sufrimiento ya no piense en si, sino en el todo y sufra en representación del todo, de todos los oprimidos y empobrecidos. Es también el caso de Romeo en la con-versación con el boticario, cuando está sellado su destino por la noticia de que murió Julieta; y del rey Lear quien, en medio de la tormenta, del abandono y de la desesperación, se torna desde sí hasta la humanidad.

El mismo Hamlet que franqueó, intrépidamente, el limite de lo terrenal, el que por impulso del momento, está siempre dispuesto a retar a cualquier adversario y poner en juego su vida, ahora se confiesa lo que en este instante lo acobarda aún a él y lo incapacita para la acción y la muerte. Es el pensar, es el estar consciente; no sólo, como Schlegel ha sugerido con su insuficiente traducción, la conciencia moral.

 

Thus conscience does make cowards of us all. 12

 

12 Así el estar conscientes hace cobardes a todos nosotros. (Trad. Segun Landauer)

Cierto, lo que nos inmoviliza e inactiva, no es tanto el saber como el no saber: no sabemos que, de angustias, de continuación del más acá nos espera allende la tumba; por ello soportamos los crímenes de los hombres y sus instituciones de injusticia y violencia.

Pero: lo que vemos en todas las figuras shakespearianas, lo vemos también en Hamlet. Ni Hamlet puede y ¿puede o quiere acaso Shakespeare? Dar forma abstracta y de significado absolutamente general a una reflexión condicionada por el clima y la situación peculiares de un drama. Nunca expresa Shakespeare el último significado de sus figuras y de los sucesos en frases apotegmáticas; si él pudiese contentarse con lo que rinde el lenguaje deductivo y ‘formulario’, no hubiese tenido la necesidad de crear figuras ni de componer dramas. Nosotros, al través de la figura de Hamlet y su experiencia total, intuimos que el estar consciente y la inactividad, el pensar y la impotencia para actos violentos, el intelecto y la conciencia están ligados por otro lazo más arcano, y no sólo por el sacro horror que nos inspira lo eterno. Pero de tal relación Hamlet no habla, sino que la vive y muere de ella.

La tristeza general, el horror general lo domina aún en la subsiguiente conversación con Ofelia. ¡¿Con qué voluptuosidad habla ahora, en tono de locura, a esa criatura que para él es representante típica de la falsedad: como le arroja a la cara su desprecio de todo lo sexual Pero veamos también con qué fuerza salta de él la decisión cuando una fugaz ocurrencia le recuerda al rey. Hombre y mujer, éste es su tema; se halla en consideraciones generales, sumido en su papel de loco detrás del que no lo olvidemos hay todo lo que es su destino; se conduce como un ángel vengador encargado de prohibir a los humanos todo futuro casamiento aunque con benigna tolerancia para los ya casados y cuando ahora con saña exclama:

 

I say, we will have no more marriages: those that are married already,.

Shall live, the shall keep as they are 13,

 

13 Te lo digo, se acabaron los casamientos. Aquellos que ya están casados, vivirán… Los demás quedarán como ahora.

Con las palabras “Aquellos que ya están casados” le vuelven a la mente toda su pena personal, la madre, su espantoso matrimonio con el asesino de su primer esposo, y cuál bestia que da un salto, saltan de él las palabras:

 

…allbutone!...14

 

14 Todos menos uno.

Uno vive aún, más no por mucho tiempo estará con vida: está condenado. Y este único escucha sus palabras, sin que Hamlet sepa que está presente para espiarlo.

Hamlet se siente libre, y aliviado, y alegre cada vez que surge en él esa decisión irreflexiva e inmediata que en la vida activa amalgama el mundo exterior y el interior, el de los sentidos y el de la voluntad. En tales momentos está seguro también de que su tío es el asesino; y que no debe vivir. Pero siempre está en peligro de recaer en una esclavitud como pocas veces se encuentra: él no es esclavo de la pasión, sino del pensar, el pensar se le ha tornado pasión. Este pensar lo hace lento, vacilante, inactivo, indeciso; y, sin embargo, lo retiene en la vida precisamente mediante la reflexión. Por ello, su alegría frente a los hombres se despierta tan solo cuando se halla en compañía de los irreflexivos y despreocupados; por ello, obsequió con su amistad a Horacio, al que en un momento decisivo dice estas brillantísimas y bellas palabras:

 

Since my dear soul was mistress of my choice,

And could of men distinguish, her election

Hath seal’d thee for herself: for thou hast been

 As one, in suffering all, that suffers nothing…

Give me that man

That is not passion’s slave, and I will wear him

In my heart’s core, ay in my heart of heart,

 As I do thee.15

 

15 Desde que mi querida alma fue dueña de escoger y supo distinguir entre los hombres, te marcó a ti con el sello de su elección, porque siempre, desgraciado o feliz, has recibido con igual semblante los favores y reveses de la Fortuna… Dadme un hombre que no sea esclavo de sus pasiones, y yo le colocaré en el centro de mi corazón; al, en el corazón de mi corazón, ¡como te guardo a ti!

Se reuniría un grupo bien numeroso cuando enumera a los hombres que, en Shakespeare, son a la vez esclavos de sus impulsos y su bajeza y dotados de diáfano intelecto: Ricardo III, Falstaff, Yago y Edmundo Gloster; todos ellos son, con toda la fealdad de su condición de esclavizados por los impulsos, casi hombres libres y hermosos. Uno de aquellos que, sumergidos en el lodo por el impulso y el deseo, obtienen sin poder salvarse desde su eminente intelecto algo como una conciencia sin fuerza y como un arrepentimiento inactivo, es el rey Claudio. En lo que a Hamlet respecta -es éste el aire familiar común entre el tío y el sobrino, que Tieck observó, en parte, tenemos que en él el intelecto y la acción tampoco se relacionan debida mente. Su intelecto es como se dice en la declamación sobre el cruel Pirro, neutral en el sentido peculiar de que se resiste, sin titubear, al mal, pero se resiste también y como dudando a hacer el bien. Pues la realización del bien es impregnada del pensamiento de la época y de la tradición que Hamlet lleva en la sangre; es teñida en sangre, porque frente a la acción criminal no admite otra cosa que venganza sangrienta. Con la misma velocidad con que al avezado esgrimista que es Hamlet, la espada misma se pone en guardia, con la misma velocidad y decisión, con seguro instinto, responde su naturaleza en espontánea descarga al postulado de la sangre; pero su intelecto no es de la época, se resiste, incapaz de realizar la acción tradicional. Esta mezcla en que se agota el carácter de Hamlet es lo específica y perennemente moderno en Hamlet quien es ‘moderno’ en el sentido general de hallarse entre dos eras, de la discrepancia entre el contenido del postulado de la sangre, o sea del sentimiento, y el del pensamiento; en el sentido de la paralizante neutralidad de un intelecto ya emancipado de lo que para el sentimiento sigue siendo urgente necesidad. Sólo que él no lo sabe todavía, o no quiere saberlo, ni admitirlo. Su reflexión se torna escrúpulo, la discreción, el discernimiento y examen de todas las condiciones se torna precaución y cautela, y la ciencia se hace conciencia. Así es como su intelecto obra realmente como obstáculo; pero en las palabras dirigidas a sí mismo, el intelecto vuelve a ser obediente a la sangre y lucha contra sí mismo. Expresión muy característica de tan compleja constitución anímica es el monólogo de Hamlet después de la declamación sobre Pirro. Con violencia casi histérica quiere incitarse a la acción; llega, si, hasta las más terribles injurias y amenazas de la venganza más salvaje; pero sólo para mofarse en seguida de sí mismo por no haber aprendido del declamador que se pierde en su tema y se identifica con sus personajes, otra cosa que… declamar. Lo primero es, pues, el reconocer la necesidad urgente de actuar; esto lo lleva a palabras; luego viene el reconocimiento de que ahora basta de palabras; esto lo lleva a la duda de que, con todo, no se ha comprobado aún que el fantasma era una aparición buena y era, efectivamente, su padre, ni que su tío ha perpetrado el crimen; y así posterga la decisión hasta poder observar el efecto de la comedia que está por representar ante el sospechoso…

Nada hay de más emocionante, de más genial, de más atrevido en la composición del drama que, después de la representación, el choque entre los dos monólogos: ese ensayo de rezar y de arrepentirse hecho por el rey, y el ensayo de venganza hecho por Hamlet. Una buena interpretación de estas escenas no puede menos que estremecernos y darnos escalofríos, pues presenciamos, con los ojos y los oídos y el intelecto, el destino de la humanidad misma al observar esa inefable diferencia e inefable igualdad entre los dos, el tío y el sobrino, que ambos desean ardientemente dar muerte al otro, porque el hermano asesinó al hermano y arrebató el padre al hijo. En un mito de parecido horror, el trágico antiguo nos presenta el indefinible destino de la humanidad que cree vivir guiada por el intelecto y el corazón, por el furor y la calma, haciéndonos ver que Agamenón e Ifigenia, Clitemnestra y Orestes y todos aquellos, con sus experiencias, con su amor y su odio, sus planes y actos y penas, con su fratricida matanza no hacen otra cosa que bailar la horripilante ronda ante el altar del dios por el que, desde antiguo, están destinados al sacrificio… Shakespeare, con su tan parecido y no menos horripilante mito, expresa lo mismo, con la diferencia que podemos dar con él una profunda mirada en el corazón de los humanos y en el abismo de su existencia, y ver que los dioses y demonios que juegan con ellos y los atribulan y acosan, viven en sus almas… Shakespeare ha sabido hacer más patente la esclavitud, el cautiverio de los humanos porque ha hecho patente a la par su libertad; porque, estremecidos, hemos de presenciar en sus dramas cómo todos somos nuestros propios esbirros, nuestros propios esclavos, nuestros propios asesinos; y porque en su obra se nos hace manifiesto todo el engranaje de aquel mecanismo con que convertimos nuestro corazón en cámara de tormento.

El pensamiento y planeamiento de Hamlet ha realizado esta vez lo más grande que el pensamiento es capaz de realizar: se ha anegado así mismo, obligando a un ser reflexivo a la acción irreflexiva. El plan de Hamlet corresponde maravillosamente no sólo al carácter del rey y a la situación dada, sino también al carácter del mismo Hamlet. Él se conoce bastante; uno en él conoce bastante al otro en él, para saber: si logra dar los primeros pasos por el camino del atrevimiento, con atrevimiento seguirá hasta el fin… Y así lo hace. El efecto sobre el asesino, quien ve reproducido su crimen en el escenario y oye cómo el hijo de la víctima con secas palabras formula y comenta un hecho de que alma humana alguna nada puede saber: ese efecto es un indescriptible espanto en el malhechor. Ya no hay duda posible para el vengador: el asesino, el adúltero es, desde ahora, un reo convicto. Un salvaje regocijo se adueña de Hamlet; canta, baila casi, improvisa; su espíritu echa chispas, chispas incendiarias; ya no se detiene; ya no piensa en simular locura con la consecuencia de que, con sus alusiones, sus relampagueantes ataques de ira, sus semejanzas e imágenes parece más loco, más peligroso que nunca a los que no adivinan la causa de su conducta. Luego, la invitación de la apenada madre a que la visite; ahora mismo, en horas de la noche... Presentimos cómo está ella: deshecha por vergüenza y espanto, no sabiendo por quién temer más por si propia, por el esposo, por el hijo… Este, en cambio, es, de pies a cabeza todo llama y rebelión: si, la verá, luchará con ella, la sacudirá…

 

Wey all obey, were she ten times our mother…16

 

16 Obedeceremos, así fuera diez veces nuestra madre…

No puede haber discurso más horroroso pronunciado por un hijo: ¿qué madres hay, qué relación del niño a la que lo trajo al mundo; qué madre esa que comparte el lecho matrimonial con el hombre que arrebatara alevosamente el padre al hijo!… Pero aun siendo ella como es, esa mi madre, iré: la madre lo pide, el hijo obedece… Y cuando ahora el cortesano que nada comprende de lo que está sucediendo, que cumple con su servicio sin sentir la más terrible revolución humana en Hamlet al que él osa palpar con su molesta mano; cuando ahora, digo, ese adulador nato que en nada es mejor que cualquier funcionario medio o lacayo leído, continúa urgiéndolo, entonces, ha-blando siempre con el lenguaje metafórico de Hamlet que es el habla cotidiana del poeta que es en sus momento de integridad, entonces sobreviene a su alma apenada un arrebato realmente encantador… Encantador y aliviador no sólo para nosotros, sino también para aquél que con toda su ira no deja de ser superior y… humorístico. No hay hombre que sea hecho y derecho en el fondo de su ser y en quien la alegría y la libertad (no importa qué origen casual tengan) no despierten la bondad. Asi es como Hamlet, precisamente porque culmina su ira contra ella y sus enviados, se torna en ese punto critico bueno y bondadoso para con su madre. Piensa en las palabras del fantasma, del padre: la sacudirá; no la matará. Así, pues, excitado a más no poder, con plena y clara conciencia de lo acaecido y de lo que ha de acaecer aún, se encamina y, con pasos firmes, marcha a través de las retumbantes salas del castillo para entablar la nocturna conversación con la madre. En su camino pasa frente al rey arrodillado ante un altar y retorciéndose miserablemente.

El rey Claudio quisiera rezar, no puede rezar. Y con su extraordinaria inteligencia y arte dialéctico se explica el porqué. Su voluntad de rezares ésta su explicación es fuerte en ese mismo momento: pero más fuerte es su culpa; no una culpa pasada, sino la actual, la eterna que consiste en que él no quiere dejar lo que conquistó sino seguir gozando de cuanto tan criminalmente usurpó. Quisiera arrepentirse, si: sabe que el arrepentimiento lo puede todo, hasta traerle la gracia del cielo, que la gracia debe manar cuando la provoque la oración de un arrepentido. El arrepentimiento todo lo puede; pero lo que no puede es hacer arrepentimiento al no arrepentimiento.

 Yel, en rigor, no está arrepentido puesto que el arrepentimiento es abandono de la acción culpable, reintegración, inocencia activa, y la bendición que da paz al alma no se adquiere con engaños; el cielo es insobornable, pues ante él el poderío y la riqueza valen tan poco como la hipocresía.

 

My stronger guilt defeats my strong intent;

And, like a man to double business bound,

 I stand in pause where I shall first begin,

 And both neglect.17

 

17 La fuerza de mi propósito cede a la mayor fuerza del crimen, y como un hombre ligado a dos tareas, quedó perplejo sin saber por dónde empezar y a entrambas desatiendo.

Es ésta, pues, otra imagen más de un hombre neutro. Ese rey, continuando su crimen, está por, hacer asesinar a Hamlet, en aquel instante se halla en situación parecida a la del que, a causa del mismo crimen, atenta contra la vida del rey. Pero no sólo la situación es parecida; él, del lado del mal, tiene en si propio parecida relación entre el intelecto y la voluntad a la de Hamlet por el lado del bien. El rey Claudio, intelectualmente, sabe muy bien que hay salvación hasta para él, aún ahora; que él la lleva dentro, que sólo debe desearla de corazón y darse vuelta; pero al tiempo sabe que él no puede querer… lo único que es necesario querer.

Hamlet está presente y lo observa, y mientras en algún recóndito rincón del alma el rey piensa todo ello, Hamlet ya no duda de que se halla frente al asesino de su padre. Quiere darle muerte; siente que es su deber; la mano ya palpa la espada… Pero el pensar, el mismo intelecto que ideara el plan tan plenamente exitoso, lo retiene. No se pregunta ni mucho menos como afirman algunos comentadores cómo podría justificar luego su hecho y demostrar la culpabilidad del rey. Lo que dice es: "El castigo sería demasiado pequeño; si yo matara al asesino mientras está rezando, a lo mejor pasa-ria al cielo; él ha matado a mi padre en medio de sus pecados de modo que éste sufre los tormentos del infierno en la eternidad. La consigna, es pues esperar hasta que la venganza pueda ser realizada en forma más terrible”. El pensar, el intelecto no quiere y busca pretextos… En el mismo momento en que Hamlet posterga su venganza, por hallarse el rey en contacto con el cielo mientras está rezando, el rey llega a la conclusión de que para él no hay cielo porque no logra arrepentirse… ¡Qué ironía infernal esa de que Hamlet en aquella situación alega razones de índole ortodoxo dogmática, creyendo poder matar luego de un modo más refinado, más cruel, en realidad para no matar, porque no puede hacerlo cuando está bajo el dominio del pensamiento: mientras que el rey, vil esclavo de sus deseos, con fina inteligencia y elevada cultura sabe de ese más íntimo, más libre cristianismo que dice que ‘el cielo está en vosotros… Imaginémonos inversa la situación, y veremos, creo, como en una reluciente imagen, lo que Shakespeare señala con su honda psicología. Pues lo inverso sería precisamente lo que un Schiller hubiese hecho con esta escena, un caso típico de la psicología común que trabaja con máscaras de caracteres. El rey Claudio habría balbuceado sus preces, porque él, asesino, en fin, abrigaría la dogmática y mecánica superstición correspondiente; y Hamlet habría llevado en si el cielo, reconociendo que para él la vendetta ya es un asunto anticuado… Con ello habríamos mirado hasta el fondo del ‘alma’ de tales hombres tipos y, como buen público de teatro, nos habríamos alegrado de ver un hermoso color negro, por acá, y otro más hermoso color rosado, por allá… Shakespeare, en cambio, muestra sus individuos, como son, en transición, entre dos épocas; como son: múltiples, mezclados e insondables, como en ellos luchan el impulso y el intelecto en múltiples y muy diversas constelaciones; ante todo Shakespeare no nos muestra ni un orden cósmico ni una justicia poética, sino una ironía cósmica…

Es fácil imaginarse que Shakespeare en su madurez, al encontrar se en el “Hamlet” el motivo de que alguien, muerto mientras está rezando, entra en el cielo sin que se pregunte quién es y cómo reza, dejó sin retocarlo (aunque a regañadientes porque por nada hubiera recurrido ya a semejante motivo) puesto que para el pensar de Hamlet, para su repugnancia a realizar la acción, le parecía bien todo pretexto por tonto que fuera. Este pensar es doble: por un lado, es, recónditamente, espíritu que vive en la paz y en el amor: por el otro, es el servidor, ágil y astuto, del sentir y del impulso o del espíritu que no logra expresión como en el caso de Hamlet. Y más: al poeta amargado se ofreció aquí la oportunidad de trocar irónicamente a Hamlet y Claudio, de hacer pensar a Hamlet lo imposible que Claudio quisiera desear; y de dar al rey unos pensamientos que son la más profunda refutación de las palabras de Hamlet. Quizá ha dejado, por la misma razón, aquel motivo de la ortodoxia allí donde se presenta por vez primera, en la relación del fantasma. Con todo, su arte y su ironía han logrado que, en el pasaje decisivo, el criminal mismo exprese la convicción del poeta respecto a la relación entre el cielo, la oración y el pecado.

Después del encuentro con el rey, después de la retirada ante la acción física y brutal, Hamlet se acerca a ver a la madre. Todavía en el umbral exclama: ¡Madre, madre, madre! Pues ahora, cuando lo que importa es hacer una acción con el intelecto y el alma, con el lenguaje, ahora sí está en su elemento. Ahora le viene la inspiración, ahora es integro, ahora el pensar no es escrúpulo ni obstáculo, sino pone alas a su espiritualidad. Su sangre se convierte en lenguaje y conjuro airado; el lenguaje provoca firmeza y rapidez hasta en sus músculos y su mano; ahora no se halla en el planeamiento, sino en el sentimiento y en la espontánea seguridad del impulso; ahora si es capaz de apuñalar instantáneamente al rey que le cruza el camino; y así lo hace sin titubear. Cierto que hubo una equivocación, el relámpago de su voluntad ha tocado al rey, pero quien yace muerto detrás del tapiz, es Polonio… ¡Qué mundo locamente confuso para un hombre como Hamlet! Cuando piensa tranquilamente y teje su plan, no puede eje. Catar; cuando actúa, irreflexiva y espontáneamente, yerra el blanco y da muerte a alguien cuya muerte más tarde habrá de apenarlo aun profundamente…

Ahora está tan entusiasmado por su discurso activista, reformador, creador y sacudidor que el incidente apenas si lo interrumpe o al me-nos no le hace perder el hilo; pasa por alto la muerte violenta que dio a Polonio, como si fuese un desliz retórico… Si, su inspiración aumenta aún porque lo que lo capacitó a actuar tan rápidamente, es su discurso… ¡Cómo sabe moldear su lenguaje para hacer de él expresión de la realidad! ¡Cómo modela la imagen de su padre y la de su asesino, con qué fuerza de polémica, de caricatura, de amor, de glorificación! ¡Cómo trabaja sobre el alma de la madre, y más cuando el fantasma ha vuelto a mostrársele y a amonestarlo! ¡Cómo logra seducir a esa mujer tan fácil de seducir, que nunca ha dejado de amar Íntimamente a su hijo, seducirla al auténtico arrepentimiento y al dolor hasta el máximo de lo que admite la superficialidad de ella y hasta elevarla casi por encima de ella misma! Una de las dos partes del deber que el fantasma le impuso, se realizará tan sólo con los más extraños rodeos trazados por la fatalidad, ¡sólo con su propia perdición que su sentimiento desde un comienzo ha identificado con la acción! No es tarea que él sea capaz de hacer, la de entremeterse en el mundo de la culpabilidad y retribuir el mal con el mal. Pero si lleva a cabo la otra parte: éste si es su asunto. El no es Orestes; él ama a su madre y el más allá le encareció perdonarle la vida… En la tragedia “Hamlet”, no hay, pues matricidio, sino conversión, por obra del hijo, de la madre enredada en el asesinato del padre. Así es como, sin pensar ya por nada en los rudimentos externamente dogmáticos en e “Hamlet”, podemos decir, en el sentido más profundo de la palabra: “Hamlet” es el equivalente cristiano del mito de los atraídas de la antigüedad. La madre que, bajo ningún concepto, debe ser considerada inocente del asesinato del padre; la que ha elevado al trono a su galán, el asesino, no es muerta por el hijo, sino redimida por el amor, y llevada al arrepentimiento y la renovación de su alma por el fogoso y creador lenguaje de la verdad. Orestes se estremece después de con-sumar su acción, y vive acosado por las furias; Hamlet, quien posee lo que es uno y lo mismo en dos formas: imaginación y amor, siente el tormento antes de su acción, antes de ella y ante ella.

Gertrudis, la madre, sale de esta conversación nocturna, emocionada en lo más hondo de su ser, y mudada de manera que, en adelante, ya no podrá ser la que fue. De ello es testimonio el inmediato encuentro con el rey al que ella relata tan sólo lo que no puede callar: que Hamlet apuñaló a Polonio. Presenta el hecho como acto de un insano aunque debe saber que no lo es, y añade lo que nosotros debemos creer-le y que, sin embargo, en su informe adquiere un significado muy especial: que el hijo está deplorando su víctima. No dice ni una palabra de lo horroroso que supo por los reproches de Hamlet ni del peligro para la vida del marido que ella no puede menos que prever. No se opone a que Hamlet sea enviado a Inglaterra; pues ahora ya no debe quedarse en el país, y probablemente como corresponde a su carácter blando, espera que de alguna manera todo llegue a terminar bien. Otra vez más vemos a Hamlet frente al rey: cuando éste le hace saber que, por el crimen perpetrado en la persona de Polonio y por razones de su propia seguridad, debe irse, sin demora, a Inglaterra. Hamlet está agotado como después de un enorme esfuerzo; casi no habla; ni con palabras ni con hechos se rebela contra el rey; está dispuesto a dejarse llevar a la nave, sin tardanza. Camino a la embarcación, se topa con los soldados de Fortinbras que pasan por Dinamarca rumbo a Polonia donde lucharán por la posesión de Dios sabe qué pueblecito. Frente a ellos, resucita la autocrítica de Hamlet, el desprecio de si propio; otra vez más observamos cuán fácilmente este hombre de imaginación encuentra algún símil, que lo despierta como de un ensueño y le muestra lo que debería hacer, trátese ya de la declamación de un actor, ya de la acción de un soldado que arriesga su vida por una pajita… Dos son las cosas dice él para sí que retienen al hombre de entregarse por completo al deber sin miedo a la muerte: es el amor a la vida, al vil placer y es

 

Some craven scruple

Of thinking too precisely on the event.18

 

18 Algún tímido escrúpulo de reflexionar en las consecuencias con excesiva minucia

‘Es éste mi caso’, dice él para si; y otra vez más se reprocha que él se queda siempre con el propósito y la intención aunque todo esté maduro para actuar… Existe el motivo, existe la voluntad, existen los medios para ejecutar la acción que le exigen el padre asesinado, la ignominia de la madre, la sangre en sus venas, y, dice él, hasta su intelecto. Y con enorme fuerza de convicción, en versos monumentales y sin par, se incita a sí mismo al heroísmo:

 

Rightly to be great, Is, not to stir without great argument,

 But greatly to find quarrel in a straw,

When honour’s at the stake.19

 

19 Ser grande es no inmutarse sin un gran motivo; pero jugarse todo por una Pajita cuando se trate del honor…

Firmemente decidido, pues, con la intención de proyectar un nuevo plan, emprende el viaje a Inglaterra. Comienza por liberarse de Rosencrantz y Guildenstern, con lo que tiene en sus manos la prueba contra el rey de que éste ha intentado hacerlo asesinar de la misma manera como pronto los dos cortesanos serán ajusticiados por el verdugo británico. Si somos almas muy compasivas y apolíticas, puede dolernos bastante la muerte de esos dos adula tiranos con cultura de colegio secundario; parece, efectivamente, que ellos no sabían del alevoso designio de su soberano… Además, los que confiesen la teoría que ellos desarrollan con no menor acopio de cultura elegante y adulación de perro que menea la cola, que de oratoria cortesana, de que la vida del monarca es mucho más valiosa que la de sus súbditos, en nuestros países, son por lo general, recompensados con la Orden del Águila u otra alta distinción semejante, pero no con la muerte. De todos modos -podría alegarse- Hamlet mismo pone trabas a su acusación contra el Rey y deja una mácula sobre su venganza límpida cuando se pone en el mismo sitio de la actuación irreflexiva. Pero ya dije que veo materia prima sin elaborar en los pasajes aludidos. Parece que en colaboración con los corsarios que lo ponen en libertad, Hamlet ideó un nuevo plan de que nada sabemos.

Entre tanto, su rápida acción de que cayó victima Polonio, no ha dejado de surtir efecto. Laertes, sediento de venganza, está de vuelta; Ofelia se sumió en tinieblas. En los últimos tiempos estaba en trato familiar con la reina que abrigaba el cordial deseo que esa “dulce criatura” llegase a ser la esposa de Hamlet; pero Ofelia se estremece ante esos matrimonios en que intervienen intereses del poder y del Estado.

Quien quiera observar con toda claridad y contornos palpables, lo que es la locura fingida y lo que es la locura auténtica, no necesitará sino pasar de Hamlet a Ofelia. En él hay esa mezcla de pesimismo, imaginación, melancolía, irritación, juego y una fuerza de simulación que no debe hacer sino muy poco para engañar a todos, hasta a Ofelia que lo ama, pero a excepción de uno solo: el rey Claudio, quien, debido a sus remordimientos, es tan desconfiado y, además, dotado de un intelecto tan enérgico, que no puede considerar producto de una alteración mental el lenguaje parabólico de Hamlet que en momentos de ira y sarcasmo descubre siempre su oculto fondo emocional. ¡Cuán emocionante resulta, en cambio, la lamentación de Ofelia, alma sencilla, por el amado que acaba de perder la cordura y que antes representaba para ella toda la gama de virtudes y brillantes cualidades del sexo masculino! Su desgracia, el tener que su primer su amor, y las invectivas mordaces y, por ende, terriblemente brutales para ella y que, sin embargo, excitan toda su sensualidad: esas invectivas del amado que se desespera de todo lo que es mujer y sexo; el asesinato de su padre por ese mismo amado que se enloqueció: todo ello la saca de quicio. Aquí vemos la confusión y el profundo enmarañamiento de ideas que surgen de un alma sencilla cuando pierde el equilibrio y la seguridad y, con ello, el contralor que ejercen la costumbre y la decencia. Lo que en ella, cuando sana, no debió salir a la superficie sino por el camino del alma, lo sensual, ahora se muestra desnudo y sin vergüenza tal como todos lo tenemos muy dentro de nosotros. Muchas cosas que oyó decir sin apercibirse de ello, se han acumulado en el fondo de su alma; ahora salen a luz. ¡Qué conclusiones no han querido sacar algunos críticos, de esas viejas sensuales canciones populares en labios de la pobre niña! Deseemos a ellos y sus semejantes que nunca lleguen a perder la cabeza, aunque temo que el peligro no sea muy grande… En lo esencial, Goethe acierta, en esta como en tantas otras ocasiones, con su interpretación de la naturaleza de Ofelia, sólo que la ve un poco demasiado idílica, demasiado al estilo de Frederic de Sesenheim, alisando y amenizando demasiado el cuadro trágico y áspero que Shakespeare traza del abismo del alma humana. A su vez, Goethe, con toda razón, no ha menospreciado aquellos elementos de la locura de Ofelia que pudieran serle útiles para la composición de la escena dramática más grande que ha ideado: la de Margarita en la cárcel.

La vetusta cuestión que no deja de inquietar al espíritu de Hamlet, la cuestión de qué es la vida, qué es la muerte, qué es nuestra tarea en esta vida, qué será de nosotros después, sigue preocupándole aún más después de haber regresado de Inglaterra. Acaba de salvarse de un atentado; y ya ha menester pensar, nuevamente, en la muerte que lo amenaza cuando lleve a cabo su propósito. Por lo pronto, Hamlet no se deja ver en la corte. Se cita con el amigo Horacio en los alrededores de la ciudad; así llegan al cementerio. En las reflexiones, ahora más llenas de amarguras que nunca, ya no vibra el miedo a la eternidad sino más bien el estremecimiento ante lo pasajero y fútil de la vida humana. Todo es vano; todos seremos comidos por los gusanos…A tal visión, clara y concreta, le imparte una fuerza abrumadora por lo grotesca, cuando acaba de ponderar en su mano el cráneo de Yorick el bufo al que él, siendo niño, tantas veces ha oído reír y hacer reír a los demás. La inteligencia de que es mala, irónica e inconmensurable la seriedad de este mundo vuelve a hacerlo productivo, y, en cierto modo, lo entusiasma… En ese momento el Destino quiere que su melancolía generalizarte asuma forma personal: la tumba que el enterrador acaba de abrir es la de Ofelia, cuyos restos son traídos en ese instante… ¡Ofelia muerta! Cuando ve saltar a la tumba a Laertes para expresar así su dolor y para abrazar por última vez a la desaparecida, cuando oye sus elevadas palabras de lamento, todo en Hamlet vuelve a saltar cual resorte sujetado hasta ahora y soltado ahora. Todo cuanto tenía enterrado en si, surge violentamente. El, esperado por nadie en este sitio, bruscamente se adelanta hacia el rey, hacia todos los cortesanos y salta a la tumba. Laertes debe tomar tal actitud por loco reto del criminal que le mató al padre, que llevó a su hermana a la desesperación y la muerte, y se traba en lucha con él. Hamlet no se extraña porque considera esta lucha como apasionado choque entre dos dolorosos amores rivales:

 

Ilov’d Ophelia; forty thousand brothers

Could not, with all their quantity of love,

Make up my sum!

 

20 Yo amaba a Ofelia: cuarenta mil hermanos que tuviera no podrían, con todo su amor junto, sobrepujar el mío.

Está de nuevo viviendo el instante, retando el mundo entero con su osadia: pues ahora no hay necesidad de pasar del pensamiento a la acción; todo es espontáneo, y él se torna hombre activo que goza de poder expresar en un acto vital un símil de lo divino… Está presente el rey, que desde la eternidad le está destinado fatal y demoníacamente como meta para su acción: pero ¿qué le importa ese tío, ahora cuando se abandona a ese arrebato de divino frenesí?

Efectivamente, nada le interesa menos en aquel minuto que el asesino de su padre y, sin embargo, es éste el minuto que lo decide todo. Se realiza el duelo con Laertes ya preparado por la intriga del rey (a la causa primordial se agrega siempre, en Shakespeare como en la naturaleza, la causa ocasional), y su destino se cumple con la perdición de toda la casa real. Momentos antes del fin de su vida, Hamlet moribundo ya, halla otra oportunidad más de poner toda su alma en una acción rápida y concentrada cual relámpago. Esta vez, al fin, cae el usurpador. Así es como, con todo, la “divinidad que da forma al final” -a decirlo de acuerdo con la profunda verdad que su eterno adversario, el asesino, ha podido expresar no es otra que la divinidad que mora en su pecho y esperaba realizarse: la coincidencia de alma y acción. Todo se ha cumplido, así como él siempre lo presentía, como tantas veces se lo figuraba: para él la muerte y la acción coinciden. Por amor a Ofelia la desaparecida perpetró la irreflexiva acción que lo llevó ante la espada de su legítimo enemigo y hacia el veneno del gran criminal: en trance mortal llevó a cabo su venganza.

Hamlet es un condenado a muerte desde todo comienzo e independientemente del casual desarrollo de los sucesos en que el destino lo enreda; lo es porque él no cabe en este mundo de la violencia, del afán de vivir y de la venalidad. Es un ser humano auténtico, que rebosa de amor y de sentimientos y, a la vez, razona, se encuentra atormentado, desterrado y aislado en un mundo frio, cortesano, asesino, hipócrita y político.

Nunca, en ningún instante, Hamlet tiene que ver con el poder y con la ambición; las preparaciones bélicas de que es testigo forzoso en el estado de Dinamarca le repugnan, y él no se maravilla de verlos desarrollarse en medio de un detestable tumulto sensual y un clima de banqueteo desenfrenado y de borracheras. Ni siquiera piensa en ventilar la cuestión de si no le corresponde a él el trono, de modo que tendría que vengar en el usurpador también su derecho a la corona. No, tal mundo no es su mundo. Hamlet es fuerte por naturaleza; es débil tan sólo en situaciones imposibles para él; cuando quieren que asuma un papel, cuando no debe ser él mismo, se pone otra máscara más, para poder vivir, con su porfía de rebelde y con su risa polémica. Él es el último retoño de una estirpe real salvaje y acostumbrada a la necesidad de actuar con brutalidad; es noble sin ser rey, al igual que Enrique VI. Hay en él admiración y envidia para el héroe tradicional, el héroe integro; no faltan ocasiones en que la sangre heroica en él se exterioriza en acciones físicas. Todavía no confiesa ni a si propio que él ya está del otro lado… Tal su discrepancia, tal su destino de ser un carácter heroico con un nuevo contenido, en tierra incógnita aún: es héroe e intelectual, héroe y artista, pero sin que lo sepa. De ahí, también, su destino de ser llamado a cumplir la acción tradicional que postula la culpa de su estirpe, postulado al que su sangre obedece y responde su imaginación que ve en su venganza la grandiosa imagen del heroísmo, así como esta misma fuerza de imaginación ve una semejanza en todo… De ahí su destino de recibir un llamado que su intelecto quiere atender con todo el contenido de sus pensamientos, mientras que, en realidad, obstaculiza la realización, la demora y posterga. Habría demostrado ser todo un rey, most royally, como Fortinbras dice en su panegírico; sí, pero en otro mundo nuevo, en el reino del espíritu, no en el reino de la política y de la violencia, no en el podrido Estado de Dinamarca.

Otra vez más citaré a Strindberg quien acertó con ver en Hamlet algo que él mismo tenía en su carácter y que, indiscutiblemente está dicho con nuestro drama, aunque pocos lo han observado hasta ahora. Strindberg fue, como Hamlet, un hombre que podía volverse malicioso y envenenado frente a las condiciones sociales y aún contra aquellos individuos que tomaba por representantes de las condiciones impugnadas, pero que era, en el trato, extraordinariamente suave y bondadoso con todos. Así es como él dice acerca de Hamlet: “En la índole natural de ese joven que desde que nació no está en su casa en esta cárcel y valle de las lágrimas, hay un rasgo, puramente divino: que para él todos los hombres son iguales. El trata con el bufo Yorick, con actores, con estudiantes, y cuando habla con los ordinarios sepultureros, siempre es cortés y en ningún momento soberbio. Por ello lo adora la gente humilde, el pueblo.” (Y, agregó, hasta con los criminales expulsados al mar, los piratas, se las entiende en seguida.) “Pero con ello Hamlet no es demagogo que se rebaja ante el populacho para subir al poder. Su punto de vista es tan universalmente humano que él está por encima de todo, del trono y de la corte, de la sociedad y de la ley…”

No cabe duda de que hombres como Fortinbras y el príncipe Henry -Enrique V-, son para Shakespeare representantes de su ideal de hombre, varones que reunían en si caballerosidad y popularidad, que gobernaban bien y gratamente en el mundo y aguantando el mundo. Pero, en “Hamlet” da un paso más allá de su época. Está en el deslinde de dos eras, y extrae de tal posición su inmensa amplitud de visión. Ya retrata al hombre intelectual de la nueva acción, al hombre de la república, al solitario en este nuestro mundo, el que es rebelde, irónico y poeta que se arma de palabras, porque no se le permite formar sociedades humanas. Ya se anuncian en Shakespeare y en Hamlet una época y una sociedad que aun para nosotros son las que vendrán en un lejano porvenir. Y por ello, porque la discrepancia que él advierte y fustiga en sí mismo y en el mundo, es nuestra propia discrepancia interior, no hay creación de Shakespeare que nos sea tan dolorosamente afín como ésta. “Hamlet es Alemania”, decían con Freiligrath los revolucionarios del 48, y tenían razón. Hamlet es la humanidad debemos decir todavía hoy, podemos decir ya hoy. Su incapacidad de hacer lo antiguo, cuando reflexiona, no menos que el vigor de su crítica y su acción espontánea nos señalan el sitio donde estamos, no como un sitio donde quedarnos tranquilos, sino como una etapa que es resulta-do de lo que fue y paso a lo que será. Vemos de dónde viene y a dónde va, y nosotros con ella.

 

 

ANTONIO Y CLEOPATRA

CAPTURADO Y COMENTADO POR VALERIA HERNÁNDEZ MARTÍNEZ

NO POCOS ENSAYOS se han hecho en nuestros días para llevar al escenario el drama "Antonio y Cleopatra". No hubo éxito. Habrá faltado -como para tantas otras entre las más importantes de Shakespeare- la inspiración necesaria para tal empresa o, también, habrá faltado un público adecuado. Pues, lo sabemos, para Shakespeare se necesita de mucha libertad de espíritu y de mucha seriedad filosófica. Sea como sea, "Antonio y Cleopatra" es drama para cuyos personajes falta toda tradición en los teatros, así fuera respecto de su aspecto exterior. Shakespeare no nos ayuda con notas escénicas; son escasos los pasajes útiles para orientarnos en la caracterización de los personajes, pues éstos evolucionan con los sucesos dramáticos y van cobrando forma sólo a medida que actúan y sufren.

Se trata de caracteres confusos, mixtos y de difícil interpretación, de modo que tendremos que empezar por echar un sólido fundamento en que basar nuestras consideraciones. Contemplemos, por lo pronto, la estructura externa de la tragedia. Es, entre todas las obras de Shakespeare, la más rica en episodios. Tiene 42 escenas, muchas de ellas de brevísima extensión: se cambian unas cuantas palabras y ya se muda la escena.

Los cinco actos están organizados de manera que el primero abarca 5 escenas, el segundo 7, el tercero 13, el cuarto 15, el quinto nada más que dos. Con ello se logra un continuo ensanche del mundo dramático hasta que -después de la muerte de Antonio-, en ese epílogo que es el acto quinto, todo lo extensivo se rompe contra lo intensivo, toda la agitación de los sucesos externos se apaga ante la grandeza del alma que Cleopatra demuestra tener... Como bravest at the last, como "la más valiente, la mejor al final", la caracteriza Octavio, en ese lenguaje lacónico e inimitablemente significativo que es el suyo. Tiene razón, y lo que él dice respecto a Cleopatra, es cierto también res pecto al drama entero.

 

Ahora bien: aunque la experiencia en los escenarios alemanes e ingleses demuestra que la tarea de representar la obra hasta hoy no pudo llevarse a cabo satisfactoriamente, sostenemos que el drama en cuestión, de tan peculiar estructura por su amplitud y profundidad particulares, ofrece a los teatros una posibilidad enorme, espléndida y atractiva. Necesita de un estilo adecuado, de un compás de los sucesos que corresponda, simultáneamente, a la gran diversidad de escenas y al afiebrado clima sentimental que reina en ellas. No debería gastarse fuerza en decoraciones; ni tampoco serviría el escenario giratorio con esa inquietud, falta de dignidad y estrechez que le son propias. Lo más fácil, lo más hermoso sería creo, aplicarle el principio del auténtico teatro shakespeariano, proveyéndolo de los recursos escénicos modernos; es decir: un escenario único, de forma digna y que necesitaría de un telón tan sólo en contadas ocasiones, cuando sea fuerza cambiar uno que otro requisito según lo exijan los sucesos. El fondo panorámico, aquel determinado lugar donde nos hallamos cada vez por un par de minutos, debería ser proyectado por medio del "scióptico", es decir en vista luminosa. Si en lo demás la representación está bien inspirada, si se evita todo ensayo de valerse de los recursos infantiles del teatro de tiempos pasados, hasta podría indicarse, tranquilamente, mediante leyendas impresas, qué es lo que el panorama luminoso ilustra. El teatro no debe hacer concesiones al cine, eso no; pero sí puede aprender de él. De esta manera, las distintas escenas cada una está en su lugar y la sucesión no debe alterarse, sean breves o largas, podrán seguir una a la otra, como corresponde a ese drama que se desarrolla, en continuo y armonioso movimiento, entre tranquilidad y agitación, entre revelación del alma y evocación de la historia.

No conocemos ninguna impresión de "Antonio y Cleopatra" anterior a la edición de las obras completas, la in-folio de 1623. Los editores aseguran que el drama nunca antes fue dado a la estampa. No hay motivo para dudar de la hipótesis general que, basada en la técnica de la versificación y en el espíritu de la obra, ubica la composición de la tragedia en el año 1607 0 1608.

 

La fuente de Shakespeare es la biografía de Antonio, por Plutarco, usada ya para "Julio César". Su manera de valerse de fuente, es la misma para este drama como para aquél. Conserva fielmente muchos rasgos aislados; deja a un lado todos los acontecimientos históricos que no cuadren en su esquema, o los hace relatar o sólo mencionar con una que otra palabra. El bueno de Plutarco, que en todo momento va advirtiendo a sus lectores, suave y pedagógicamente e índice en alto, poco tiene que dar que interese a Shakespeare, poeta inspirado y profundo y que busca lo profundo.

El teatro de los sucesos y más: su tema es nada menos que... el imperio romano. Es Roma; es Miseno a orillas del golfo de Nápoles; es Mesina, Atenas, Accio en la costa occidental de Grecia; es Siria y Egipto. Una vez el autor nos lleva a bordo de una nave. Y, en todas partes, la misma amplitud y la misma inquietud; la misma interdependencia de cuanto acontece... Mensajeros van de un lugar a otro, uniendo las distintas regiones del imperio; sí, uniéndolas: para la guerra civil…

 

Políticamente, estamos en la era del triunvirato, tal cual se había establecido después de la muerte de César, y permaneciendo en pie después de la derrota de los conjurados. Lo integran Octavio, sobrino, hijo adoptivo y heredero de Julio César, y Marco Antonio y Lépido. Cada uno aspira al poder absoluto, aspira a ser emperador. Lépido -que no deja de buscar su ventaja en ningún momento, pero no es ambicioso como aquéllos, sino nada más que codicioso- hace el papel de mediador bonachón y falaz entre sus colegas más nobles, quienes lo toleran porque todavía no ha llegado el momento de iniciar la lucha entre ambos.

En ocasión de una expedición militar a Oriente, Antonio se ha quedado junto a Cleopatra.

Ya aquí, donde no se trata sino de la situación externa, dejamos constancia de la edad de ambos. Históricamente, Cleopatra tenía 24 años, cuando Antonio la vio por vez primera, y en el año de la muerte de ambos, ella estaba cumpliendo los treinta y nueve. Como casi siempre, también en este drama Shakespeare deja la cronología vaga y como flotante. De tener en cuenta que nos hallamos en un país oriental donde la gente es precoz y se marchita pronto, no necesitaremos valorar la edad a que Cleopatra llega en el drama, con más de 57 a 39 años.

La historia informa que Antonio murió a los 53 años de edad, de modo que acertaremos con figurarnos al Antonio shakespeariano igualmente como de unos cincuenta años.

 

Octavio César es mucho más joven, y su constitución débil hace que hombres de la talla de Antonio lo tomen por muchacho y lo traten como tal. Con todo, es un hombre tranquilo, frío y calculador. Aquellos apasionados no ven lo varonil que es Octavio, precisamente porque él no es esclavo de sus impulsos ni se embriaga con nada. Es moderado y sabe gobernar, no como quien sepa gobernar caballos, sino por su carácter en que todo se desarrolla fría y reposadamente, sin genialidad ni naturalidad. Es previsor, sabe esperar y quedarse al acecho. Tiene, a más de su cesarismo, voluntad tesonera y guiada por el intelecto.

 

Sin ensueños, sin ira, reclama para sí el poder y la majestad. Es, para finalizar, un hombre solitario, sin familia ni relación de otra clase y que vive, como separado, por un vacío, o por una gruesa capa aisladora, del mundo que se propuso dominar.

Antonio está casado con Fulvia, una viuda a la que con el correr de los tiempos tocó en suerte pasar por no pocas vicisitudes.

Cleopatra es viuda de Ptolomeo; tiene hijos de su primer matrimonio como los tiene con su compañero Antonio.

Shakespeare, no obstante, su elevación y madurez, nunca deja de ser popular; comprende, desde lo más sublime de su espíritu, e intuitivamente, los destinos de toda una nación y los expone de manera que necesitamos un poco de atención, y nada más -nada de conocimientos científicos- para entender bien la situación en que se halla el imperio romano al comienzo de nuestro drama. Es así: en Italia hay guerra, en un principio entre el hermano y la mujer de Antonio; luego se aliaron los dos para luchar contra Octavio quien, por consiguiente, sospecha de Antonio, porque éste se demora en Egipto y no interviene en los acontecimientos.

 

Al sur de Italia y en Grecia, y más aún en el mar mediterráneo, donde su piratería hace peligrar toda la navegación, se está agitando un nuevo pretendiente, Sexto Pompeyo, hijo del gran rival de Julio César. Día a día crece su poderío.

En el Asia se ha rebelado el pueblo guerrero de los partos. Están bajo el mando de un general romano en rebeldía: Labieno.

Pasaremos a mirar más de cerca la acción dramática y la estructura de nuestro drama, sin apartarnos, por lo pronto, los sucesos exteriores.

Vida loca, vida lujuriosa, en Alejandría, en la corte de Cleopatra: fiestas, banquetes, libaciones, comilonas, amoríos...

Entre tanto, el imperio está batiéndose contra múltiples peligros que lo amenazan por doquier... Antonio no presta ayuda a Octavio; la rebelión de los suyos debe contar con su consentimiento, aunque no se ve claramente cómo; no escucha a los mensajeros que Octavio le envía; apenas si les concede una breve audiencia.

Fulvia es vencida, huye y muere repentinamente. En el mismo instante en que Antonio se entera de la muerte de esa su mujer, Roma misma se despierta en su alma... Todavía -quizá- no es tarde para reconquistar las posiciones perdidas en esos años de demora en Egipto... De prisa, a última hora, se apresta para viajar a Italia.

 

Efectivamente, los triunviros llegan a reconciliarse. Antonio no titubea en aceptar un arreglo entre caballeros: él, viudo desde hace pocas semanas, y libertado del cautiverio en brazos de Cleopatra, vuelve a casarse con una viuda, una hermana de Octavio.

Llegan, asimismo, a un entendimiento con Pompeyo al que conceden Sicilia y Cerdeña.

Y cuando un general de Antonio logra derrotar a los partos en el Asia menor, cunde la gloria del gran Marco Antonio...

Sin embargo, apenas llega a su provincia, a Grecia, cuando se reanuda ya, peor que antes, la lucha entre él y Octavio. Éste, como político que ve en los tratados de paz tan sólo una especie de inevitables intervalos entre las guerras, se atreve a todo para imponerse. En el momento más propicio para Octavio, estalló nuevamente la guerra con Pompeyo quien, al poco tiempo, cae víctima de un asesinato... Está maduro, pues, el otro rival, Lépido. Octavio manda encarcelarlo.

Así es como Antonio debe prepararse para la guerra contra Octavio. Cuando todo está en un hilo, Antonio permite a su mujer un viaje a Roma... La relación entre los esposos es vaga e indefinible como corresponde en el caso de un matrimonio político. Ella emprende el viaje para lograr lo que es poco probable que se realice: una nueva reconciliación entre Antonio y Octavio. Además, se traslada a Roma, porque en última instancia y ya que estallará la guerra, el hermano le es más caro que ese marido que la tomó tan sólo por razones políticas, hasta nuevo aviso, así como su alianza con Pompeyo no estaba en vigencia sino ad interim. En las honduras del alma de Antonio en cambio se mueven otros motivos. Hay en él una extraña mezcla de política y de amor, pues, apenas se fue la mujer, él también emprende viaje... a Egipto.

 

Intuimos, al través del bosquejo de Shakespeare, la auténtica realidad histórica. Lo que tenía que suceder un par de siglos más tarde, ya se vislumbra en nuestro drama: el ocaso del gran imperio, el cisma entre oriente y occidente romanos, entre las regiones bizantino-oriental y latino-occidental. Tanto en su política exterior como en su actitud anímica conforme a su carácter, Antonio busca apoyo exclusivamente en los reinos orientales: Grecia, Chipre, Lidia, Media, el país de los partos, Armenia, Siria, Cilicia, Fenicia, Libia, Capadocia, Judea. Todas ellas son mencionadas oportunamente en el drama de Shakespeare. La vida oriental, representada por Cleopatra, satisface a Antonio porque, por naturaleza y por designio, se siente dueño de ese inmenso imperio oriental, desde donde, apoyándose en ese dominio tan suyo, llevará la guerra contra Octavio, para adueñarse de la totalidad del imperio... De realizarse sus planes, Alejandría hubiera llegado a ser la capital del mundo, así como en un tiempo lo fue Bizancio. Pero Roma se defendio y se impuso. Observamos cómo en el occidente, bajo el gobierno de Octavio, auténtico heredero de Julio César y de la república, se organiza todo con eficacia, sobriedad, orden militar y en un régimen estatal adecuado, lógico y ordenado, mientras que el mundo oriental y orientalizado, representado por el grecorromano Antonio y la egipcia Cleopatra, ensalza el lujo y el goce de la vida, la tranquilidad, la dejadez y resignada contemplación, el esteticismo, los impulsos y la arbitrariedad, y busca la victoria para realizar estos ideales. Desde todo comienzo, vislumbramos cuán son los valores que se hunden junto con esa pareja, con Antonio y Cleopatra, pues en el presente drama la historia no es, como en Otelo o en "Romeo y Julieta" y otros parecidos, tan sólo una especie de fondo de paisaje y clima general, sino que la índole particular de los estados anímicos y las pasiones de los protagonistas y la índole general de la situación histórica se amalgaman tan íntimamente como íntimamente están aunados, en aquella pareja unida por el amor y la política, los móviles de auténtico amor, de voluptuosidad, de lujo y lujuria y voluntad del poder.

 

Ahora bien: la batalla decisiva ya no puede postergarse por más tiempo. Cerca de Accio están enfrentándose grandes contingentes, por tierra y por mar. Cleopatra interviene en la lucha con su poderío naval... y huye; Antonio le sigue con toda su flota... Con ello la batalla queda decidida a favor de César, a favor de Roma. Octavio los persigue sin tardanza, con una rapidez inesperada y osada de que Antonio nunca lo habría creído capaz. De otro encuentro, en tierra firme, cerca de Alejandría, Antonio sale airoso, gracias a la valentía de sus generales y soldados y la suya; pero ya no quedan esperanzas... Prosigue la grandiosa, la desesperada lucha por un final honroso... Cuando recibe la noticia, la falsa noticia, de que Cleopatra ha muerto, Antonio se suicida; y Cleopatra ha de seguirle bien pronto.

La victoria es del occidente. Salvada está la unidad del imperio, con grandes sacrificios, por cierto, y por el momento no más... Octavio César Augusto quedó como único emperador, y comienza la era imperial en la que, en un comienzo, la herencia de la calculadora política republicana será más poderosa que el poderío lujurioso y oriental que se habría impuesto en caso de que Antonio hubiese vencido.

Tal el fondo de nuestra tragedia, un fondo vivo y de movimiento vital: un film de los más grandes, de los más grandiosos...

Todo cuanto acabamos de resumir, constituye -dijimos- nada más que el fondo de los sucesos dramáticos. Pero en rigor, todo el cuadro vivo de la historia es parte esencial del drama, integrante activo de la tragedia vivida en ese paisaje histórico por Antonio y Cleopatra trágicamente unidos, tragedia de la que pasamos ahora a hablar.

Pero... intercalaremos aquí dos palabras sobre el "clima" y el sentido del drama.

 

Poseemos tres obras de Shakespeare en que el título ya lo dice- se halla una pareja en el centro de la acción: "Romeo y Julieta", "Troilo y Cressida", "Antonio y Cleopatra". Se ha dicho que en el primer caso se trata del amor elevado, mientras que los dos últimos representan el amor sensual, la voluptuosidad. Tal aserto no vale sino con ciertas restricciones. Por mucho que Shakespeare, desde joven y en medida creciente, hable contra aquel elemento en el amor que llamamos voluptuosidad, y por más que le agrade el análisis crítico cada vez que se lamente del amor o lo acuse, la verdad es que, cuando da forma y vida a seres humanos y a sus destinos, el poeta no reconoce sino un amor: el amor enterizo. El sabe que el impulso, aun en su aspecto más rudo y más animal, cuando se manifieste en seres que no son como Calibán, está siempre como iluminado por el ensueño y la imaginación y que fancy es un elemento en que coexisten, armoniosamente, el placer y el capricho, la pasión y el alma, la necesidad ineludible y la libertad y el espíritu con su juego divinamente ligero. Él no conoce sino un amor, el amor íntegro, pero conoce, al tiempo, un sinnúmero de humanos que caen presa del amor y reaccionan cada uno a su manera; conoce un sinfín de grados y estados del amor y las múltiples transiciones entre ellos. El elevado amor de los hermosos jóvenes que son Romeo y Julieta, es todo alma y, sin embargo, es sensual y poco espiritual; y en cuanto a Troilo y Cressida, observamos como rasgo característico de esa pareja, que el joven vierte indeciblemente más de su alma y espíritu en el cáliz del amor sensual que la muchacha. Del mismo modo vale que el amor entre Antonio y Cleopatra es mucho más que un mero amor sensual. Al presentarnos los sentimientos de estas personas, ya no jóvenes, ya conoce doras de la vida, del hombre maduro, más que maduro y de la mujer madura, Shakespeare no se limita a ello. Nos muestra lo individual, lo irrepetible, lo que es único en el mundo. Nos muestra el amor apasionado y fatal, amor que se adueña del alma, del cuerpo y del intelecto pese a cuántas huidas y raciocinios y calumnias experimente, el amor del estadista y guerrero, del romano y griego que es Antonio y de aquella mujer única, esa serpiente del Nilo como Antonio la llama, esa reina en Egipto y reina en el amor que es Cleopatra.

 

Antonio... ya lo conocemos por "Julio César", y es todavía el mismo que conocimos en ese drama. Hombre hercúleo -según la tradición de su familia, Hércules fue, efectivamente, uno de sus antepasados-, deportivo, púgil, atleta; valiente, aguantador, inagotable, de una constitución férrea que podríamos llamar "colosal" con la acepción primitiva de la voz. Con todo, es un carácter fogoso, fervoroso, simpático a todos; representa la unión tan rara e imponente, de la enorme fuerza con la refinada elegancia, de la calma imperturbable de un energúmeno con la agilidad mental más etérea y espiritual posibles. Piensa velozmente y como de un salto, y toma, por ende, sus decisiones sin consideración ni escrúpulos. Mientras tenga dominio de sí, será capaz de poner sus grandes talentos al servicio de sus fines y, entonces, no hay quien se le oponga. Pues es un carácter muy dotado, lleno de sentimiento y de espontaneidad, y cuando se vale de sus dones naturales, manejándolos con su arte de gran histrión -arte innata que perfeccionó en largos años de práctica-, entonces sí se impone a todos, porque es como es, y porque le ayuda la popularidad de que goza.

Es un hombre en que no hacen mella ni los excesos ni las más duras penurias. Para un hombre de su talla no vale ese o.… o.…, ese: o una cosa o la otra, valedero para los hombres normales pequeños o medianos. ¿O voluptuoso o disciplinado, o apasionado o reflexivo?... Él es lo uno y lo otro. Nunca, ni siquiera en instantes de estallar, de dejar rienda suelta a la cólera, llega al extremo su tensión interior; siempre, antes de llegar al extremo, se impone, en él y en torno a él, cierto sosiego propio del comedimiento, de esa agradable dejadez e indiferencia que tiene.

 

Con ello nos hallamos, asimismo, frente a lo que es peligroso para Antonio, máxime en ese ya estéril mundo de la política... Él no sólo puede, sino que a veces debe hacer abstracción de su finalidad porque no aguanta estar siempre sobre aviso, alerta y calculando cómo acechar a los adversarios y lograr sus fines... No, él necesita olvidarse de sí, entregarse, perderse, descansar perezoso y gozando: necesita del placer y de la embriaguez...

Pensemos también que Antonio se halla en el límite; que la juventud lo dejaría pronto si él no supiese retenerla a la fuerza.

Lo que le repugna en Octavio, es sin considerar la rivalidad polí-tica que este joven parece no tener presencia alguna, parece no conocer ni dicha ni vicios humanos, pues vive tan sólo en el porvenir, en la tensión, para sus fines políticos, en la abstracción... Para Antonio, en cambio, parece que valga aquel mandamiento que el poeta de la era augustea, Horacio, resume en dos palabras: Carpe diem, "goza del día, cosecha lo que cada hora te brinda". El placer es el que él necesita sumergirse de vez en vez; el placer llevado hasta la licencia... Hay en torno a su caza del placer, un aire trágico por lo íntimamente relacionada que está con el tiempo en cualquier sentido del término.

 

El tiempo se escurre, la juventud huye... Y se vive, además, en un clima de ocaso en esa época en que se mezclan las civilizaciones oriental y occidental. La virtud republicana ya no existe. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que Antonio mismo persiguió a Bruto, obligándole a quitarse la vida y llorándole luego en un emocionante panegírico!...

La frivolidad y el escepticismo dominan el momento; el mundo no tiene sostén, ni tiene fe en nada: en aquellas grandes luchas no están en juego los principios éticos, sino individuos en busca del poder personal.

 

Es como un símbolo paisajístico, un símbolo de la naturaleza misma para expresar ese vaivén de los sentimientos -encontraremos el mismo símbolo luego en "La Tempestad"- el que, en este drama amplio, tan a menudo tengamos que ver con las olas, las del mar y las del río. Hay, por desgracia, algo blando, ondulante, nebuloso, algo de agua que corre... No falta sol, pero es el sol que hace nacer a los gusanos... Estamos nadando en un río de placeres y cada vez que salgamos del elemento húmedo, tampoco pisamos tierra firme, seca y segura, sino el fértil y bochornoso pantano del delta del Nilo...

Navegando en un río, Cleopatra fue al encuentro de Antonio, aquella vez primera, allí en el Asia menor, en el río Cidno, en Cilicia. La espléndida y exuberante descripción de aquel encuentro es de invención de Plutarco, pero los modernos tenemos ese impresionante cuadro -que es cual realidad mágica, vuelta leyenda- con los colores con que Shakespeare lo pintó para placer de todos los sentidos; colores imperecederos que nada habrán perdido de su frescura y brillo cuando el óleo con que el pintor Makart ilustró la escena, no existía ya por-que sus colores son sólo químicos y perecederos:

 

The barge she sat in, like a burnish'd throne,

Burnt on the water; the poop was beaten gold;

Purple the sails, and so perfumed that

The winds were love-sick with them: the oars were silver;

Which to the tune of flutes kept stroke, and made

The water, which they beat, to follow faster,

As amorous of their strokes. For her own person,

It beggar'd all description: she did lie

In her pavilion, (cloth of gold, of tissue),

O'er-picturing that Venus, where we see

The fancy outwork nature: on each side her

Stood pretty dimpled boys, like smilin Cupids,

With divers-colour'd fans, whose wind did seem

To glow the delicate cheeks wich they did cool...

Her gentlewomen, like the Nereides,

So many mermaids, tender her i the eyes...

A seeming mermaid steers; the silken tackle

Swell with the touches of those flower-soft hands...

… … … … … … … … From the barge

A strange invisible perfume hits the sense

Of the adjacent wharfs... 1

 

¡Hela aquí, por vez primera, Cleopatra, la serpiente del Nilo! Es cierto que los espectadores escuchamos ese entusiasmado relato del general Enobarbo, hombre tan prudente y sosegado en otros momentos, sólo después de conocer a la reina en sus caprichos ora gratos ora feos. Extraño y muy a la manera de los más grandes poetas es ese proceder -casi tan indirecto como el de Homero al presentarnos la belleza de Elena a través de su efecto sobre los ancianos de Troya- de decirnos, en el referido relato sobre la juventud de la hermosa Cleopatra que tenemos a la vista, mucho más sobre el ambiente en su torno, su perfume y efluvio que sobre ella misma; mucho más sobre el efecto que causó, que sobre el aspecto que tenía, y más sobre lo que es arte en ella que sobre lo que es natural...

 

Los lectores del drama llegaremos a conocer el aspecto exterior de Cleopatra, mejor que por aquella relación, por otra escena: aquella en que Cleopatra pide le describan a Octavia, su rival. Es una escena en que se nota la garra de Cleopatra, como se nota en ella la garra de Shakespeare. Censura muchos rasgos y propiedades de Octavia, y así, por la oposición, nos enteramos de cómo son las cualidades que a ella misma halaga poseer. Nos la imaginamos de figura alta y cimbreante, graciosa en los movimientos: la cara ovalada, la tez obscura -la llaman 'gitana'-; la voz clara y tierna. Es reina y es mujer; domina y seduce porque es tan frágil...

He aquí un rasgo esencial de esa criatura que, hasta hoy, creo, no fue interpretado debidamente. Para observarlo bien, tenemos que tener presente que los seres humanos no cambian a fondo en el lapso de un par de siglos o si se quiere milenios. Hay ciertas formas de expresión, vestidos, modas y, ante todo, palabras y acepciones que si cambian; pero los rasgos esenciales no se alteran, ni los inherentes a la norma ni los típicos de lo anormal. De modo que poco importa si, con este criterio, examinamos los tiempos de Shakespeare o los de Cleopatra. Caracteres femeninos como los conocemos hoy en día -lo que se llama "conocer"-, han existido siempre. Yo, por mi parte, creo ver... no, estoy seguro de ver que Shakespeare -el más grande entre los conocedores de los humanos y ante todo de las mujeres- nos presenta en Cleopatra un tipo de mujer que comprenderemos mejor cuando lo ubiquemos en el círculo de aquellas figuras femeninas que, en un lenguaje que nos es más familiar, y por descripción inmediata, nos han ofrecido primero Stendhal y luego, más que otros, Dostoievsky.

 

Sí, la Cleopatra de Shakespeare es de la estirpe de Aglaia Epanchin y de Nastasia Filipovna, de "El Idiota", y ante todo de Grushenka y Catalina, de "Los Hermanos Karamasov". Sólo que, en Cleopatra, a la grandeza del alma -que en ella como en las figuras aludidas se eleva siempre de nuevo y se impone no obstante las múltiples derrotas, las casi serviles entregas, las grandes humillaciones-, se agregan la posición de reina auténtica con poder, lujo y riquezas fabulosas y el hecho que su amante es el emperador.

Digamos sin remilgos la palabra certera: esa reina y gitana egipcia es una histérica, inmensamente dotada en lo sensual, lo sentimental, lo espiritual, una histérica de la especie brillante, múltiple y fúlgida que consume sin miramientos a los hombres, y los atrae como por encanto: esa especie frente a la que palabras como "verdad" y "mentira" y hasta "naturaleza" y "arte" se tornan términos insuficientes para describirla.

La frase decisiva, desde la cual es preciso construir la figura de Cleopatra, se dice en conversación familiar entre Antonio y su primer general e íntimo Enobarbo. Antonio ha resuelto abandonar a Cleopatra; urge intervenir en Italia; la noticia de la muerte de Fulvia lo acicatea y surte efecto, porque con ella desapareció uno de los motivos para vivir, como en un escondite, con esa mujer egipcia, y para olvidarse de todo, pero ahora murió su mujer, esa mujer hombruna y marcial a quien él tenía respeto, mucho respeto, y hasta miedo... Cuando Antonio confía su decisión a Enobarbo, éste opina meditabundo: "¡Ay! Cuando Cleopatra se entere, morirá, morirá en seguida... Y sus damas" -que viven con ella en una especie de mimetismo conocido en las amistades entre mujeres-, le seguirán, y morirán también..." Con estas palabras, el pícaro que usa de un lenguaje cínico como de una coraza contra el mundo, da a entender: "¡Qué escena nos hará ella! ¡Cómo desfallecerá!"

 

I have seen her die twenty times upon far poorer moments; I do think there is mettle in death, which commits some loving act upon her, she hath such a celerity in dying... 2

 

A esta observación bastante extraña, por cierto, Antonio que no se siente a sus anchas, replica de mal humor: "Es astuta por encima de toda imaginación." Con lo cual interpreta -en ese instante- la fragilidad de Cleopatra, sus arrebatos, sus desfallecimientos, y sus caprichos y amoríos de toda clase; los interpreta como el hombre medio los interpretaría: como falsedad, astucia y mala intención.3 Enobarbo, agudo observador y de gran sensibilidad no obstante su lenguaje algo brutal, nos ahorra ahondar más y expresarnos con más claridad, porque sigue analizando a aquel extraño ser, con mayor penetración y con palabras notables y propias de una modernísima química psíquica, cuando rechaza el malhumorado y poco fino juicio de Antonio alegando:

 

Alack, sir, no; her passions are made of nothing but the finest part of pure love: We cannot call her winds and waters, sighs and tears; they are greater storms and tempests than almanacs can report: this cannot be cunning in her; if it be, she makes a shower of rain as well as Jove. 4

 

Los modernos profetas de la teoría de la periodicidad se expresarían menos plásticamente y se valdrían de fórmulas científicas y, sin embargo, ellos también relacionarían las veleidades de Cleopatra con el viento y el tiempo, con flujo y reflujo del calendario...

Con ello está dicho, pues, que sus gritos, sus lágrimas, sus desfallecimientos, sus arrebatos de ira (con que tanto tienen que ver su encanto sensual y seductor y su manera de jugar con el amor, y su carácter gatuno), en el fondo no son otra cosa que la supersensibilidad con que ella se entrega al amor y a la pasión. El amor es el centro de su ser y, por ello, el suyo no es un amor exclusivamente por dentro, no es amor de alma casta. El amor de Cleopatra está omnipresente en toda fibra de su cuerpo; hasta en la piel, hasta en cada gesto, Cleopatra es toda amor e impulso... Si ella apresa a todos en sus redes, es porque ella misma cayó en las redes, en el cautiverio, en el servicio del amor: toda, de pies a cabeza. Sus veleidades son debilidad; y esa debilidad es una fuerte arma contra los hombres. Ella es mortífera cuando ama, porque de su alma se ha adueñado el amor, ese elemento mortífero, que lo absorbe todo, que ahoga a todos como una serpiente, y que se agita, y agita a todos sin cesar. En forma más hermosa, más emocionante, o más clara por ser más sincera, no podría decirse cómo es Cleopatra, que con las palabras del romano Enobarbo... Ella lleva una vida oriunda de la muerte y sombreada, en cada instante, por la muerte; y esa muerte que le dio vida, esa muerte que ella vive en todo instante de su existencia temblorosa y agitada, la lleva a extraños estremecimientos y fogosos arrebatos a los que se abandona como a actos de amor... Al verla como Enobarbo nos enseña que debemos verla, ¡cuán grande no es nuestra admiración porque esa pobre rica, pese a sus impulsos elementales, tiene una especie de contrapeso para contrarrestarlos; porque, además y pese a todo, tiene un gran intelecto y dominio de sí, y un amor, digno de una reina, a todo lo grande en este mundo y a los grandes de este mundo; y porque -digámoslo por paradójico que suene- es fiel a este amor suyo! Admira cómo supo convertir su natural inquietud, esa palpitante y enervante inquietud, en gracia suave y silenciosa, y conservando de la serpiente que es por naturaleza, nada más que el irresistible embeleso de su ondulante andar... siempre que su naturaleza telúrica no rompa todas las vallas de las costumbres y estalle, desenfrenada, brutal, vil y aborrecible... Mucho me cuido siempre de salirme del límite de los dramas de Shakespeare y sacar de sus obras poéticas conclusiones respecto a la vida personal del autor. Pero, frente a Cleopatra, no puedo menos que creer que Shakespeare mismo conoció en su vida a semejante mujer maravillosamente seductora y peligrosamente bella, y que aprendio a maldecirla como hombre...

 

Al decirlo, pienso -y como es lógico, y como otros también han pensado- en aquella Black Lady que es mencionada en muchos pasajes y especialmente al final de los Sonetos; aquella mujer en que Shakespeare veía la encarnación del amor sensual, del sexo, de la voluptuosidad, a la que dedicó sus tan inauditas y enigmáticas lamentaciones. Más tarde nos ocuparemos de ella en otro contexto, pero para que la tragedia de Antonio y Cleopatra nos llegue a lo hondo del alma, a Honduras shakespeareanas, haremos bien en escuchar ahora mismo el Soneto CXXIX... Como queremos que los pensamientos, el sentimiento y el extraño clima de esta poesía nos hieran con toda su acritud, la citaremos en su forma original -donde la claridad del pensamiento es aún reforzada por el ritmo mágico, por las rimas entrelazadas y el martillo del final y en prosa:

 

The expense of spirit in a waste of shame

Is lust in action; and till action, lust

Is perjur'd, murderous, bloody, full of blame.

Savage, extreme, rude, cruel, not to trust;

Enjoy'd no sooner, but depised straight;

Past reason hunted; and no sooner had,

Past reason hated, as a swallow'd bait,

On purpose laid to make the taker mad:

Mad in pursuit, and in possession so;

Had, having, and in quest to have, extreme;

A bliss in proof, and prov'd, a very woe;

Before, a joy propos'd; behind, a dream:

All this the world well knows; yet none knows well

To shun the heaven that leads men to this hell. 5

 

Así habla, así llora, así acusa Shakespeare el hombre, quien, hasta en esa confesión directa, a menudo se deja llevar, tan hermosa y profundamente, por la fantasía poética que todo lo comprende, todo lo forma y transforma, esa fantasía que se llama amor, o también se llama amor, amor celestial, y que, así, logra hablar con la más amable benevolencia, aun cuando, implacable y cruel, descubre la triste verdad. He aquí la perfección del poeta dramático, la que reside en ser tan horriblemente cruel y al mismo tiempo tan adorablemente clemente y amable al decir su verdad. Ninguno, ninguno de los poetas anteriores, contemporáneos o posteriores tiene esa inaudita amplitud del alma como Shakespeare.

Volvamos a nuestro drama, para observar, desde el comienzo, cómo es la vida que aquellos dos, en cuyas almas el gran mago ha penetrado esta vez, llevan uno con otro, o, mejor, cómo es la vida a que son llevados.

Ella vive -y más que Antonio- temblando, en eterno miedo de envejecer. Cleopatra se nutre de recuerdos, de sus grandes recuerdos, de cómo cayeron en sus redes Julio César y luego Pompeyo...

Y ahora les siguió Antonio, el dueño de la tercera parte del mundo y hombre tan admirable que debería ser emperador del mundo entero...

 

Mas para serlo, él debería abandonarla, irse a la guerra, exponerse a peligros. Pues bien, ello no sería tan grave, aunque Cleopatra, la mujer, no es menos cobarde que atrevida... Lo grave es que ella no puede dejarlo, porque su amor, que es un continuo e indefinido deseo, no puede vivir sin la presencia del querido, y, lo que, es más, si él se retirase, para dedicarse a su deber, se aproximaría a la que es el mayor peligro para ella: a Fulvia... No deja de inquietarle el hecho de que Antonio es un hombre casado, casado también por dentro, en alguna región noble de su alma; casado con otra mujer, con otro mundo menos tropical, con Italia. Ella lo atribula con malicias, con escarnio, con "censura, risa y llantos". Cuando él está triste, ella quiere bailar; cuando está alegre, ella finge estar enferma... Cuando quiere conversar con ella, no le permite decir palabra...

Y cuando Antonio, sosegado, entre grave aflicción y gran alivio, le comunica la muerte de Fulvia, ¿qué siente Cleopatra, esa condenada mujer? Siente un gran dolor, porque, todo lo demás, ¿qué importa a quien, como ella, no piensa sino en sí misma, en su destino, en su amor? Así nos tratan -reflexiona- a las pobres mujeres, una vez que hemos muerto; así se consolará Antonio con otra mujer, cuando desaparezca Cleopatra... Sin embargo, desde que Antonio se fue, ella se pasar el día y noche pensando en él...

 

Como Octavio, el político, envía diariamente sus mensajeros para estar siempre en comunicación con cualquier parte del imperio, así van y vienen, diariamente, sus mensajes de amor a donde está Antonio…

Su repentino casamiento con Octavia no es más que un recurso político; la única posibilidad para postergar la decisión entre Antonio, cuya estrella está declinando, y Octavio, cuya desconfianza y poderío bélico están culminando...

Es una alianza política, sí, y sin embargo, al recibir la noticia, Cleopatra se encoleriza, se pone fuera de sí. Verdad que Shakespeare nos ha pintado su conducta en esa situación, sin halagarla en lo mínimo; pero mientras en una pintura o escultura abarcamos con una mirada toda la profundidad de lo que el artista nos revela, aquellas obras artísticas que, como la poesía en general, y el drama y la música, en particular, se desarrollan en el tiempo, requieren, para su adecuada interpretación, ser intuidas en una sola visión simultánea, desde el comienzo, el medio y el final, a través del único prisma que hace posible proceder así: a través de una íntima compenetración con la obra entera. Cuando algún joven llega a conocer, por vez primera, una de las sinfonías de Beethoven, suelo decirle, en seria broma, que de ninguna manera hay que por primera vez... Efectivamente, la diferencia entre las artes que trabajan con impresiones sucesivas, y la realidad, estriba en esto: que la realidad no ofrece, en ningún instante, la totalidad, sino tan sólo el transcurso lineal entre esperan-zas y angustias. Sólo en la obra de arte, también entre esperanzas y angustias, podemos llegar a tener, como por milagro, el saber redondo que todo lo abarca y, con este saber, un consuelo celestial en medio de todos los horrores y penurias de este mundo. Así es como podemos, como debemos tener presente el encanto de Cleopatra, su suavidad de terciopelo y su grandioso y tierno fin, cuando presenciamos cómo al recibir la noticia golpea al mensajero y le tira de los cabellos, porque se entera de que Antonio volvio a casarse...

 

El impresionante arte y la honda humanidad de Shakespeare, de mostrarnos a todos sus personajes con todos los rasgos e impulsos que se entremezclan en su alma, se evidencia en ningún drama en forma más convincente, más brutal, más consciente que en "Antonio y Cleopatra". Estos personajes no pueden ser reducidos a una fórmula abstracta, porque escapan a toda tipificación: no son ni buenos ni malos. De querer aplicarles estas denominaciones, deberíamos decir que son ora buenos, ora malos, y a veces ambas cosas a la vez.

El Antonio, como Shakespeare nos lo presenta, tiene la mejor buena voluntad de olvidar a Cleopatra, desde que volvio a pisar suelo romano. Pero ella sabe mantener fresco su recuerdo con esos mensajeros que le traen su perfume... Su relación con Octavio ya no es tan buena, a pesar de haberse casado con la hermana, y pronto empeorará aún más... Y cuando vuelve a respirar el aire griego, ya sabe, ya está convencido de que la salvación en lo político y en lo humano- no puede venir sino del oriente...

Se traslada, pues, junto a Cleopatra y organiza los países orientales para la guerra. Octavio sabe la noticia en seguida. Ha llegado la hora decisiva.

 

Antonio, el Heraclida, es el primero entre los héroes de su tiempo, y casi invencible allí donde se trata de valentía personal: en una batalla en tierra firme. Cleopatra, orgullosa de su aparatosa flota e impulsada por el deseo, osado, tentador e incontenible, de exponerse al peligro y a la perdición, le sugiere ensaye suerte en lo que es el elemento propio de ella: las aguas. En la guerra marítima no decide el valor personal, sino la táctica calculadora, la calma, la frialdad: y en estas artes Octavio es insuperable.

Así comienza la guerra con la desgracia de Accio y todo termina pronto... Cleopatra, quien emprendio la guerra por capricho, la tímida Cleopatra, huye al primer golpe serio que Octavio le asesta; todas las naves egipcias siguen la de la almirante... Hasta Antonio pierde el tino y huye, a la zaga de Cleopatra y con toda su flota…

 

The greater cantle of the world is lost…

…We have kiss'd away

Kingdoms and provinces. 6

 

Like a doting mallard ("como un pato alocado"): así le siguió Antonio. Al menos se valen de este giro y otros parecidos, los generales que están aterrados y como si alguien les hubiese dado una ducha fría. Ven claramente que alguna fuerza demoníaca gobierna los destinos de Antonio; y uno tras otro de los generales se dispone a abandonarlo…

No antes de llegar al palacio de Alejandría, Antonio vuelve en sí. La vergüenza y la cólera se adueñan de él. No mira a Cleopatra, ni la escucha, tan fuera de sí está. Luego la colma de injurias, sin dominarse, abandonándose a su ira. Ella, en cambio, nos conmueve por lo frágil, lo femenina que es. Pues en ese instante, ¿cómo pensar en la guerra y en la política? Obedeciendo más bien, y ni siquiera consciente de su conducta, a su instinto de mujer, e hiriendo con ello a Antonio más que con cualquier otro gesto, se inclina ante él, como si no fuese reina, sino una gitanilla cualquiera:

 

O my lord, my lord!

Forgive my fearful sails; I little thought

You would have follow'd. 7

 

En momentos de debilidad y aflicción, ella no sabe hacer otra cosa que pedir perdón; y cuando la ve llorar, Antonio sucumbe. Todo ha terminado; él lo sabe muy bien; pero ¿quién pensará ahora en esto? ¡Que traigan vino para su banquete; a besarse, a aturdirse, ¡a olvidar!...

Cleopatra, para quien el amor es vida y la vida amor, y que, cobarde, como una esclava, ama su existencia, su bienestar, el placer y el lujo; Cleopatra, cuyos amantes fueron los dueños del mundo: Pompeyo, César, Antonio, se halla en esa hora ante la tentación más grande de su vida.

Octavio ya llegó con sus ejércitos hasta los alrededores de Alejan-dría; ya llegó su mensaje: Con tal que le entregue a Antonio, Cleopatra puede estar segura de su gracia y favor...

Los generales han abandonado a Antonio, casi todos; hasta el leal Enobarbo, que lo adora, pese a su cinismo de palabra, se decide a dejarlo... (Pronto, en una maravillosa escena, lo vencerá el arre-sentimiento y se suicidará.) Y ahora, cuando los romanos desertan de su dueño y señor, cuando Antonio está perdido, ¿qué quieren que haga ella, la egipcia, la gitana, con la muerte segura a la vista?...

 

Sabemos tan sólo que ella recibe con toda deferencia al mensajero de Octavio, pero ¿daría el paso decisivo? ¿Quién lo sabe? El poeta nunca sabe más de lo que quiere saber. La duda, el dejar las cosas en suspenso, es un recurso artístico tan suyo como lo es la claridad; la elección depende de los personajes y de la situación que quiera destacar. En esta oportunidad no nos revela nada. Por más luces que ponga, para hacernos ver bien la centelleante piel y el alma de Cleopatra, su intención es que ella sea un enigma, y nada hace para ayudarnos a resolverlo.

Antonio interviene. Tan peligrosamente hábil es el estado de ánimo de este hombre en el umbral de la muerte y aferrado a la vida -aunque algo en él sabe en todo instante que todo ya ha terminado-, que deja rienda suelta a su ira. ¿Cleopatra permitió que el emisario le besara la mano? Él lo hace azotar. No como si no quisiese que nadie la tocara, pues unas pocas horas más tarde Antonio mismo, contento de una rápida victoria y nuevamente consciente de su gracia y dignidad, procurará que su valiente general Escaro, el único que le permaneció leal, obtenga la suprema distinción, la de besar la mano a Cleopatra. Pero pensar que lo hizo el emisario de Octavio, ¡ese perro!... Desde las honduras de lo subconsciente, sube, burbujeando, la mar de palabras nunca dichas, de sentimientos jamás expresados, en ese hombre amenazado por la muerte y que vislumbra ya al heredero ansioso enriquecerse con lo suyo... Todo el odio, toda la dureza que él lleva dentro, se vuelca sobre Cleopatra. Ningún autor moderno nos ha revelado más despiadadamente que Shakespeare ese odio en que la voluptuosidad puede convertirse en todo instante. Con la fulminante agudeza que la cólera le inspira, le echa en cara lo peor que alguien pudiera inventar para herir a la pobre mujer:

 

You were half-blasted ere I knew you. 8

 

Y más tarde:

 

I found you as a morsel cold upon

Dead Caesar's trencher: nay, you were a fragment

Of Cneius Pompey's; besides what hotter hours,

Unregister'd in vulgar fame, you have

Luxuriously pick'd out: For, I am sure,

Though you can guess what temperance should be,

You know not what it is. 9

 

Puede ser que ella que vive de un instante para el otro (pero sin dejar de ser íntegramente ella), sólo ahora, frente a ese rapto de ira por amor, ese vejamen que Antonio le inflige sin sentir vergüenza, vuelva a darse cuenta de que es fatal e ineludible el amor entre Antonio y ella, la azotada y colmada de injurias... De todos modos, es verdad que la violenta escena provoca en Cleopatra una reacción inesperada: jura a Antonio que lo ama, y jura con palabras tan convincentes por lo apasionadas, que él da un brusco vuelco... ¡Que venga esa noche de amor antes de la última y fatal batalla!...

En esa noche, los soldados que están de centinela, oyen una extraña música desde las entrañas de la tierra:

 

'T is the god Hercules, whom Antony lov'd,

Now leaves him. 10

 

Antonio era todo un hombre, era el varón ideal en persona, predestinado a hacer obra de varones, y se hunde por ser esclavo de una mujer. Con aquella música lúgubre y subterránea lo abandona su espíritu bueno, el espíritu de lo varonil.

Este rasgo, usado por Shakespeare para provocar un clima de ocaso trágico, proviene, como muchos otros rasgos aislados, de Plutarco. Sólo en Shakespeare adquieren esos pormenores ilustrativos vida auténtica y hondo sentido y pierden su carácter meramente anecdótico, porque él sabe insertarlos con insuperable acierto en ese su gran simulacro de la lucha de las pasiones, de la lucha del oriente y occidente, en un marco de una de las más grandes catástrofes de la historia.

Al rayar el alba, después de esa última noche de amor, Antonio va a la batalla. Lucha cual león, y una vez más es suya la victoria, sin que este éxito momentáneo pueda contrarrestar la marcha del destino... Su astro está declinando; el mundo está por perder la fe en Antonio; y cuando al día siguiente los adversarios vuelven a medirse en una batalla marítima, toda la flota de Antonio se entrega al enemigo.

 

¿Quién tiene la culpa? Shakespeare finge no saberlo: lo presenta todo como si creyese que alguna fuerza elemental hubiera abandonado a Antonio. Lo único que nosotros sabemos, es que Antonio, inmediatamente después de la derrota, vuelve a acusar de traición a Cleopatra.

 

Antonio no cree en la fidelidad de la amante ni puede creer en ella. El mundo no es como antes, sus experiencias le enseñaron otra cosa... Tampoco cabe la fidelidad en su carácter y su manera de llevar la vida... Cuando se trataba de mantenerse firme contra el mundo y de lograr sus fines, él mismo hacía siempre comedia; su sentimiento tan pronto a simpatizar con cualquiera, su don de gen-tes, su confianza de niño -todos ellos rasgos auténticos y naturales en él, todo lo puso Antonio al servicio de la política, valiéndose de sus fuerzas y de sus debilidades como medios... Cuando Enobarbo, quien lo conoce mejor que los demás, alguna vez se acuerda de las lágrimas que Antonio vertió ante el cadáver de César y luego ante el de Bruto, opina secamente:

 

That year, indeed, he was troublet with a rheum:

What willingly he did confound he wail'd,

Believe 't, till, I wept too. 11

 

Y... ¿cómo podría Antonio creer que alguien ame, sinceramente, al que engañó a sus mujeres, una tras otra, como él lo ha hecho?

Acostumbraba creer en la lealtad; y sus compañeros de guerra, sus soldados le eran leales, así que creyó en la amistad y devota admiración de ellos; y hasta ellos acaban de traicionarlo.

Cree en el amor; gozó del amor, entregándosele apasionadamente; por el amor se olvidó del mundo, de la fidelidad, del honor, traicionando a todos y a sí propio. En estos momentos, Cleopatra volvio a ser, para él, la serpiente, el alma traicionera, la egipcia, la gitana, pues ahora acabó con él, ahora le vendio a ese "muchacho romano", ¡bruja que es!...

Ella huye ante el airado y se refugia en el mausoleo de la familia real como en una fortaleza; angustiada y para que Antonio cambie de opinión -lo conoce mejor que a sí misma-, manda decirle que ha muerto...

La noticia es el golpe de gracia para Antonio. Su papel político ha terminado ya; no hay esperanza alguna; el muchacho romano, el frio calumniador, ha vencido. Cleopatra se fue, cree, a morir antes de él, por él, por su culpa... No puede más; la tradición romana vive aún en él: ruega a un liberto suyo que le ayude a morir. Él mismo se siente incapaz de darse muerte. Pero el liberto -se llama Eros, ya en Plutarco-, leal hasta la muerte, prefiere arrojarse sobre su espada...

 

Antonio sigue su ejemplo; pero ya no es un romano integro; no muere, sino que sólo se hiere gravemente. En este estado le informan que fue falsa aquella noticia que tanto lo desesperó: Cleopatra está aún con vida... Ruega a los soldados que lo lleven hasta ella.

Ella, entretanto, ¡en qué angustia, en qué arrepentimiento se estaba consumiendo!... ¡Qué hizo! Ya antes de volver a verlo, sabe que esta vez fue demasiado lejos... "Antonio cree que he muerto -reflexiona-, que he muerto por él, por su ira, por amor; y desesperado como está, no sobrevivirá a la noticia...

Emocionante es la despedida: Antonio muere besándola; no como un Romeo, pero sí como un hombre, un varón, un amante a pesar de todo, como lo que es como Marco Antonio...

Cuando vuelve en sí pues junto al cadáver había caído desmayada, Cleopatra se siente como si no fuese de carne, sino de ceniza, toda; como si la vejez se esparciese por todo su cuerpo... Terminó el sueño de ser reina, de ser emperatriz; ya no es más que una pobre y frágil mujer, una sierva sin amo. Su vela llamea, inquieta y pronta a apagarse...

Un saber superior a todo cuanto pensó antes, surge en ella: un saber trágico, el saber de todos aquellos que fueron en pos del poder y del goce y, nunca satisfechos, nunca sosegados, cometieron un crimen tras otro contra el mundo y contra sí mismos; ese saber a qué llegó también Macbeth, ese condenado de Macbeth que, sin embargo, en ese sentido, fue redimido; ese saber nihilista de que la vida, esta vida es... nada.

 

My desolation does begin to make

A better life: 'T is paltry to be Caesar;

Not being Fortune, he 's but Fortune's knave,

A minister of her will: And it is great

To do that ends all other deeds;

Which shackles accidents, and bolts up change;

Which sleeps, and never palates more the dung.

The beggar's nurse, and Caesar's. 12

 

No, ella no es una Julieta ni tampoco es como Porcia la romana; y, sin embargo, esa mujer voluble, que no vive sino para el instante, que no es sino una superficie irisada porque su alma es así, porque es como el ópalo cuya faz exterior revela su modo de ser más íntimo... ¿Quién sabe, digo, si esa mujer voluble no sería capaz de sobrevivir aún a esto? Pero no: se entera que el frío Octavio, ese primer emperador y césar sobre el que ella no tiene poder, no planea otra cosa que apresarla y llevarla a Roma para su triunfo... Y ello sería el más grande de los horrores para Cleopatra...

¿Esa tonta y glacial Octavia, la esposa legal de su amado muerto, de su esposo, la contemplará con escarnio, allí en Roma? ¿La plebe romana le gritará, delirando? ¿Algún necio actorcillo en un teatro de barrio la representará como la gran meretriz del Nilo? No; todo terminó; está decidida. Tantas veces ha jugado con el suicidio; ese papel era uno de los suyos en su vida agitada y apasionada. Ahora, el juego se tornó serio. Tiempo a que ella sabe cómo morir del modo más suave... Manda que le traigan su mejor vestido; recuerda el día cuando iba navegando por el Nilo al encuentro de Marco Antonio, fascinadora como si fuese la diosa del amor... Y luego cuando muere, valiente y libre, ya no es la esclava que, pusilánime y miedosa, con un amor cohibido eleva sus miradas hacia el amo, el marido de otra mujer, sino que dice:

 

Husband, I come:

Now to that name my courage prove my title!

I am fire and air; my other elements

I give to baser life. 13

 

My other elements: el elemento del agua al que pertenecía esa ninfa del Nilo tan pronta a llorar, y el elemento de la tierra del que nunca logró liberarse, deben volver a su origen con el cadáver, mientras que la parte noble y etérea de Cleopatra como fuego y aire subirá al reino de lo eterno.

Otra vez más corresponde que nos refiramos a los Sonetos en los que el poeta lamenta que los humanos no seamos íntegramente espíritu, sino cautivos en la "burda substancia de la carne". Allí habla también de los "amargos" elementos que son el agua y la tierra, que nos apegan a la naturaleza: el cuerpo y las lágrimas son tierra y agua en nosotros. Los dos restantes elementos, en cambio, simbolizan otras cualidades nuestras: el aire es el espíritu, y el fuego es desire, el deseo de llegar a lo excelso, y nostalgia celestial.

Así es cómo Cleopatra se apresta para su apoteosis. Un campesino trae una serpiente...

 

Peace, peace!

Dost thou not see my baby at my breast,

That sucks the nurse asleep? 14

 

Suave, dulce, imperceptiblemente sorbe la serpiente la vida del corazón de la serpiente y gota a gota entra la muerte. Con la sensación más pura, con un sentimiento maternal, imaginario y lejano, la gran seductora se despide de esta vida...

Una vez más se yergue en ella la eterna Isis, la eterna Eva... Ya en trance de morir, expresa su satisfacción por arrebatar, con su suicidio, la presa a ese inteligentísimo y tontísimo César, que creía poder darle caza...

La rodean sus damas, que la han acompañado en la vida, imitándola en todo, y que ahora la acompañan en la muerte.

La profética broma de Enobarbo sobre la muerte instantánea de las damas de compañía, está cumpliéndose en serio: una cae mordida por la serpiente y la otra abandona la vida en circunstancias harto extrañas; se desploma, sin causa visible, cuando Cleopatra, apretando el áspid contra su seno, la besa en señal de despedida: mujer, ella también, en cuya alma hay una misteriosa relación entre la muerte y el amor...

 

Así finaliza este drama, que es: tragedia de amor como "Romeo y Julieta", tragedia romana como "Julio César" y panfleto contra el amor sexual como "Troilo y Cressida". Es todo ello y no lo es; y, lo que es mejor, es una auténtica y profunda tragedia. No es una comedia. Pues -tuvimos que hacer una parecida consideración fren-te al tan serio drama de los héroes de la guerra troyana- la aguda vista del poeta habría podido descubrir en el argumento bastantes elementos para hacer de él un juego reidero. Es una tragedia: la tragedia particular de esa pareja madura, más que madura y, sin embargo, nunca bastante madura que forman Antonio y Cleopatra, que ambos se hallan entre la juventud y la vejez; y es la tragedia que refleja aquel gran momento histórico en que toda la antigüedad estaba por hundirse, madura, más que madura e indecisa entre la juventud y la vejez.

Como en la historia de los pueblos resulta imposible separar la vida privada de la vida pública, así en nuestro drama el amor y la política integran una unidad indisoluble. De modo que las espléndidas escenas políticas del drama no son menos reveladoras de su significado intrínseco que las escenas de amor. Pensemos, por ejemplo, en aquella discusión política en oportunidad del reacercamiento de Antonio y Octavio, la que, con su clima de glacial diplomacia, no tiene par en la literatura -a no ser en las escenas políticas del "Egmont" de Goethe-, la escena del banquete en la nave de Pompeyo, donde en medio de la conducta seria y digna de la tradición romana (no mantenida, por cierto, en todo su rigor), irrumpen la alevosía de los piratas y el frenesí de los danzarines greco-orientales y donde Antonio y Octavio se enfrentan en acentuada oposición, aquél con su ligero y resignado brindis:

 

Be a child o' the time, 15

 

y el otro con el suyo, frío e imperioso:

 

Possess it. 16

 

En "Antonio y Cleopatra" poseemos un drama que baja hasta las honduras insondables del alma y se extiende, inmensamente amplio y abigarrado, en el vasto espacio de la historia; un drama para hombres maduros solamente -lo que vale para todos los dramas de Shaespeare y muy en particular para el presente-; un drama que uno cuantas más veces lo lee más quiere y más admira y que, sin embargo, nadie conoce todavía en toda su grandeza que nos aplasta y edifica, sacude y libera... Pues hasta hoy no ha encontrado la forma que reclama: la representación perfecta en un escenario.

Para algunas escenas importantes, conforme a las indicaciones de Shakespeare mismo, y, creo, también para la introducción y algunos pasajes de transición, necesitaría esta tragedia de una música tan fina y fuerte como la creada por Beethoven para "Egmont", de Goethe, y necesitaría, además, de una representación teatral que tenga un clima y un ritmo aptos para causar la ilusión simultánea de sucesos vertiginosos, de sabroso idilio y de austera profundidad: como si un Rubens y un Rembrandt, hermanados, pusiesen manos a la obra.

 

 

 

 

1 La galera en que iba sentada, resplandeciente como un trono, parecía arder sobre el agua. La popa era de oro batido; las velas, de púrpura, y tan perfumadas, que digiérase que los vientos languidecían de amor por ellas; los remos, que eran de plata, acordaban sus golpes al son de flautas y forzaban el agua que batían a seguir más a prisa, como enamorada de ellos. En cuanto a la persona misma de Cleopatra, hacía pobre toda descripción. Reclinada en su pabellón (hecho de brocado de oro), excedía a la pintura de esa Venus, donde vemos, sin embargo, a la imaginación sobrepujar a la Naturaleza. En cada uno de sus costados se hallaban lindos niños con hoyuelos, semejantes a Cupido, sonrientes, con abanicos de diversos colores. El viento parecía encenderle las delicadas mejillas, al mismo tiempo que las refrescaba... Sus mujeres parecidas a las nereidas, como otras tantas sirenas, acechaban con sus ojos. En el timón una de ellas, que se podría tomar por sirena, dirige la embarcación. El velamen de seda se infla bajo la maniobra de esas manos suaves como las flores... De la embarcación se escapa invisible un perfume extraño, que embriaga los sentidos del malecón adyacente…

2 La he visto morir veinte veces por motivos mucho menos importantes. Creo que hay en la muerte una especie de pasión que ejerce en ella alguna voluptuosidad: tanta es la prontitud que pone en morirse.

3 Omito 5 renglones del texto original referente a un juego de palabras irrepetible en castellano. -N. d. T.

4 ¡Ay! No, señor. Sus pasiones están formadas por la más fina esencia del amor puro. No podemos llamar lágrimas y suspiros a sus chaparrones y sus ventoleras, porque son las más grandes tempestades y las más grandes tormentas que recuerda el almanaque. Esto no puede obedecer a habilidad suya. Si es habilidad, provoca un aguacero tan bien como Júpiter.

5 La lujuria en acción es el abandono del alma en un desierto de vergüenza; la lujuria, hasta que es satisfecha, es perjura, asesina, sanguinaria, vergonzosa, salvaje, excesiva, grosera, cruel e indigna de confianza. Apenas se ha gustado de ella, se la desprecia; se la persigue contra toda razón; y no bien saciada, contra toda razón se la odia, como un incentivo colocado expresamente para hacer locos a los que en ella se dejan coger; es una locura cuando se la persigue, y una locura cuando se la posee; excesiva al haberse tenido, al tenerse y en vías de tener; felicidad en la prueba y verdadero dolor probada; en principio, una alegría propuesta; después, un sueño. Todo el mundo lo sabe perfectamente; y, sin embargo, nadie sabe evitar el cielo que conduce a los hombres a este infierno.

6 Hemos perdido... la mayor parte del mundo; hemos dado el beso de despedida a una multitud de reinos y de provincias.

7 ¡Oh mi señor, mi señor! ¡Perdonad a mis velas tímidas! No pensaba que me habríais seguido.

8 Estabais medio marchita antes de que os conociese.

9 Os encontré como un trozo fiambre en el trinchero del difunto César; o, mejor dicho, erais las sobras de Cneo Pompeyo. Y no hablo de las cálidas horas, no registradas en el recuerdo del público, que os habéis pasado lujuriosamente, pues estoy seguro de que, aunque os sea posible sospechar qué es la continencia, ignoráis lo que es.

10 Es el dios Hércules, que amaba a Antonio y que le abandona en este momento.

11 En verdad, aquel año le aquejaba un reuma; se lamentaba sobre el que había destruido voluntariamente; creedlo, aunque yo también lloraba.

12 Mi desolación comienza a engendrarme una mejor vida. Es miserable ser César; no siendo la Fortuna misma, no es sino el criado de la Fortuna, el ministro de su voluntad. Pero es grande llevar a cabo la acción que pone fin a todas las acciones, que atenaza todo accidente, que cierra la puerta a todo cambio, que saborea el sueño eterno y no paladea nunca más la teta de la Naturaleza, nodriza a la vez de César y del mendigo.

13 Voy, esposo mío. ¡Ahora pruebo por mi valor mis títulos a este nombre! No soy más que aire y fuego; abandono a la vida más grosera mis otros elementos.

14 Silencio, silencio! ¿No ves el niño que tengo al pecho, y que su nodriza le da teta porque quiere dormir?

15 Acomodaos al tiempo

16 Dominadlo

 

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